Vestíbulo de la Estación Sur. Me acerco al mostrador de la venta de billetes. Me inclino delante de la ventanilla y pregunto por el primer autobús a Linares.

– ¿Y llega?
– A las 15.30 ¿Ida y vuelta?
– Ventana, por favor.
– Treinta euros. ¿Con tarjeta? –me desliza el datáfono por la rendija. Dársena seis.

Treinta monedas de plata que me franquean el acceso a la dársena seis y a un asiento reclinable, junto a la ventana, al lado de otro asiento que ocupará un extraño, ignorante de los diez caracteres. «Murió padre». He echado en una bolsa dos calzoncillos, dos pares de calcetines, una camisa limpia y los pantalones oscuros. También un libro para el viaje. «Murió padre». Deambulo por la dársena haciendo memoria de cuando lo vimos aparecer en el templo. «Mira, llegó padre a despedirla», y él se acercó hasta nuestro banco y tú y yo dimos dos pasitos laterales para dejar que ocupara un lugar junto a nosotros. «Murió padre». Son las 15.25 y yo, como Gary Cooper, peso los minutos que faltan.

– ¿Para Linares? –pregunta la mujer que arrastra una maleta con ruedas.

Señalo con una elevación de barbilla y me coloco en la fila. Subo al autobús con la misma desgana con que subía al autobús del colegio. El asiento contiguo permanece vacío. Trato de conjurar, con una tos impostada y la mirada de Gary Cooper, la amenaza de que alguno de aquellos viajeros que avanzan por el pasillo, igual que soldados americanos en una selva de Vietnam, decida sentarse junto a mí. Pero mis plegarias quedan desatendidas.

– Tiene que ser difícil leer con toda la gente alrededor y el traqueteo del autobús, aunque las carreteras son ahora mejores que las de antes. Yo recuerdo cuando había que atravesar Aranjuez y Despeñaperros. ¿Qué me dice de Despeñaperros? Ahora, con la variante, ni te enteras, pero antes…por lo menos cuarenta minutos en atravesar Aranjuez. 90 kilómetros por hora y sin aire acondicionado. Y si te tocaba detrás de un camión en Despeñaperros… En comparación esto parece una nave espacial…

– Lo es –digo para mí.
– ¿Qué?
– Leer.
– ¿Leer qué?
– Que es difícil leer con gente alrededor.

«Murió padre». Todavía en la M-30. Miro alrededor y no encuentro ningún asiento libre donde huir del ocupante del asiento contiguo. Los camiones regresan de Mercamadrid con los remolques vacíos. Juego a descifrar los rótulos de los camiones, como jugábamos a descifrar las siglas cuando viajábamos al Sur en el mil cuatrocientos treinta. «Sociedad Española de Automóviles de Turismo». «Tren Articulado Ligero Goicoechea y Oriol». «Instituto Nacional de Industria». «Alta Velocidad Española». Más tarde jugaríamos a descifrar los jeroglíficos que quedaban esparcidos sobre el suelo mojado de las tardes sin él. Ahora, los rótulos de los camiones sugieren otros proyectos de vida: «Transportes Manfer» ¿Manuela y Fernando?, «Autocares Yolcar» ¿Yolanda y Carlos?, «Grupo Fergar» ¿Fernández y García?

El viajero a mi lado no detiene la cháchara. Echo mano de los auriculares, pero me doy cuenta de que los he debido dejar olvidados en la repisa, mientras guardaba en la bolsa las cuchillas de afeitar, los calzoncillos, los calcetines, los pantalones oscuros, la camisa limpia. No importa. Puedo escoger entre el reguetón del muchacho de delante –»a ella le gusta la gasolina (dame más gasolina); cómo le encanta la gasolina (dame más gasolina)»–, la música tecno que llega desde la zona media o los gritos de los hinchas de los asientos de atrás, que no se cansan de jalear los goles de Vinicius. Dejo el libro abierto sobre mis piernas.

– ¿Ve cómo difícil leer con toda la gente alrededor? Yo siempre traigo los auriculares. No se crea, que yo también leo, pero me mareo en el autobús ¿Usted se marea? Aquí me entretengo con TikTok. Hay que ver las cosas que hace la gente por aparecer en las redes sociales. El año pasado se mataron unos chinos en Portugal por hacerse un selfie en un acantilado.

Cierro el libro, dejo caer la nuca sobre el reposacabezas y cierro también los ojos. No quiero abrirlos, a ver si el ocupante del asiento contiguo deja de murmurar gilipolleces de una vez. No tengo ganas de hablar con él. No tengo ganas de hablar con nadie. No sé qué hacer para que se dé cuenta de que no quiero hablar y me deje en paz de una puta vez. Me giro hacia la ventana y hago un gurruño con el jersey para apoyar la cabeza y simular que dormito. «Murió padre». Las torres de alta tensión me parecen la misma torre de alta tensión que se repite, que se repite, que se repite. Si el viaje durara lo que la vida de padre cada una de aquellas torres representaría ¿qué? ¿dos meses, tres meses? Madrid-Linares: trescientos kilómetros. Los pájaros se encaraman a los cables y las cigüeñas, ajenas al peligro de una descarga, tejen sus nidos en lo alto de aquellas torres que me recuerdan a Mazinger Z.

– ¿Va usted a Linares? Yo nací en Linares, pero de niño me trajeron a Madrid. Mi padre trabajaba en la Standard, en Villaverde, hasta que la cerraron. De San Cristóbal de los Ángeles. Dios, cómo ha cambiado aquello. Ni la madre que lo parió reconoce el barrio…

Echo de menos las bocinas de los camiones, las luces de los coches que vienen de frente y nos avisan de la patrulla de la Guardia Civil, las curvas de Despeñaperros. La realidad de los olivos por todas partes, la merienda en Puerto Lápice. Padre detenía el mil cuatrocientos treinta en Puerto Lápice, junto a la estatua de Don Quijote. En aquella venta servían duelos y quebrantos. Yo no me atrevía a preguntar qué eran duelos y quebrantos, que me sonaban a las consecuencias de un castigo, y pedía una Fanta de naranja. Nos compraban una bolsa de patatas fritas y madre sacaba de una bolsa los filetes empanados y un huevo cocido para cada uno. «No se admiten meriendas». El autobús frena. Escucho las bocinas de los tractores que cortan la carretera y las sirenas de los antidisturbios que aceleran por el arcén.

Nos quedamos parados junto a una torre de alta tensión, como si la vida de padre quedara también detenida en el mismo lugar, igual que cuando él tenía que cambiar el neumático pinchado; el coche en el arcén, arrimado al guardarraíl, nosotros fuera del coche, mirando cómo lo iba alzando con el gato, cómo retiraba las tuercas y después encajaba la rueda de repuesto, lo mismo que los mecánicos en las carreras de Fórmula 1. Luego llegaba la preocupación de madre por si volvíamos a pinchar. «¿Qué hacemos si volvemos a pinchar?». «Murió padre». Escribo un mensaje en el móvil: «No creo que llegue a tiempo». Recibo como respuesta varios signos de interrogación colocados en la pantalla como los soldados que rinden honores a un mandatario extranjero. «Tractorada», respondo.

– No, si yo los entiendo, pero que se vayan a cortar el tráfico a la Carrera de San Jerónimo o al Palacio de la Moncloa y que no nos fastidien a la gente normal, que yo también trabajo y no tengo la culpa de la política agraria común, ni de las subvenciones, ni de que los franceses vuelquen la carga de los camiones. Que yo también tengo familia en el campo y sé lo que es el trabajo allí. Lo que pasa es que las multinacionales les imponen los precios y los márgenes ¿sabe? son cada vez menores. Y no les dejan usar pesticidas, pero en Marruecos pueden usar los pesticidas que les salga de los cojones.

Abro el libro y trato de leer a pesar del reguetón, de la música tecno, de los goles de Vinicius y de las explicaciones sobre las movilizaciones agrarias que rescata de los lugares comunes el viajero que se sienta a mi lado.

– A ver cuándo vamos a llegar a Linares.

Cierro el libro, apoyo la nuca en el reposacabezas y cierro también los ojos. «Murió padre», leo en la pantalla del móvil. «Murió padre», digo en voz alta, casi en un reflejo.

– ¿Cómo dice?
– Nada.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convoca la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen una única obra.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024

Fallo: 22 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

 

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