El historiador estadounidense John P. Meier, uno de los más reconocidos exegetas católicos actuales y autor de Un judío marginal, insiste en que la búsqueda del Jesús histórico debe ser distinguida cuidadosamente de la Cristología, es decir, de la reflexión teológica sistemática sobre Jesucristo como objeto de la fe cristiana.

Lo que dicen los Evangelios

Los evangelios no tienen una intención primariamente histórica, sino que su objetivo es explicar y propagar la fe en Cristo (etimológicamente, su significado es el de “Buena Nueva”). De ahí que haya que ser prudentes cuando se trata de recurrir a ellos para explicar “aspectos biográficos” de Jesús. De los cuatro textos evangélicos, tres de ellos Marcos, Mateo y Lucas, los llamados “evangelios sinópticos”, se escribieron en griego entre los años 60 y 90 de nuestra era y pueden ser considerados más cercanos a la verdad histórica o, cuando menos, son tenidos por más verosímiles, mientras que el de Juan, escrito también en griego hacia el año 100, está más teologizado, aunque no carece de detalles reales aprovechables para los historiadores.

Hay que apresurarse a decir que es muy poco lo que se sabe acerca de los escritores evangélicos. Apenas existen datos fiables sobre ellos, y el nombre de cada evangelio apareció a partir del siglo II: Marcos, que según cuenta Papías de Heliópolis en su Exposición de los oráculos del Señor era discípulo de Pedro y seguramente conoció a otros apóstoles, puede tratarse en realidad de un escribiente anónimo, un cristiano de origen pagano, cuyo texto sigue más la línea doctrinal de Pablo que la de Pedro; Mateo sería quien recogió de forma ordenada lo que el apóstol Mateo, también llamado Leví, decía haber visto y oído a Jesús o la transcripción griega de un primitivo texto escrito en arameo por el converso recaudador de impuestos o alguien de su entorno; Lucas es considerado por muchos como uno de los colaboradores predilectos de Pablo y parece ser que era médico de profesión; en cuanto al redactor del cuarto evangelio, el “más espiritual” de todos (Clemente de Alejandría), Juan, el “discípulo amado” debió ser el garante del mismo, pero no su autor, que probablemente fuera un discípulo suyo.

Hay que tener en cuenta que por el tiempo que fueron escritos los evangelios el cristianismo no era un movimiento monolítico, sino que los primitivos cristianos estaban agrupados en torno a diferentes corrientes, que tenían puntos de vista distintos, aunque con el objetivo común de difundir el mensaje de Cristo. Por tanto, no es de extrañar que cada uno de los evangelios fueran redactados en el seno de estos grupos y que, en cierto modo, reflejaran sus intereses, como tampoco lo es el hecho de cada uno de ellos se apoyara en el anterior para enmendarlo de acuerdo con sus creencias particulares, ni que trataran de insistir en la autoría o procedencia de los apóstoles a través de la tradición oral. En cualquier caso, nada o casi nada se sabe de cómo se pasó de la mera transmisión oral de los dichos y hechos de Jesús a su consignación por escrito, apuntando algunos estudiosos la posible existencia de algunas “hojas volantes”, papiros sueltos que pudieron recoger por escrito algunas de las sentencias, parábolas y curaciones de Jesús necesarias para la predicación temprana de su mensaje. Lo que sí parece claro es que el Jesús más recordado en el tiempo que se escribieron los evangelios es el Jesús resucitado, “principio de la nueva humanidad por venir”.

Se estima que el Evangelio de Marcos se compuso hacia el año 70, poco tiempo después del gran incendio de Roma y de la persecución contra los cristianos decretada por Nerón (año 64). Con él se inicia, dos décadas después de la primera epístola paulina, el género literario del evangelio, aunque su texto es el más desordenado de todos. Marcos se centra en los episodios de la pasión y la resurrección, aunque se vale de una larga introducción para dejar claro que en Jesús se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento y, por tanto, es el Mesías prometido.

Mateo podría haber escrito su texto evangélico hacia el año 80, algunos años más tarde de la conquista de Jerusalén y la destrucción de su templo por parte de las tropas de Vespasiano (año 70). Aunque mantiene un núcleo común con el de Marcos, ofrece variaciones sobre el mismo, como si tratara de hacer una edición corregida y ampliada, sobre todo añadiendo algunos fragmentos de la Fuente de los dichos de Jesús (conocida también como “Fuente Q” o “Quinto Evangelio”), un texto hoy desaparecido, pero del que se sabe que existió casi con seguridad. El Evangelio de Mateo ofrece una serie ordenada de los predicaciones, parábolas y milagros de Jesús, así como de los episodios de su pasión, muerte y resurrección, incorporando una especie de prólogo con pasajes de su infancia y el epílogo de las apariciones. Para Mateo, Jesús es “maestro de sabiduría”, el Mesías que puede cambiar la Ley de Moisés, y se apoya en los textos del Antiguo Testamento para dejarlo bien claro.

El Evangelio de Lucas fue escrito algún tiempo después que el de Mateo (probablemente hacia el año 90) por un escritor letrado (si bien resulta difícil descifrar al personaje, la opinión mayoritaria es que tenía una elevada formación cultural y era médico de profesión) y sensible, como se pone de manifiesto en el énfasis que pone en la relación de Jesús con los pobres, los enfermos, los perseguidos y las mujeres. Lucas muestra muchas coincidencias (probablemente su común apoyo en la Fuente de los dichos sería responsable de una parte de ellas) con Mateo, pero, a diferencia de Mateo, no se centra tanto en resaltar a Jesús como el Mesías que tiene la autoridad para corregir y perfeccionar la ley de Moisés como en destacar a Jesús como el “justo sufriente”, el maestro que predica la bondad, la solidaridad y el perdón y, a cambio, es condenado a muerte por la justicia romana, aunque son los propios judíos los auténticos responsables de su crucifixión. Lucas parece querer dirigirse más a los gentiles que empezaban a interesarse por el movimiento cristiano que a la comunidad judeocristiana, poniendo de manifiesto que el cristianismo puede ser compatible con el Imperio romano y llegar hasta el último de sus confines. Aunque aseguran que no resulta nada fácil interpretarlo, los estudiosos parecen estar de acuerdo en que Lucas considera que la muerte y resurrección de Jesús divide en dos la historia de la humanidad y abre un tiempo nuevo en el que se hace presente el reino de Dios en la Tierra. A Lucas se le considera también el autor de Los Hechos de los Apóstoles, y muchos investigadores consideran que el Evangelio y Los Hechos son dos partes inseparables de un único texto.

El Evangelio de Juan presenta notables diferencias con los anteriores y no pocos problemas de interpretación. Fue escrito hacia el año 100 y actualmente parece descartado que fuera escrito por el hijo del Zebedeo. El autor del texto, conocido también como el “Evangelio del Verbo” o el “Evangelio Espiritual”, habla de un Jesús distinto: es “el camino, la verdad y la vida”, la luz del espíritu, existe antes de los tiempos y su divinidad es anterior a su concepción, bautismo o resurrección. Parece influido más por la corriente gnóstica que por la judeocristiana palestina o el cristianismo paulino, y lo que hay de narrativo en él está más bien en función del argumentario teológico. No obstante, es indudable que se apoya en los evangelios sinópticos para redactar un buen número de pasajes, aunque en otros ofrece una gran carga simbólica.

Saber lo que en los evangelios hay de realmente histórico y no de mitificación del personaje no es tarea nada fácil, a pesar de que la narración de cada uno de ellos da la impresión de que se fundamenta en testimonios de primera mano. No hay que olvidar que los evangelios son “biografías helenistas” que tratan fundamentalmente de ensalzar al personaje, no de describir su vida. A pesar de los esfuerzos realizados en los últimos años, solo parece haber un amplio y profundo consenso entre los expertos en la historicidad del bautismo y de la crucifixión. Para el arqueólogo e historiador de las religiones Byron McCane, estos dos episodios difícilmente habrían sido inventados por los primeros cristianos, ya que ninguno de ellos apoyaría sus intereses en modo alguno, sobre todo la crucifixión, que era un castigo humillante.

Entre ambos acontecimientos se desarrolló la vida pública de Jesús y tuvieron lugar sus predicaciones. La gran mayoría de expertos en estudios bíblicos consideran que de todo lo atribuido por los evangelistas como dicho por Jesús solo unas cuantas frases serían literales. La reconstrucción del resto no permite dilucidar en el momento actual si fueron pronunciadas por él, modificadas en mayor o menor medida por los propios evangelistas o creadas por ellos mismos. Entre las más consensuadas o tenidas por más fieles a lo dicho por Jesús se encontrarían las bienaventuranzas, aunque el conjunto pudo ser reelaborado por Mateo (Mt 5, 1-12), la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37) y algunas expresiones, como las conocidas: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 15-22); “más difícil es que un rico se salve que el que un camello pase por el ojo de una aguja” (Mt 19, 23-24), y “en verdad os digo que no beberé del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (Mc 14, 25).

Por otra parte, uno de los pasajes que mejor ilustra el paso de la consideración de Jesús como el profeta que tiene la fuerza de Yahveh para rescatar al pueblo de Israel a la del Cristo celestial es el bello y legendario texto En el camino de Emaús, contenido en la parte final del Evangelio de Lucas (Lc: 24, 13-35).

Lo que dicen otros textos del Nuevo Testamento

Desde el siglo IV la lectura del Nuevo Testamento se ha venido haciendo comenzando por los cuatro evangelios, con el de Mateo en primer lugar, seguidos de Los Hechos de los Apóstoles y de las Cartas de Pablo de Tarso. Sin embargo, desde el punto de vista historiográfico, el orden debería ser justamente al revés, es decir, se debería comenzar por las epístolas paulinas y continuar luego con los evangelios, haciéndolo en primer lugar con el de Marcos y siguiendo con el de Mateo, el de Lucas y, finalmente, el de Juan. Además, conviene tener en consideración que Los Hechos de los Apóstoles representan una segunda parte del Evangelio de Lucas y que su autor podría ser el mismo evangelista o uno de sus discípulos más próximos (en el prólogo se puede leer: “En el primer libro, ¡oh Teófilo!, traté de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el día en que fue arrebatado hacia lo alto…”).

De este modo, podría apreciarse de forma más clara cómo los evangelios dependen uno de otro y se podría ver mejor cómo cada uno de los evangelistas está influido por las cartas del converso de Tarso, que parecen ser los primero textos neotestamentarios en escribirse y difundirse (la primera epístola, la Carta a los tesalonicenses, es del año 51, y las demás se escribieron seguramente antes del año 60). Hoy en día, los principales biblistas están de acuerdo en que las epístolas de Pablo (se tienen por auténticas 7, aunque el “corpus paulino” contiene 14 de las 21 cartas incluidas en el Nuevo Testamento) son anteriores a los evangelios, circulaban ya en algunas comunidades cristianas veinte años después de la muerte de Jesús y, al menos, veinte años antes del primer evangelio escrito y sus textos ponen el énfasis no tanto sobre el Jesús de carne y hueso como en el Cristo resucitado, objetivo fundamental de su predicación a los gentiles. 

De acuerdo con el profesor Piñero y otros investigadores modernos, es Pablo quien escribió antes que nadie acerca de Jesús y quien marca la pauta de cómo debe interpretarse su muerte y resurrección. Sin embargo, sus cartas añaden poco al mejor conocimiento del Jesús terrenal, apenas el hecho de que es “hijo de David”, que fue un hombre justo, que no conoció pecado y que aceptó su sacrificio en la cruz. De ahí que el planteamiento tradicional del Nuevo Testamento proponga que la mayor atención se debe prestar a la dimensión divina y salvífica de Cristo, haciendo hincapié en su promesa de vida eterna, lo que implica dejar un tanto de lado la dimensión histórica de Jesús y su reconocimiento como reformador moral y social, así como el potencial transformador contenido en las bienaventuranzas y otras enseñanzas capitales: “Misericordia quiero, y no sacrificio” (Mateo 9: 13).

En cuanto a Los Hechos de los Apóstoles, Lucas retoma el relato de su evangelio desde la resurrección y la ascensión de Jesús a los cielos. Describe los orígenes de la Iglesia primitiva, se centra en el proceso de expansión desde Jerusalén y, sobre todo, de la difusión del mensaje cristiano entre los gentiles, dejando constancia de que la buena nueva evangélica ha llegado hasta el mismo centro del Imperio, a Roma. Seguramente fue escrito unos diez años más tarde que el texto evangélico y sus principales protagonistas son Pedro y, sobre todo, Pablo. Tan solo se cita una sentencia de Jesús, puesta en boca de Pablo, que no está en los Evangelios: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hch: 20, 35).

Lo que dicen los textos apócrifos

Los libros apócrifos del Nuevo Testamento es el nombre dado a escritos surgidos en los primeros siglos del cristianismo en torno a la figura de Jesús de Nazaret que no fueron incluidos posteriormente en el canon de la Iglesia de Roma. Probablemente, la mayoría de ellos surgieron para satisfacer la curiosidad insatisfecha por los evangelios acerca de numerosos aspectos ocultos de la vida de Jesús, mientras que otros trataron de suministrar información relativa a los apóstoles.

En su referencia a los evangelios apócrifos (Biblioteca personal), Jorge Luis Borges afirma que su lectura es “regresar de un modo casi mágico a los primeros siglos de nuestra era cuando la religión era una pasión”, en un tiempo anterior a que surgieran los dogmas de la Iglesia y los razonamientos de los teólogos. De acuerdo con el escritor argentino, “lo que importó al principio fue la nueva de que el Hijo de Dios había sido, durante treinta y tres años, un hombre, un hombre flagelado y sacrificado cuya muerte había redimido a todas las generaciones de Adán”. Entre los libros que anunciaban esa verdad, estaban los evangelios apócrifos. Y aclara: “La palabra apócrifo ahora vale por falsificado o por falso; su primer sentido era oculto. Los textos apócrifos eran los vedados al vulgo, los de lectura solo permitida a unos pocos”. Sin embargo, los apócrifos han alimentado a lo largo de la historia numerosas creaciones artísticas y literarias y servido de sustrato a muchas tradiciones y costumbres del mundo occidental. Además, más allá o más acá de la fe, los apócrifos han contribuido decisivamente a que, como señala el poeta, ensayista y narrador bonaerense, Cristo sea “la figura más vívida de la memoria humana”.

En la actualidad, la opinión científica general sostiene que los escritos apócrifos ofrecen muy poco al estudio de la historicidad de Jesús, dado que a menudo son de origen incierto y que casi siempre se trata de documentos tardíos. En cualquier caso, su estudio tiene bastante utilidad para entender la naturaleza y evolución del cristianismo primitivo: cuáles eran las ideas, las tensiones ideológicas entre las distintas comunidades que se fueron creando por los apóstoles y sus discípulos, las interpretaciones que marcaron los primeros tiempos del cristianismo, etc.

Donde los estudiosos han visto un cierto valor historiográfico es en el llamado Evangelio de Tomás. Este texto no contiene una estructura narrativa como la de los evangelios canónicos ni otros apócrifos del Nuevo Testamento, sino que está compuesta por más de un centenar de dichos atribuidos al Maestro, a veces de manera independiente, y, en otras ocasiones, incrustados en diálogos o parábolas breves. Su redacción, al igual que la mayoría de los demás textos apócrifos, se atribuye al inicio del propio evangelio a un cristiano de la primera generación, en este caso Tomás, uno de los discípulos de Jesús.

El texto contiene una posible alusión a la muerte de Jesús, pero no menciona su crucifixión, ni tampoco su resurrección. Desde su descubrimiento en Nag Hammadi, algunos investigadores sostienen que puede ser una pieza útil en el puzle de la reconstrucción del Jesús histórico y hay estudiosos que también lo ven como un argumento en apoyo de la existencia de la Fuente Q, de la que se nutren Mateo y Lucas y que podría haber tenido una forma similar (“evangelio de dichos”). Entre sus principales defensores están John Dominic Crossan y otros miembros destacados del “Jesus Seminar”, el activo seminario del Westar Institute californiano. Es posible que el documento se pudiera originar dentro de una escuela de primitivos cristianos gnósticos.

Lo que dice la literatura rabínica

La conclusión general que se puede extraer de las pocas referencias a Jesús en el Talmud (la ley oral judía recogida en 63 libros o tratados que se elaboraron entre el los siglos III y VII) es que fue un personaje histórico cuya existencia nunca fue negada por la tradición judía y que, de alguna manera, la confirma de manera indirecta.

Se considera que Sanedrín 43a contiene la referencia más importante sobre Jesús en la literatura rabínica. El pasaje principal refleja la hostilidad hacia Jesús entre los rabinos e incluye el siguiente texto: “Se enseña: En la víspera de la Pascua colgaron a Jesús. El pregonero salió cuarenta días declarando que: ‘(Jesús) va a ser apedreado por practicar la brujería, por atraer y conducir a Israel por mal camino. Cualquiera que sepa algo que lo justifique, debe presentarse y exculparlo’. Pero nadie se presentó a justificarle, y se le colgó la víspera de Pascua”. Otro párrafo que parece referirse a Jesús aparece en Sanedrín 107b: “Jesús el Nazareno practicaba magia y desvió y engañó a Israel”.

En resumen, independientemente de las legítimas decisiones particulares de cada persona en relación a la fe cristiana y al hecho religioso, los especialistas en el estudio histórico del Nuevo Testamento y el cristianismo primitivo consideran que, en los evangelios, sobre todo en los sinópticos, pueden encontrarse algunos, aunque escasos, datos interesantes para una hipotética reconstrucción del Jesús histórico. En el resto de escritos neotestamentarios y en los textos apócrifos resulta más difícil hallar alguna información adicional de utilidad, aunque también puede haberla. No obstante, la búsqueda continúa, más activa que nunca.