Leer Los niños, la última novela de Carolina Sanín, es entrar en un sumidero narrativo en el que nos precipitamos hasta la última frase del libro, puede que más allá. Es acceder a una realidad que nos atrae y repele, a un miedo entre hechicero e inaguantable, como si mirásemos fijamente a los ojos de un animal salvaje, o nos quedáramos atrapados en una extraña feria, encerrados en el tren de la bruja: gozando del espanto. Algo de turbadora feria infantil tiene una novela que es en palabras de su autora “la historia del encuentro improbable entre una mujer adulta y un niño”, una pareja de la que encontró precedentes claros, más que en la literatura, en la gran pantalla: Gloria de Cassavetes, Estanción central de Brasil, de Walter Salles, Pixote, de Héctor Babenco…Los dos personajes, desde sus extremas soledades, acaban uniéndose como partes del mismo ser humano: un conjunto lleno de claroscuros, un “ángel terrible” que se construye en una narración contada como fábula, como cuento de terror, como un anecdotario en el que se cuela también el humor…Una novela bella en el alcance aterrador que el poeta Rilke le confería cuando escribió Las elegías de Duíno: “Pues la belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos”.

Nadie pertenece a su familia

La familia y la maternidad son dos temas que atraviesan la novela como formas de establecer relaciones entre personas que pueden basarse en la hospitalidad y en el amor, pero también en la violencia de la irrupción del otro en la cotidianidad de uno mismo. Sanín agarra por los cuernos el tópico de la familia orgánica, la creencia de que esa pertenencia es la base indiscutible de nuestra identidad, y, a través de las reacciones de los personajes, consigue desnaturalizarlo, o, al menos, ponerlo entre interrogantes, como ocurre cuando el personaje principal, Laura, reflexiona sobre el niño que le ha llegado como por milagro: “Laura se distrajo. ¿Cómo era que la gente tenía hijos? ¿Dos se volvían uno y hacían otro para volver a sumar con él, cada uno, dos? ¿O al final solo quedaba uno?”.

Resulta cuanto menos refrescante que la autora juegue a desmontar los roles de género y presente la maternidad no como un espontáneo “saber hacer” inherente a la condición de mujer, sino desde el absoluto extrañamiento, desde la curiosidad y la duda: “Se preguntaba si Fidel iba a crecer y cómo se daría ella cuenta de su crecimiento. A veces le parecía que él había alcanzado una edad en la que ya no haría nada que fuera a dejar de hacer.” Las preguntas que el personaje de Laura enuncia son la reacción al incidente que ha creado nuevas posiciones en la vida: la irrupción de la familia. Una familia que se plantea no como el cimiento de la seguridad, sino como una aventura extraña a la que hay que jugar, a un tiempo rechazándola y reclamándola.

“Nadie pertenece verdaderamente a la familia a la que pertenece”, dijo Sanín en la entrevista concedida a Casa América, y señaló a los personajes infantiles de Dickens –claro referente literario de Los niños– que pertenecen siempre a otra familia, a la que buscan o imaginan: son huérfanos que reinventan su procedencia. Un poco, apunta afiladamente Sanín, como sucede con el imaginario latinoamericano y la toma de conciencia de unos orígenes “truncados”: “En la tradición del melodrama mexicano siempre hay un niño o niña que crece y descubre que proviene de otra familia…Esa es la gran ficción latinoamericana, y lo es en parte porque los latinoamericanos somos hijos de no sabemos quién; somos hijos de una violación”.

Sin hilo por el laberinto

Por momentos la novela nos desborda con la narración incontinente de anécdotas; casi desearíamos imponerle cierta moderación, frenar por un momento esa especie de lucidez esquizoide e inconexa en la que todo puede estar contenido, plegado y vuelto a plegar sobre sí mismo. Lo de siempre: tememos lo que se escapa de nuestro control, la libertad de lo múltiple. Preferimos un futuro prescrito a la alucinación del azar y sus posibilidades abiertas. ¿Podemos, ante la incertidumbre, derrotar el vértigo y convertirlo en goce? A algo así nos invita Carolina Sanín con Los niños: a leer por los huecos por los que se va la trama, a imaginar que cualquier cosa podría suceder como reflejo deformado de lo que ya está sucediendo.

En esto se cifra, asegura Sanín, el nacimiento de la literatura moderna: el juego de espejos, los roles intercambiables de actor/espectador en el teatro de la vida, la perspectiva del mise en abyme, la posibilidad del infinito. El infinito, entendámonos, no como campo abierto, horizonte sin límites, sino como laberinto con muros móviles y reubicables (un infinito hacia dentro, un infinito cercado), en el que por si fuera poco no contamos con el hilo que guiaba a Teseo. En una de sus columnas en la revista Arcadia, Carolina Sanín escribe: “Quiero apartarme del hilo, de la persuasión, e imagino que tal vez reportando la secuencia de los días como una alternancia entre fábulas y anécdotas, podré encontrar una distensión en el alambre, un hueco para pasar por debajo de la cerca y caminar hasta la siguiente cerca, a sabiendas de que no se puede llegar lejos ni salir.”

La escritora hace de ese mundo de posibilidades cercadas la estructura de una novela tan dilatada como angosta, recuperando la descripción que Ortega y Gasset hacía de los fines de la misma: “La novela no tiene que ampliar el horizonte del lector, sino angostarlo, aprisionarlo en un horizonte hermético e imaginario que es el ámbito interior de la novela”.

La ficción que demuestra la realidad

En un poema de William Wordswoth, un hombre le pregunta con insistencia a una niña cuántos hermanitos tiene. “Siete en total” responde ella “dos de nosotros yacen en el cementerio”. Ante la incredulidad del hombre, que le corrige que entonces sólo pueden ser cinco, ella insiste: “sus tumbas están verdes” y acaba: ¡Oh, señor, somos siete!

El poeta romántico está avalando mediante la mirada infantil la existencia de otro tipo de lógica, difícil de asumir para algunos, conocida para los que buscamos en la ficción la forma de expresarla y reconocerla. Carolina Sanín lo argumentó en su entrevista en Casa América con estas palabras: “la ficción es una demostración de la realidad, prueba que la realidad material no es la única. Algunas cosas parecen existir menos que otras porque son menos visibles, pero eso no significa que tengan una calidad menor de realidad.”

En Los niños se conjura esta realidad porosa en la mirada de sus dos protagonistas: el niño Fidel y Laura, la mujer con la que empieza a vivir. La presencia del niño hace que la realidad se reinvente, que tenga que ser nombrada por primera vez; cuando Laura le cuenta algo a Fidel –cuando alguien le cuenta algo a un niño– también está ofreciéndole una lectura del mundo, una propuesta para nombrar la realidad. En este sentido, la novela distingue de una forma más bien cómica a los personajes que utilizan la imaginación al leer la realidad y los que carecen completamente de ella, como la vígil que acompaña a Fidel desde el orfanato y que, mientras el niño juega a hacerle fotos a unas orquídeas con una cámara recién fabricada, boicotea el intento con la lógica parva de la imposibilidad: ““Que la cámara no tiene papel”; “aunque hubiera sol y papel, la foto no saldría en colores”, etc.

La narrativa que Sanín propone es una especie de antídoto contra el vaciado imaginativo que catapulta nuestra lectura de la realidad cuando llegamos a la edad adulta; una invitación a la inventiva, a la interacción entusiasta de los niños –“todos llenos de cosas, como casas encantadas”–, y también, por qué no, a la ensoñación o a la distracción como formas de combatir la impostura de los que nos obligan a una lectura rasa de la realidad. Una apuesta por la distracción, que es –decía Octavio Paz– “la atracción por el reverso de este mundo”.


los niños carolina saninLos niños
Carolina Sanín
Siruela
Nuevos Tiempos 306
Rústica con solapas (Disponible en EPUBKindle)
154 p