En buena hora, andaban los tres cerca de los noventa y los primos, que habíamos jugado juntos en las reuniones familiares de la niñez, tuvimos oportunidad de reencontrarnos y ponernos al día en los pasillos del Hospital Británico, en los salones velatorios de la empresa Martinelli o en los senderos arbolados del cementerio de El Buceo. Porque los miembros de cualquier familia de cierta prosapia en Montevideo se mueren en el Británico, se velan en Martinelli y se entierran en El Buceo. Hay tradiciones que los blancos (1) católicos no podemos romper sin provocar escándalos.

Mi padre fue el primero en hacer el check-in en el Hospital y el último para el check-out, cuando al fin resolvimos matarlo. Por lo tanto, durante los tres meses de la internación, los otros dos hermanos llegaron en la ambulancia y salieron con los pies para adelante en el furgón de los funebreros. Del primero, él no llegó a enterarse: no le dijimos nada para no inquietarlo y, como tenía alzhéimer —además de la neumonía que lo recluyó en esa habitación calefaccionada y luminosa durante ese invierno crudo—, no sospechó de la cantidad excesiva de visitas de cuñadas y sobrinos.

De Guido, el segundo de los tres, tuvimos que decirle. En parte porque era el hermano mayor y el más cercano a él, y en parte porque una serie de malentendidos entre los primos y los hijos —subestimamos sus pocos momentos de lucidez— lo llevaron a olfatear algo extraño.

Cuando el mayor de mis tíos agonizaba, uno de sus hijos pasó a ver a mi padre. Mi viejo, que nunca llegó a perder algunos de sus modales de caballero, le preguntó con cortesía:

—¿Y cómo anda Guido?

—Y… ahí. Tirando —dijo Javier, nervioso, mientras nos veía gesticular al otro lado de la cama—. Bien —concluyó, o mejor dicho se corrigió, antes de pasar sin transición a comentar el último partido de Nacional.

—¿Bien o tirando? —insistió el viejo, avispadísimo.

—No, no, anda bien.

Al día siguiente Guido se murió, tuvimos velorio y entierro.

Antes de ir al velorio hice mi visita diaria a la habitación 408 y encontré a Marlene sola con papá. Marlene era la cuidadora vespertina, tenía mi edad y, como nos afligían desgracias parecidas, nos hicimos bastante compinches. A los cincuenta y tres años, a ella la dejó el marido y a mí me despidieron del laburo. Las dos nos quedamos con un enorme espacio vacío en la vida, aunque yo le envidiaba, no exactamente ese trabajo sino el hecho de tenerlo; y ella a mí, el marido. Supongo que cada una de las dos pensaba que lo propio era peor, pero todavía creo que yo era la más jodida porque, encima del desempleo, me quedaba el marido.

Las visitas a mi padre no eran muy largas, me sacaban las contracturas de mi casa helada mientras le leía el Romancero Gitano hasta aprenderme por fin de memoria los versos que él me recitaba de niña y yo le pedía: «Papá, ¡el que se murió de perfil!». Y él se paseaba por el dormitorio a oscuras y sólo se oía su voz profunda y la música de García Lorca me fascinaba sin entenderla: «Voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir. / Voces antiguas que cercan / voz de clavel varonil.».

A veces bajaba el nivel y le cantaba «Los negros de La Habana» (De los negros de La Habana, soy el negrito más guapetón / el único que se pasea con su negrita por el malecón /…) con una coreografía cercana al pole dance, cuando el ánimo se le ponía un poco libidinoso y se reía como un adolescente en lo peor de la edad del pavo.

Esa tarde, al no ver a mi madre y con mi distracción habitual, pregunté:

—¿Dónde está mamá?

—Se fue al velorio de Guido —dijo mi padre, sorpresivamente lúcido—. ¿Sabés que se murió Guido?

—Ah, te dijeron. ¿Quién te contó?

—Tu madre, se fue al velorio de Guido. ¿Sabés que se murió Guido?  —repitió—. Me acuerdo de Guido.

Le contesté que sí, que ya sabía, que dentro de un rato yo también iba a ir al velorio y que qué lástima, pobre Guido.

—¿Sabés que se murió Guido?

—Sí, papá, pobre Guido. Ahora está en el cielo.

—Pero es muy raro —siguió él—. Hoy pasó… este chico… no sé el nombre, un hijo de él, y me dijo: Está lo más bien.

—¿Ignacio, Javier, Felipe?

—Javier, creo.

—Bueno, cuando vino Javier, Guido todavía no se habría muerto.

—No, no. Habrá venido hace cinco minutos —mientras papá hablaba, Marlene me miraba y asentía, como para confirmar que no desvariaba—. Yo le pregunté: ¿Y cómo anda Guido?, y me dijo que bien. Y entonces me acordé de que se había muerto. Cómo, le dije, ¿no se murió? ¡Ah!, sí, es cierto, tenés razón, se murió, dijo. Se había olvidado. ¡Y es el padre! Es muy raro —repitió, con los ojos llenos de cataratas y preguntas.

A mí casi me da un tremendo ataque de risa. Más tarde, mi primo Javier y yo tuvimos que salir del velorio porque nos tentamos como niños. Aunque de niños no nos reíamos de nuestros padres y, al menos conscientemente, no pensábamos en matarlos.

No sé a quién se le ocurrió primero la idea de matar a mi viejo, pero a mí me rondaba en la fantasía desde mucho antes de la internación, a medida que el alzhéimer avanzaba. A veces desistía porque pensaba que mi madre y mis hermanos nunca me lo iban a perdonar, y otras, porque me deprimía imaginar las visitas de mi marido y mis hijos a la cárcel de mujeres de Cabildo. De todas formas ya había encontrado la manera: pensaba robarle a mamá, que es diabética, unas dosis de insulina y, lo único que me impresionaba, era el momento de pincharlo. Con la internación por la neumonía el asunto se puso más fácil, porque el suero me evitaba tener que pincharlo a él, era cuestión de pinchar el tubito de plástico. Y entonces irrumpían en mi cabeza los reproches familiares y desistía. Creo que Cabildo me molestaba menos, porque estaba tan estresada que percibía la estancia en la cárcel como unas vacaciones.

Cuando mis primos resolvieron matar a Guido en apenas una semana, me pregunté qué estábamos esperando. El estado de mi viejo no se deterioraba día a día sino un paso adelante y dos para atrás, como en un juego infantil que ya no recuerdo. Eso nos sumía a todos en un vaivén de esperanza y fatalidad. Y el Hospital facturaba y facturaba a cuenta del seguro médico privado, porque papá no era socio del Británico; todo se pagaba y nadie les decía a los médicos: ¿cómo este señor de ochenta y siete años hace tres meses que está ocupando una cama?

Hacía siglos que mi viejo había perdido ese porte patricio que, enfermo, le daba la estampa de un prócer herido en una batalla. Ahora se veía ridículo, absolutamente indigno con una especie de delantal blanco de preescolar y pañales geriátricos. Había perdido el pudor y estoy segura de que, en sus cabales, no habría permitido nunca que lo viesen así los pocos amigos que le quedaban vivos, y ni siquiera nosotros.

Un día en que la familia estaba reunida en la sala de espera del cuarto piso hablamos de que ya era hora de matarlo. Todos estuvimos de acuerdo. Los médicos hicieron malabares con las palabras, nadie habló de homicidio o eutanasia, y esa tarde, al verlo al fin en paz, supe que no me había equivocado. Después lloré, comme il fault, en Martinelli y en el cementerio, y en casa seguí llorando. Mi madre fue a hablar con un jesuita porque se quedó con la espina y el cura se la quitó enseguida. Y entonces pudimos ser felices, o lo que se puede. Menos Marlene, pobre, que se quedó sin laburo, además de sin marido, pero uno no mata o deja de matar por mantener una fuente de trabajo. Podemos hacer obras de caridad, pero no somos un sindicato.

Este verano, uno de los primos ofreció la casa de Punta del Este para hacer una reunión en donde pudiéramos encontrarnos y ponernos al día sin ningún muerto de por medio. Cominos chivitos a la parrilla en un jardín espléndido, nadie habló de la parca y todos comentamos lo estupendo que es el nuevo presidente, qué gran filósofo, cómo arregló de taco el problema de los puentes y no nos expropió los campos. No ganamos los blancos y tenemos un presi tupamaro, pero por lo menos es folclórico y nos permite dar señales de ser una democracia ejemplar. Todavía, cuando me encuentro con Javier, lloramos de risa con las anécdotas del Hospital Británico.


(1) En Uruguay se les llama «blancos» a los miembros del Partido Nacional, desde 2020 en el gobierno.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

¿Quiere saber más sobre el Premio?

¿Quiere conocer las bases del Premio?

Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022