La novela no es tal, es en realidad una impagable lección de periodismo escrita por un periodista. Es la crónica sobre el conflicto de Irlanda del Norte. Es el retrato de unos años, de los setenta a los noventa, y de una ciudad, Belfast, en los que el horror formaba parte esencial del paisaje: las ejecuciones, las desapariciones, los atentados, los linchamientos, los francotiradores, las delaciones, las torturas, los muros, las alambradas, las puertas y ventanas tapiadas, la pobreza, la miseria, la orfandad, los abusos, el miedo. Tal y como sucede no en los disturbios por intensos que sean, sino en las guerras. Y como en las guerras, la vida sigue y los críos salían a corretear por las calles cuando los tiroteos cesaban y los incendios se extinguían.

En No digas nada, Patrick Radden Keefe analiza el enfrentamiento fanatizado en todas las variables posibles, entre Irlanda del Norte e Inglaterra, entre unionistas y lealistas, entre católicos y protestantes o entre partidarios y no partidarios de la violencia como fórmula para alcanzar objetivos políticos, pero sobre todo este periodista de The New Yorker retrata unas cuantas vidas en sus años más convulsos. La de Jean McConville, una viuda sin apenas recursos y diez hijos a su cargo a la que secuestró e hizo desaparecer el IRA; la de las hermanas Price, Dolours y Marian, que se enrolaron en el IRA, viajaron a Londres a poner bombas (lo que en España con ETA, en los noventa, conocimos como socialización del sufrimiento), fueron detenidas y protagonizaron en prisión una de las huelgas de hambre más mediáticas que se recuerdan; o la de los dos amigos primero, enemigos después, que fueron Brendan Hughes, uno de los jefes militares del IRA y un tipo con algunos escrúpulos entre tanto exaltado sin escrúpulos, y Gerry Adams, el que fuera hasta hace un par de años el presidente del partido Sinn Féin.

Y cuenta Radden también la peripecia de unos cuantos secundarios más, casi todos fervientes defensores del republicanismo irlandés, entre ellos algunos psicópatas y agentes dobles, la mayoría convencidos desde niños que los ingleses son una fuerza de ocupación que hay que expulsar de la isla por los medios que sean. De todos proporciona suficiente información para que el lector juzgue por sí mismo y saque sus propias conclusiones.

Predomina en los casos más célebres –Dolours Price, Brendan Hughes…– una pulsión autodestructiva cuando van cumpliendo años, desaparece el vértigo, desciende la adrenalina, se difumina el protagonismo, amenaza el olvido y hay más tiempo para pensar en el pasado, en las barbaridades del pasado. Por un Gerry Adams revolucionario que muta en político fotogénico, capaz de codearse con estadistas y esquivar con éxito todos los ataques de enemigos y examigos sobre su pasado, hay muchos, muchos más, que cayeron más pronto que tarde en esa amargura –“sumidos en una bruma de alcohol y medicamentos”– que siempre provoca preguntarse para qué sirvió tanto dolor, tanta atrocidad, tanta muerte. “Muchos han perdido pero quién ha ganado”, cantaba Bono de U2 en Sunday Bloody Sunday.

Es inevitable tener la sensación de que Adams cuidó sus movimientos con la ambigüedad del que adivinaba que los acuerdos del Viernes Santo de 1998, que pusieron fin al conflicto, acabarían por llegar y que le convendría tener un discurso sobre su pasado válido para estar a bien, según toque, con unos y con otros.

El relato de Radden empieza en el Belfast de 1972, en ese Belfast donde nadie se sentía seguro (“uno se metía en un sitio para escapar de un tiroteo y volvía a salir por temor a una bomba”) y, lo que es peor, todo el mundo se conocía y no pocos se espiaban. Y lo hace con el citado secuestro y asesinato de McConville, sospechosa de trabajar para los británicos; todo ello en un ambiente muy marcado por el enfrentamiento entre protestantes y católicos, malencarados entre sí las veinticuatro hora del día pero prácticamente igual de pobres. Porque puede que tuvieran más privilegios los protestantes pero el desempleo se cebaba con las dos partes.

Javier Reverte, que antes de escribir libros de viaje ejerció de corresponsal en Londres, fue destinado a cubrir las consecuencias del espeluznante Domingo Sangriento (30/01/72), la manifestación que se saldó con la muerte de trece católicos a manos de paracaidistas ingleses. Pues Reverte contaba en sus memorias de esos años que no podía dejar de preguntarse cómo era posible que “dos comunidades, a las que unían la escasez y la pobreza, podían odiarse a causa de la religión y de la Historia, en lugar de combatir hombro con hombro contra quienes los explotaban”.

McConville era una de esas desgraciadas que malvivía en un horroroso bloque de pisos hasta que un grupo de encapuchados se presentó en su casa y se la llevó delante de sus hijos, “algunos tan pequeños que no habían elaborado todavía un catálogo amplio de recuerdos”. Su desaparición, los motivos, la identidad de los que ejecutaron la orden y de los que la dieron, las secuelas para la familia y la búsqueda de sus restos mortales constituyen el hilo conductor de un libro terrible y admirable.

Admirable si tenemos en cuenta el extraordinario esfuerzo que ha tenido que hacer al autor para recopilar testimonios entre tanta negativa a hablar: “Parecería extraño que acontecimientos de hace casi medio siglo pudieran provocar tanto temor y angustia, pero en Belfast la historia está viva y es peligrosa”.

Un trabajo que desliza preguntas incómodas sin respuesta y que en esa reconstrucción de los años más duros del conflicto, en esa investigación que busca arrojar algo de luz sobre las verdades ocultas, acaba por ofrecer un impagable recuerdo a las víctimas de aquella violencia, especialmente a esa veintena de desaparecidos representados en la persona de Jean McConville.

Una obra maestra contra el olvido y los encapuchados.


No digas nada

Patrick Radden Keefe

Traductor: Ariel Font Prades

Editorial Reservoir Books

543 páginas

22,90 euros