-Un enfermero de la residencia, sin duda -se detuvo para ponerse la máscara y aspirar el oxígeno hasta que pudo continuar-, vendrá cuando se entere de que estoy fiambre. Por eso es importante que lo anuncies en redes sociales o donde se te ocurra. 

Mendoza me explicó que aquel enfermero no vendría a presentar sus respetos, sino a asegurarse de que realmente estaba muerta la única persona que sabía lo que había hecho.

-Es un asesino múltiple -me explicó-. Yo lo sé -paró unos segundos-. Y él sabe que yo lo sé.

Aunque hemos destapado a muchos delincuentes, hemos desenredado madejas enmarañadas y hemos hecho justicia a nuestra manera, no han sido muchos los asesinatos en los que nos hemos metido. Sé que a Mendoza, como a Holmes o Poirot, le motivaban los crímenes y se le notaba orgulloso de haber descubierto a un asesino múltiple solo con el sentido del oído.

Mendoza me explicó punto por punto lo que quería que hiciera; y el pasado lunes, 20 de abril, me vi retransmitiendo por streaming el velatorio de mi amigo desde el salón de casa y a través de la página de Facebook de la residencia.

Como me había pedido expresamente, había avisado al comisario Munía, le había explicado la situación y él acordó enviar a dos agentes que se harían pasar por operarios de la funeraria por si aparecía el enfermero. Y así fue. Ese mismo día, a media mañana, llamaron al telefonillo. Era él. Miré el cuerpo de Mendoza tumbado dentro del ataúd y me llenó de ternura. Los policías, vestidos con traje y corbata negros, asintieron con la cabeza para indicarme que estaban preparados.

Camuflado tras una mascarilla quirúrgica, unas gafas de plástico y un equipo de protección de cuerpo entero con capucha, el tipo empujó la puerta con sus manos, también protegidas por unos guantes. Podría ser cualquier persona, pero todos sabíamos quién era. Yo me había aprendido el guion que había ideado Mendoza y comencé:

-Imagino que es usted Manuel, de la residencia, ¿correcto?

-Ehhh… -dudó-. Así es, ¿cómo sabe…?

-Usted probablemente no pudo conocer bien a mi amigo, pero tal vez haya oído hablar algo sobre sus… digamos capacidades -observé toda aquella tela y el plástico cubriéndole la cara, pero imaginé su asombro ahí debajo-. Ernesto Mendoza me dijo que la única persona que vendría a verle muerto sería usted -los falsos operarios de la funeraria, de pie cerca de la puerta, simulaban anotar algo en sus cuadernos-. ¿Quiere verle? -le invité a pasar al salón, donde estaba el féretro. Cuando comenzó a caminar hacia allí le paré-. Los zapatos, por favor. Tengo que pedirle que se los quite –“eso le impedirá escapar, si lo intenta”, me había sugerido Mendoza.

-¿Es cierto que despertó del coma? -me preguntó antes de llegar al ataúd.

-Totalmente cierto. Un milagro, desde luego; aunque desvariaba mucho. Creía que yo era su padre y no paraba de hablar de asesinatos en la residencia. A usted, por ejemplo, le nombró muchas veces. Decía que había matado al menos a cinco ancianas y a un tapicero que trabajaba para la residencia. Imagínese -y comencé a reírme lo mejor que supe; sobreactúas, me habría dicho mi amigo en ese momento si se hubiera podido levantar de la caja de madera.

-¿Eso le dijo? -preguntó Manuel con tono neutro, intentando disimular su miedo o su sorpresa; y enseguida continuó andando-. ¿Puedo verle?

-Por favor -extendí mi brazo derecho como el torero que muestra la muleta al toro; y el enfermero pasó al salón; miré hacia atrás y vi a los dos agentes de policía situándose junto a la puerta para impedir definitivamente la huida.

Llegamos junto al féretro y Manuel observó el cuerpo de Mendoza, que estaba completamente vestido de negro, con los manos cruzadas sobre la tripa y un revólver agarrado con la mano derecha, y cubierta la cara por una máscara de médico de la peste negra.

-Como no hay mascarillas en las farmacias era la única protección que tenía en casa -le aclaré porque sabía lo que se estaba preguntando-; no quiero que a pesar de muerto siga incordiando y contagie a cualquiera de nosotros. Y lo del revólver, bueno… era muy fetichista… -Mendoza quería que aquel hombre se sintiera acorralado y encontrara en aquella arma una escapatoria.

-Yo voy muy protegido, ¿le importa si…? -como Mendoza había intuido, el enfermero quería asegurarse de que era él y quería quitarle la máscara.

-Sí, adelante, pero tenga cuidado, el arma está cargada; mi amigo ha hecho unas peticiones muy raras para la liturgia de estos momentos; y, por favor, vuelva a colocarle la máscara inmediatamente -así lo hizo, y se notó en su respiración el alivio obtenido con la contemplación del rostro de mi compañero de piso debajo de aquel pico de pájaro hecho de cuero.

-Descanse en paz -dijo, y con un gesto amenazó con desandar lo andado para acabar con su visita.

-Espere, hombre, espere. Mendoza le ha dejado algo escrito. Tengo un sobre. Me pidió que se lo entregara a la policía, pero no quiero que se rían de mí. Decía que era la historia de cinco asesinatos que usted había cometido. Pensé que igual querría leerlo -el hombre se quedó petrificado, como habíamos imaginado y me acerqué a la cómoda en la que había dejado el sobre; lo cogí y se lo entregué-. ¿Realmente existen unas ancianas en su residencia llamadas Juana, María Rosa, Sonsoles y Rosario? ¿Y un tapicero llamado Carlos Javier? -le pregunté a bocajarro.

-Pero… -hacía años yo estaba acostumbrado a esa sensación, a la desestabilización de quien se siente mágicamente descubierto; la había echado de menos.

-No se preocupe, sé que mi amigo tenía muchas fantasías. También sé que sabía ver lo que nadie más veía…

-Bueno, sí, me suenan esos nombres, no sé -abrió el sobre y sacó las hojas manuscritas y las observó sin mirarlas, cruzando decenas de pensamientos en su cabeza.

-Mendoza decía que el tapicero le pilló asesinando a una anciana y usted tuvo que acabar con él, ¡jajaja! -aquella carcajada sonaba creíble-. Decía que guardó el cadáver debajo de su cama, la de Mendoza, durante varias horas; luego, de madrugada, lo arrastró y probablemente se lo llevó en su coche. ¿Qué tiene que decir sobre eso, caballero? -le pregunté con voz engolada.

-¿Cómo?, ¡qué barbaridad! ¿Cómo se atreve?

-Es broma, Manuel, tranquilo -le mentí-. Pero fuera de bromas sí quería preguntarle algo, porque Mendoza insistía mucho en ello -me miró fijamente a través de toda aquella protección-: ¿todas esas mujeres le querían mucho a usted?

-Pues… sí, se podría decir que sí.

-¿Le pagaban unas propinas o un sobresueldo estas mujeres?

-¿Cómo?

-Es que, verá, los apuntes de Mendoza -le señalé las hojas que Manuel sujetaba con sus manos- dicen que usted usó sus cartillas o sus tarjetas de crédito o incluso hizo transferencias desde sus cuentas.

-Esto es inadmisible. No tengo por qué…

-Mire, tiene usted razón, Manuel -le interrumpí sin pudor-. Se merece que le hable con claridad -me acerqué retando las recomendaciones de las autoridades sanitarias sobre la distancia de seguridad, y probablemente yo todavía estaba en disposición de contagiar-. Me da lo mismo qué hay de verdad y qué no en las teorías de Ernesto Mendoza, pero si en estas páginas hay un pequeño, minúsculo, diminuto atisbo de realidad, se le va a hacer incómodo que vaya a hablar con un amigo comisario de policía, ¿no cree? – sus ojos se incendiaron e intuí que ahí debajo su cara entera se transformaba en ira-. Pero yo solo creo que usted ha sacado un dinerillo de unas pobres ancianas que ya no lo iban a aprovechar, y yo ando muy mal, para qué le voy a engañar. Necesitaría que, igual que yo comparto estas fabulaciones -volví a señalar las hojas manuscritas-, usted compartiera un poco de ese dinero, ¿verdad?

-Está usted loco -hizo un ademán de levantarse, pero con poca convicción, demostrando que su intención no era dejar la conversación en ese punto.

-No le digo yo que no, pero un loco necesitado de liquidez. ¿Y sabe qué? Que Mendoza hizo unas fotos del momento en el que usted sacaba el cadáver del tapicero de su habitación. Ya había despertado para entonces, claro. Y también tengo esas fotos… en otro sobre -sonreí.

El tiempo se detuvo y mi corazón se aceleró. Todo estaba yendo como Mendoza predijo. Tal vez había pasado a desvelar el farol de las fotos demasiado pronto, pero no me veía capaz de alargarlo más. Aunque contaba con el comodín de los dos agentes de policía que estaban en el vestíbulo, preparados para detener al enfermero, esperaba que se cumpliera lo que había imaginado mi compañero de piso. Según ese plan, el asesino trataría ahora de quedarse a solas conmigo en una habitación, recuperar las fotos y tal vez golpearme o herirme, en el mejor de los casos coger el revólver y amenazarme; y ahí es donde yo debía esforzarme para que confesara.

-Estará tan confundido que no le costará creerse que existen esas fotos y querrá verlas y hacerse con ellas cuanto antes -me explicó Mendoza-. Tendrás que mostrarte frío y exageradamente inmoral, interesado solo por la pasta. Dile que seguro que esas viejas se iban a morir igual y que como no las conocías te da igual lo que les hiciera. Dile que te dé el dinero y os olvidáis de todo. ¿10.000 euros te parece bien?

A partir de ahí todo fue muy rápido. Me amenazó, incluso me agarró el brazo con fuerza, efectivamente cogió el revólver que sujetaba Mendoza y me apuntó. Le recordé que estaban los operarios de la funeraria unos metros más allá. Y entonces soltó lo que estábamos esperando:

-Si hace falta me los llevo por delante también. Si he matado a cinco no me cuesta nada acabar con dos o tres más.

Con la calma que me daba saber que el arma no estaba cargada y que había dos policías muy cerca, le pedí que me contara qué se sentía al matar, que solo con saber eso le daría las fotos, no quería su dinero. Reconozco que eso lo improvisé, pero no salió mal.

-Eres morboso, ¿eh? Se siente poder. Ver cómo se apaga la luz de los ojos de una persona es como un orgasmo salvaje. La primera vez fue casi sin querer, pero el placer es tan grande que engancha, y tú no me vas a joder. Dame las putas fotos.

-¿Quién fue la primera? ¿Y por qué matar al tapicero?

-Haces muchas preguntas. Dame las fotos o disparo.

-La última, de verdad. Solo quiero saber por qué el tapicero.

-Se metió donde no debía; entró en la habitación de María Rosa cuando le estaba haciendo unas fotos que… bueno, que metió las narices y no me podía permitir dejarle ir. ¡Las fotos! ¡Ya!

-Cállate, miserable, que ya tengo todo lo que quería, está todo grabado -saqué mi móvil del bolsillo para enseñárselo-. ¡Agentes, cuando quieran! -llamé.

-¡¡Hijo de puta!! -gritó él mientras apretaba compulsivamente el gatillo sin que nada pasara, claro.

En unos segundos, los policías le tenían esposado; Manuel no opuso resistencia. Y se derrumbó cuando observó cómo se levantaba el cuerpo de Ernesto Mendoza y, una vez incorporado sobre el ataúd, levantó los brazos para retirarse la máscara de pico de pájaro y abrir los ojos. Sí, mi querido amigo se había recuperado de la COVID-19 y estaba de vuelta. Había organizado aquel teatrillo para atrapar al asesino del tapicero y de al menos cuatro ancianas de su residencia. Dos días antes, le había llamado y le había dicho, con voz débil y entrecortada, que había salido del coma pero se estaba muriendo, que sabía que había asesinado a varias personas y que si conseguía sobrevivir al coronavirus iría a por él. Ese fue el eficaz anzuelo que lo trajo a nuestra casa cuando vio en la página de Facebook de la residencia el mensaje que anunciaba su muerte y el enlace al streaming de su velatorio que yo les envié.

Miré a mi amigo y vi en su cara la alegría de sentirse vivo y casi totalmente recuperado. Fue unos días antes cuando yo me había dado cuenta de que Mendoza estaba de vuelta. Como recordarán, una de las primeras cosas que hizo cuando le traje a casa fue adivinar mi relación con Gala, su nombre, que era profesora, rubia, alta, inteligente, que tenía hijos. Cuando no pude resistir más y le pregunté cómo sabía todo eso, me dio una de sus explicaciones llenas de vanidad y una lógica aplastante que me desmoronó, como en nuestros mejores momentos:

-Veo que no has aprovechado estos ocho años para espabilar, Santi. Es todo tan sencillo que me da un poco de vergüenza ajena tener que describir el proceso mental, y ya sabes que esas cosas me agotan, pero bueno, es fácil. En primer lugar, hay otro cepillo de dientes en tu cuarto de baño; alguien duerme aquí con cierta frecuencia. Sois tan cursis que con el vaho del agua caliente ha salido en el espejo un corazón con una “S” y una “G”. Su nombre empieza por “G”. Te oí comprar unas flores por teléfono y pediste que se entregaran el 6 de abril. Cierto es que podría ser su cumpleaños, vuestro aniversario… pero dijiste claramente que la tarjeta dijera “Feliz santo”. ¿Y qué se celebra el 6 de abril? Santa Gala. ¿Ves como es demasiado fácil? Y sabemos que es rubia, claro, por algo tan simple como que hay pelos rubios en varios jerseys tuyos.

-¿Y acaso dije también que es profesora de Instituto y que tiene hijos?

-A mis ojos, sí. El calendario que hay en la cocina tiene varias cosas marcadas con letra de mujer. En un fin de semana de cada dos pone “niños”, lo que me indica que tiene hijos y está separada o divorciada, porque le tocan los niños en fines de semana alternos. Y a finales de abril hay varios días seguidos en los que pone Exámenes 3ª evaluación. No puede ser más que profesora de un colegio o de un instituto. Ahí me atreví a arriesgar; como vi que había estado leyendo u hojeando Rayuela, pensé que no era propio de una profesora de primaria.

-¿Rayuela?

-Sí, en nuestro salón están todos los libros bien colocados y con su capita de polvo menos Rayuela, que está al revés y sin polvo, luego se ha movido recientemente. Como eres muy maniático para esas cosas, quien ha cogido y vuelto a colocar ese libro ha sido otra persona, por cierto no especialmente bajita, porque la estantería es alta.

Sí, Ernesto Mendoza está de vuelta y mejor que nunca. A parecer, durante estos ocho años ha absorbido todo lo que oía: la lectura diaria de Lola de noticias, ensayos y novelas; la radio que ponían en la residencia a todas horas; las conversaciones a su alrededor. Está al tanto de todo, desde luego más que yo.

Ahora, ya recuperado de la infección, está dispuesto a resolver nuevos misterios. Como en épocas anteriores, pueden dirigirse a nosotros a través de los comentarios (aquí abajo), en Twitter (@santilucano) o en mi correo personal (santiagolucano@gmail.com). Si tienen enredos por resolver o retos para Mendoza, no duden en contárnoslo. Y si tienen alguna petición para este juntaletras, díganmelo.

Como imagino que tendrán que hacer pan casero, salir a pasear con sus hijos ahora que ya pueden, hacer ejercicio en casa, salir al balcón a aplaudir y bailar el Resistiré, no les aburro más por hoy. Y esta mañana de Día del Libro, Ernesto Mendoza me grita:

-¡Di a los lectores de hoyesarte.com que, como tienen que quedarse en su puta casa, aprovechen el tiempo para leer algo!

Hasta la próxima semana.

Escritor de ustedes. Para ustedes. Con ustedes.