Historiadores, escritores y médicos han recogido, con mayor o menor acierto, una serie de personajes históricos que padecieron diabetes, entre los que puede destacarse a Herodes el Grande (s I), protagonista de uno de los pasajes más comentados del Nuevo Testamento; Ludwig Van Beethoven (s XVIII-XIX), uno de los grandes genios musicales de todos los tiempos, Pedro II (s XIX), emperador de Brasil, en cuyo reinado se abolió la esclavitud; Paul Cézanne (s XIX-XX), el “pintor de pintores” que tendió el puente entre el impresionismo y el cubismo; el antropólogo e historiador español Julio Caro Baroja (s XX), que nunca se perdió en sus investigaciones etnográficas, sino todo lo contrario: alumbró nuevos caminos, pero a quien, al parecer, le perdían los dulces y el champán; B.B. King (s XX-XXI), considerado como una auténtica leyenda del blues, y Tom Hanks, ganador del Óscar y del Globo de Oro al mejor actor protagonista por Philadelphia y Forrest Gump.

Literatura

En cuanto a la literatura se ha especulado que Miguel de Cervantes pudiera haber sufrido una diabetes, con intensa polidipsia, en la última etapa de su vida, aunque se descarta que su muerte pudiera estar originada por un supuesto coma diabético (tampoco por una cirrosis hepática), ya que está documentada su lucidez mental hasta el último momento. Aunque con grave decaimiento de sus fuerzas, el escritor fue consciente de que se acercaba el fin de sus días, y tuvo ocasión de despedirse en el prólogo de Los trabajos de Persiles y Segismunda: «Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros pronto contentos en la otra vida». La dedicatoria que hace del libro al conde de Lemos: “Puesto ya el pie en el estribo/ con las ansias de la muerte,/ gran señor, esta te escribo”, parece recordar los versos que Jorge Manrique pone en boca de su padre, el maestre don Rodrigo: “Y consiento en mi morir/ con voluntad placentera,/ clara y pura,/ que querer hombre vivir/ cuando Dios quiere que muera/ es locura”.

El mismo año de la muerte de Cervantes, 1616, el médico extremeño Juan Sorapán de Rieros publicó un insólito libro de refranes de medicina y gastronomía españolas titulado: Medicina Española contenida en proverbios vulgares de nuestra lengua. Entre los muchos recopilados está el siguiente: “Quien quisiere vivir sano, coma poco y cene temprano”. Aunque Sorapán hace más hincapié en la segunda parte del refrán, apoyándose en la recomendación de Avicena de que la cena ha de “bajar a lo profundo del estómago y hacer bien el cocimiento” antes de que uno se vaya a la cama, la primera parte invita a prevenir el sobrepeso y la obesidad (“la gordura” en aquellos tiempos) tan relacionados con el desarrollo de la diabetes.

No obstante, en este sentido, resulta mucho más contundente este otro refrán: “de hambre a nadie vi morir, de mucho comer cien mil”. Se trata de una clara advertencia acerca del peligro en el que viven los “insaciables glotones”, aunque tampoco haya que llegar a “tener huecos los estómagos” hasta el punto de que “suenen en ellos el eco de cualquier palabra”, como le ocurrió en más de una ocasión a Pablos, el buscón de Francisco de Quevedo, pues “en menguando mucho las carnes, crecen las penas”. Como dice el saber popular, “en el término medio está la virtud” y la salud se obtiene con “una vida laboriosa, moderada y alegre”, siendo el objetivo a conseguir el no tener que visitar mucho al médico, sino “encontrar en la buena cocina la mejor medicina”.

El experto en paremiología Francisco Rodríguez Marín (s XIX-XX) también recoge en su extenso recopilatorio de refranes de todo tipo estos dos que bien podrían ser aplicados al tema de las diabetes. El primero de ellos dice así: “la mosca fue a la miel, pero no para su bien”; el segundo es un nuevo alegato contra la glotonería: “los muchos manjares traen los males a pares”, y, si bien su autor no estaba pensando en ello, el primer par de males no es otro que el binomio obesidad-diabetes.

Seguramente, Benito Pérez Galdós llegó a conocer muchos de los refranes acerca de la salud y de la enfermedad de Rodríguez Marín, ya que fueron contemporáneos. En la extensa obra de quien es considerado como uno de los mejores novelistas españoles de todos los tiempos también se encuentran referencias a numerosas enfermedades; en algunos casos lo que hace es citarlas de pasada, pero, en otros casos, las comenta con detalle, tanto en lo referido a los síntomas clínicos como al tratamiento, mostrando que estaba al día de los acontecimientos científicos de la medicina de su tiempo y haciendo buena la afirmación de Clarín: «No es un sabio, pero si un ‘curioso’ de toda clase de conocimientos, capaz de penetrar en lo más hondo de muchos de ellos si le importa y se lo propone». Según cuenta el doctor Gregorio Marañón, que lo atendió en la última etapa de su vida, Galdós sentía una suerte de devoción por los saberes médicos. Sin embargo, el escritor canario prácticamente no hace alusión en sus escritos a la diabetes que padecía, enfermedad que afectó también de manera tortuosa a Emilia Pardo Bazán, con quien mantuvo una singular relación amorosa.

Pardo-Bazán

Emilia Pardo Bazán.
Emilia Pardo Bazán.

Precisamente, quizás sea en la escritura de Pardo Bazán donde más páginas en relación a la enfermedad, en general, y a la diabetes, en particular, puede uno encontrar a lo largo de la literatura española (una buena guía es consultar el trabajo de Asunción Doménech Montagut: Medicina y enfermedad en las novelas de Emilia Pardo Bazán). Quizás porque ella misma sufrió sus síntomas y complicaciones hasta el último día de su vida. En el desarrollo galopante de la enfermedad tuvieron mucho que ver la relación un tanto descontrolada que la escritora gallega tuvo con la comida, así como los oídos sordos que muchas veces hizo a los consejos de los médicos acerca de esta enfermedad “nueva y de moda”. La entonces conocida como “diabetes sacarina” no solamente no tenía cura, sino que los tratamientos al uso resultaban más o menos ineficaces. Lo habitual era prescribir al enfermo dieta estricta y baños terapéuticos, razón por la que doña Emilia fue visitante asidua del balneario de Mondariz, en Pontevedra, al que solía acudir “la flor y la nata de España y Portugal” en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX:  “Los males que aquí se curan o atajan no fueron contraídos ni en orgiásticas cenas, ni en la estúpida embriaguez del vicio, sino en los hábitos sedentarios del bufete, en el desgaste que produce la fiebre creadora en el silencio de la biblioteca o en el rumoroso hemiciclo del Parlamento…”.

En El cisne de Vilamorta (1884), la tercera de sus novelas, la escritora coruñesa expone lo que las lecturas y su experiencia le habían hecho conocer acerca de la diabetes y recrea uno de dichos balnearios, trasunto del existente en Carballino (Orense), a orillas del río Arenteiro. A él acude un hombre político, el ex ministro don Victoriano Andrés de la Comba, para “tomar sus aguas”, confiando en que le sirvan para aliviar el mal que padece, que no es otro que una diabetes, cuya gravedad iba acentuándose cada vez más, le demacraba la cara y le hacía padecer arrebatos de hambre devoradora: “La extraña enfermedad que padecía le causaba horribles pesadillas nocturnas; soñaba que se volvía pilón de azúcar, y que la inteligencia, la sangre y la vida se le escapaban por un canal muy hondo, muy hondo, convertidas en almíbar puro. Despierto, su mente rechazaba, como se rechaza la ignominia, tan peregrino mal (…). El hombre político sentía pasar por los bulbos capilares un soplo glacial que le encogía el corazón. ¡Morir a los cuarenta y pico de años, con la inteligencia firme y con tantas cosas emprendidas y logradas! Y síntomas de muerte debían ser sin duda aquella sed abrasadora, aquella bulimia nunca saciada, aquella sensación enervante de derretimiento, de fusión, aquel liquidarse continuo”.

La diabetes provocó graves problemas oculares y llegó a afectar seriamente a la capacidad de visión de Vicente Blasco Ibáñez, gran amigo de Emilia Pardo Bazán y, como ella, gran impulsor del naturalismo y del realismo en lengua española. Por este motivo, durante la última etapa de su vida tuvo que recurrir a los servicios de un secretario al que le dictaba los textos que salían de su imaginación.

Julio Verne

Julio Verne. Foto: Sonia Aguilera.

Otro gran escritor lastrado por la enfermedad diabética fue Julio Verne, quien no alcanzó a ver el descubrimiento de la insulina y a beneficiarse de su tratamiento. El autor de Viaje al centro de la tierra y Veinte mil leguas de viajesubmarino, entre otras muchas obras de ciencia ficción, vio cómo su salud se fue complicando a causa de la diabetes a partir de los 60 años: primero fue la retinopatía diabética, que le alejó de la lectura, aunque no de la escritura, y, más tarde, se presentaron las complicaciones cardiovasculares, que acabaron con su vida en 1905, a los 77 años de edad.

Cuando Thomas Mann escribió Los Buddenbrook, la disponibilidad de una terapia eficaz para el tratamiento de la diabetes quedaba aún lejos y la ironía que encierra en ocasiones el saber popular hacía referencia a la pobreza como el “mejor remedio”. El escritor alemán, que obtendría el Premio Nobel de Literatura por obras como La Montaña Mágica, en las que la enfermedad humana y el proceso de enfermar ocupan un lugar central, describe la “mala muerte” de uno de los personajes de su novela de 1901: “James Möllendorpf, el decano de los senadores del estamento comercial, murió de una manera grotesca a la par que horrible. Enfermo de diabetes, había perdido en sus últimos días el instinto de conservación hasta el punto que se dejó dominar por una verdadera pasión hacia las golosinas, los pasteles y las tartas (…), allí le encontraron un día muerto, con la boca llena de pastel a medio masticar, cuyos restos manchaban su levita y cubrían parte de la tosca mesa. Un mortal ataque de apoplejía había puesto fin al largo proceso patológico”.

Pío Baroja tampoco pudo disponer de la insulina para incorporarla a su “terapéutica prudente” y tratar a sus pacientes diabéticos durante el corto período de tiempo que ejerció como médico en el pueblo guipuzcoano de Cestona a finales del siglo XIX; una vez dedicado ya plenamente a la aventura de inventar y escribir, pronto dispuso de una ingente obra que a él le gustaba clasificar por trilogías y tetralogías. Dos décadas después de dar a la imprenta El árbol de la ciencia, nos dejaría este “pasaje diabético” en su novela-reportaje Los Visionarios (1932): “La vieja condesa de Zorita, madre del marqués de los Carvajales, se hallaba enferma desde largo tiempo. Tras de varias bronquitis y de una gripe muy tenaz, la diabetes suya se agudizó y tomó un carácter grave./ La enfermedad le depauperó con extraordinaria rapidez. La anciana señora se acartonaba y parecía una momia; era únicamente huesos y piel./ Con frecuencia, en el curso de su afección se presentaba algún síntoma alarmante: vértigos, dolores, desórdenes en la vista o tendencia al sueño letárgico. Entonces se llamaba a un especialista y se celebraba consulta con el médico de cabecera”.

Uno de los mayores admiradores de la escritura de Pío Baroja fue Ernest Hemingway, quien tuvo oportunidad de visitarle en su lecho de muerte, cuando el propio premio Nobel estadounidense “llevaba ya en las alas el presentimiento del plomo” (José Luis Castillo-Puche). Y es que el autor de El viejo y el mar había comenzado a sufrir desde hacía varios años fuertes dolores de cabeza, episodios depresivos, hipertensión, problemas derivados de su sobrepeso y las complicaciones de una diabetes heredada, que se había agravado por un estilo de vida poco o nada saludable, a pesar de que en las farmacias de Estados Unidos y de Europa ya se dispusiera de la insulina.

Quien también asistió a la llegada de la insulina fue otro importante escritor, en este caso, de ciencia ficción: el británico H.G. Wells. Es más, el autor de La guerra de los mundos fue uno de los fundadores y mayores impulsores de la Asociación Diabética del Reino Unido, creada en 1934 con la finalidad no solo de ofrecer ayuda e información a los pacientes diabéticos y sus familiares, sino también de luchar activamente para que el Gobierno pudiera asumir el tratamiento con insulina a todos los enfermos necesitados, cuestión que se pudo facilitar con la creación del Sistema Nacional de Salud, tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial.

Otro tanto puede decirse de John Fante, pionero del llamado “realismo sucio” (Pregúntale al polvo). A los 50 años de edad le diagnosticaron una diabetes que le fue minando la salud y le hizo reordenar su vida. Casi veinte años después, perdida toda esperanza de ser reconocido como escritor, le llegó la gloria literaria de la mano de Charles Bukowski, quien lo tuvo por maestro. Para entonces estaba ya muy afectado por la diabetes y le habían tenido que amputar los dedos de un pie; al poco tiempo, le tuvieron que amputar ambas piernas. También se quedaría ciego y tuvo que dictar a su mujer su última novela, una vez que la hubo construido y desarrollado en su prodigiosa memoria.

Toni Vidal. Gabriel García Márquez, 1972. VEGAP 2014.
Toni Vidal. Gabriel García Márquez, 1972. VEGAP 2014.

El coronel no tiene quien le escriba (1961), la segunda novela del premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez, nos muestra a un viejo coronel retirado que va al muelle todos los viernes a esperar la embarcación que le ha de traer la carta oficial donde se le reconoce el derecho a cobrar una más que merecida pensión por los servicios prestados a la patria durante la “última guerra civil”, pero la carta no llega… La patria permanece muda. Se trata de un libro de pocas páginas, pero conmovedor, en el que la enfermedad de don Sabas, el compadre diabético del coronel, adquiere una gran fuerza simbólica, como ocurre con otras situaciones patológicas a lo largo de la obra de Gabo, el gran referente del realismo mágico latinoamericano. Si el coronel padece un dolor de tripas, que es la imagen de una humillante pobreza que trata de llevar con la mayor dignidad posible compartiéndola con su mujer asmática, la diabetes y la obesidad de don Sabas tienen un significado opuesto: la obscenidad de la riqueza en un pueblo cargado de desigualdades sociales, tensión política y violencia. El círculo de los personajes protagonistas se cierra con la figura del doctor Osvaldo Giraldo, quien aparece diagnosticando y haciendo el seguimiento del tratamiento insulínico con los medios disponibles en el momento de escribirse la novela y a quien García Márquez atribuye una de las frases más significativas de la novela: “Habrá que fusilarlo -dijo el médico dirigiéndose al coronel-. La diabetes es demasiado lenta para acabar con los ricos”.

Entre los personajes diabéticos creados por la ficción literaria de nuestro tiempo hemos entresacado tres cuyas vidas se sitúan en tres momentos diferentes. El primero de ellos es el del inspector Kurt Wallander, un gruñón lleno de sensibilidad, acaso como su propio creador, el escritor sueco Henning Mankell, cuya diabetes le ha ido cambiando a lo largo de su vida literaria, que comenzó con Asesinos sin rostro y se cerró con El hombre inquieto. El segundo es el infortunado Fierro, el joven amigo de Carlos, el protagonista de Historias del Kronen, la novela que José Ángel Mañas sitúa en Madrid, en el verano de 1992, y con la que irrumpió con una fuerza insólita en el panorama literario español; Fierro termina por ser víctima de los crueles juegos de sus amigos, en los que él voluntariamente participa, sin posibilidad de tener la última oportunidad para salir fuera del abismo de drogas y alcohol en el que han caído. El tercero es Melchiorre, un niño que siempre tiene sed y ganas de orinar y que sueña con descubrir una fuente cuya agua le curará, que aparece en la Piazza d’Italia, una fábula popular escrita en los comienzos de su carrera literaria por Antonio Tabucchi, que está llena de humor y melancolía.

Para finalizar esta lista de autores y obras literarias, en las que seguramente cualquier lector perspicaz notará más de una ausencia inmerecida, producto del olvido o del desconocimiento, mencionaremos otros dos personajes, esta vez no ficticios. Se trata de dos creadoras de universos literarios bien distintos, pero comprometidas ambas en la lucha contra la diabetes. La primera de ellas es la escritora estadounidense Anne Rice, que no supo de los niveles excesivos de glucosa en su sangre hasta que un día de finales del siglo pasado, cuando ya contaba más de 50 años, amaneció con un terrible dolor de cabeza y no podía respirar, síntomas que fueron preludio de un coma diabético. Desde entonces se dedica a informar y crear conciencia sobre la diabetes.

La segunda es la periodista y escritora chilena Lina Meruane, diabética desde niña e interesada desde el comienzo de su actividad escribidora por la estigmatización que ciertas enfermedades han conllevado en las distintas sociedades y etapas históricas de la humanidad. En su obra Fruta podrida plantea la resistencia al discurso imperante de “la salud a cualquier precio”, poniendo de manifiesto la tensión existente en la convivencia de dos hermanas: la pequeña, enferma de diabetes, que se niega a curarse y la mayor, que lucha por salvarla y por demostrar las bondades de la fruta de exportación chilena. En cambio, en su libro Sangre en el ojo parte del planteamiento contrario: la alianza de la enferma con el discurso de la medicina y hace suya la promesa de salud, exigiendo a su médico que le saque de las tinieblas de la ceguera y le devuelva la vista pérdida por la enfermedad diabética.

En el cine

En cuanto a esa otra forma de arte narrativo que es el cine, no es de extrañar que sus guionistas y directores se hayan preocupado por la enfermedad y por el enfermar humano en sus más variados aspectos. Dice Fernando Trueba que las películas se componen de la combinación de tres elementos: el literario que es la base, el qué se cuenta; el visual y sonoro, cómo se cuenta la historia, y el humano, es decir, los actores y las actrices, los modelos. Pues bien, los personajes enfermos y los “doctores de Hollywood” presentan muchas veces un trasfondo humano que los hace únicos para el qué, el cómo y la manera de contar cinematográfica.

Con excelente “ojo clínico”, hace ya más de tres décadas que el doctor José Elías García Sánchez y su equipo de la Universidad de Salamanca comenzaron la tarea de utilizar el cine como una herramienta no solamente valiosa, sino también humanamente enriquecedora, para transmitir conocimientos, enseñar medicina y formar a los estudiantes de Medicina. Desde entonces se ha venido utilizando con gran aprovechamiento en un buen número de facultades y servicios hospitalarios de nuestro país.

En relación al tema de la diabetes, su abordaje ha tenido diversa fortuna por parte de directores y guionistas, desde el mal planteamiento del tratamiento de una crisis hipoglucémica con insulina, que aparece en Con Air (Convictos en el aire), dirigida por Simon West en 1997, a la estupenda y reconocida internacionalmente Life for a child (2008), dirigida por Edward Lachman y producida por la Federación Internacional de Diabetes, que sigue el viaje de varios niños con diabetes tipo 1 en Nepal.

Al Pacino encarnando a Michael Corleone.

Entre ambas, diversas adaptaciones de obras literarias: El Padrino III (Francis Ford Coppola, 1990), que muestra la diabetes de Michael Corleone y nos lleva a recordar que Mario Puzo, el autor de la novela, también la sufría; Historias del Kronen, adaptación de la obra homónima de José Ángel Mañas, realizada por Montxo Armendáriz en 1995, y El coronel no tiene quien le escriba, la versión que el mexicano Arturo Ripstein hizo de la novela de García Márquez en 1999; además de ellas, se puede hacer un buen ramillete de cintas cuyos guiones recogen los distintos tipos de diabetes, así como algunas de sus principales complicaciones. He aquí una breve recopilación -probablemente, también incompleta- de las mismas:  Nada en común (Garry Marshall, 1986), Magnolías de Acero (Herbert Ross, 1989), El misterio Von Bülow (Barbet Schroeder, 1990), Kika (Pedro Almodóvar, 1990), Species (Roger Donaldson, 1995), Punto de equilibrio (Ernesto Parysow, 1998), Patch Adams (Tom Shadyac, 1998), Chocolate (Lasse Hallström, 2000), Memento (Christopher Nolan, 2000), La habitación del pánico, de David Fincher (2002), El buen pastor (Robert De Niro, 2006), Los próximos tres días (Paul Haggis, 2010), Broken (Rufus Norris, 2012) y Tammy (Ben Falcone, 2014).

Curiosamente, siendo diabético y habiendo confesado que la diabetes es en buena parte responsable de su hipocondría, pero también del hecho de llevar una vida más sana, Woody Allen apenas ha abordado la temática de la enfermedad en su extensa filmografía, pero su frase en la recepción del Premio Príncipe de Asturias de las Artes (2002) bien merecía haber aparecido en alguno de sus guiones: “Un gran comediante americano del pasado, Jack Benney, tenía la mejor frase para una ocasión tan estupenda y maravillosa como ésta; cuando ganó un gran y prestigioso premio dijo: ‘Yo no me merezco este premio, pero tengo diabetes y tampoco me lo merezco’. Así me siento yo…”.

Como tampoco hubiese resultado extraño que hubiera plasmado en alguno de sus diálogos cinematográficos el hecho de que Paul Langerhans no lograra descubrir por qué las abejas no son diabéticas con tanto azúcar por delante, aunque se puede llegar a sospechar que las razones sean parecidas a las que, a pesar de sus desvelos, impidieron a Sigmund Freud averiguar qué cuentan las ovejas para poder dormir. Y es que, siguiendo la propuesta de Patch Adams, se puede afirmar que el humor es un buen modo terapéutico de encarar la diabetes y, en caso necesario, para saber prescindir de las sabrosas galletas artesanales de Frenchy, esas que evitaron a un “granuja de medio pelo” llamado Ray Winkler tener que atracar un banco, pero que, a cambio, le arrastraron a la pretenciosa cultureta de las altas esferas sociales neoyorquinas.

En 2013, Allen realizó un vídeo para la Fundación de la Sociedad Española de Diabetes en el que hace un llamamiento acerca del control de la enfermedad y plantea a los pacientes la necesidad de ser activos para no tener complicaciones.

Con el objetivo de acercar la diabetes al público infantil, normalizar su presencia en los niños y concienciar acerca de la importancia de la educación en salud también se ha utilizado el cuento como una eficaz herramienta de comunicación. Además, en los últimos años, se han vuelto a retomar, convenientemente actualizadas, las ventajas que ofrecen las distintas variantes del cómic (no hay que olvidar que durante los años 50-70 del pasado siglo las historietas de los tebeos gozaron de una época de esplendor como medio de masas en España); asimismo, se están aprovechando las posibilidades del relato interactivo que ofrecen las nuevas tecnologías digitales.