Yo, que tantos hombres he sido,
no he sido nunca aquel en cuyo abrazo
desfallecía Matilde Urbach

(Jorge Luis Borges, Le régret d’Héraclite)

En aquella primera ocasión el médico tratante fue certero: síndrome de colon irritable. Explicó las condiciones y advertencias de tener dicha enfermedad; limitó la cantidad y calidad de los alimentos a ingerir eventualmente y procedió a formular unos medicamentos que, aseguró, deberían tomarse de por vida para tratar dicha condición. Cuando Juan Dalhmann escuchó las sentencias del médico su mente quedó en blanco; nunca pensó con anterioridad que debía entregar su cuerpo y destino al consumo de unas pastillas que, más bien, podrían hacerle más daño a su estómago. No cabían en su barriga la cantidad diaria de pastillas que le habían recetado, mucho menos en su cabeza cabía la idea de tomarlas. Seguía siendo díscolo con las imposiciones autoritarias, así fueran prescripciones para mejorar su salud.

Terminó aquella rutina de hospitalización. Los brazos agujereados por los catéteres indicaban que, por lo menos, había recibido una cantidad importante de líquido a través de esas agujas-mangueras-tentáculos que lo alimentaron a falta del funcionamiento óptimo de sus tripas. Cuando todo parecía estar listo para que autorizaran su salida y le dieran de alta de la Sala de Cuidados Intensivos, apareció una enfermera que se disponía a quitar toda la parafernalia médica. Los dolores remanentes de la estadía inmediatamente desaparecieron; sus ojos brillantes borraron de un pasón las ojeras de una semana de trasnocho y preocupación. Aquella sensación extraña que sintió Juan Dalhmann en su estómago (quizá no eran mariposas sino parásitos o vestigios de su colon irritado) cuando vio a esa mujer vestida de blanco, como un ángel venido del mismo cielo, paradójicamente lo alivió de sus dolencias intestinales. Fisiatría in situ.

La enfermera en cuestión se llamaba Matilde Urbach. Trabajaba en el Hospital hacía ya más de tres años; de ascendencia santandereana, madre costeña, altura por encima del promedio, de cabello largo-liso-negro, de sonrisa definitiva, era la mujer que encajaba en el rompecabezas de su corazón. Al observarla con detenimiento, Juan parecía estar inmerso en un trance psicodélico que lo alejaba del mundo material imperfecto, donde todo está corroído por la ambición y el odio; como Miguel Morales, parecía irse a soñar a un mundo inventado por el idilio de aquel sentimiento espontáneo que surgía en contra de todo pronóstico reservado.

El enamoramiento es quizá también una enfermedad de los humanos, una enfermedad mental que no mata, sino que produce ganas de vivir. Una suerte de síndrome de up. La mujer de blanco terminó el procedimiento para liberarlo de las mangueras, los esparadrapos y todo el arnés médico moderno con el que hospitalizan en estos días. El médico se fue masticando chicle, haciendo unos ademanes de cansancio y estrés mientras guardaba y sacaba intempestivamente las manos de su bata. Otra mujer de blanco trajo unos papeles recién salidos de un aparato electrónico japonés y los entregó a Matilde, quien con su sonrisa perenne indicó a Juan cuáles deberían ser los detalles de su salida y tratamiento posterior.

No tuvo en ningún momento la oportunidad Dalhmann, para al menos, sonreírle, agradecerle o hacerle un cumplido por su atención hospitalaria. A todo lo que la mujer decía e indicaba, él respondía como un verdadero tonto, repitiendo un monosílabo que lo ensimismaba en los ojos de Matilde. En todo momento estuvo embelesado con el aura que emanaba esa mujer que parecía brillar como en una película de David Lynch. Le dieron de alta. Un camillero alto, de brazos largos como un bate de béisbol, moreno y que casi no hablaba, se encargó de sacarlo en una silla de ruedas hasta la parada de taxis. Matilde Urbach había desaparecido entre tantas batas blancas.

Pasó el tiempo y los dolores del colon habían casi desaparecido por completo. No era necesario la ingesta de pastillas que le habían prescrito, porque todo al parecer fue una complicación momentánea que ya era un periódico de ayer. Lo que sí no estaba bien era su cabeza: dentro de ella daba vueltas, iba y venía, la imagen de aquella enfermera que lo había curado milagrosamente con tan solo aparecerse delante de él. La enfermedad del intestino parecía trasladarse ahora a la cabeza. En ese terreno ya sin tripas, las mariposas (o los parásitos) podían volar libremente, donde la onomatopeya del aleteo, lo hacía acordarse a cada segundo de Matilde.

Obligado por el estreñimiento de su corazón enamorado a primera vista, Juan decide regresar al hospital una segunda vez. Nada tiene en su cuerpo que amerite la evaluación de un médico o la atención de una enfermera. Sólo posee la esperanza enfermiza de ver nuevamente, así sea a través de una ventana, a Matilde. En la Sala de Espera una enfermera le pregunta el motivo de su urgencia. Juan miente y responde que se siente mal nuevamente del estómago. Aparecen algunas personas más que lo trasladan al mismo cuarto frío de la primera vez. Nuevamente le agujerean los brazos, le inyectan una sustancia amarilla que se mezcla con el líquido-dextrosa y luego con la sangre que alcanza a subir por las mangueras y se va hacía sus adentros como un río sereno. El efecto inmediato causa un sopor que lo extrae del hospital y lo transporta en camilla al mundo onírico.

La segunda vez en el hospital su estadía demora sólo un día. Alcanzó a ver desde lejos a Matilde cuando ya lo estaban dando de alta. Pasó, vestida de blanco, dejando una estela de luz, en cámara lenta se perdió entre la gente. La gran cantidad de pacientes que a diario ingresan y salen del hospital es aterradora. Sin dolor alguno en su cuerpo, es retirado del centro galeno. Empieza inmediatamente a sentir un dolor falso en toda su anatomía; el dolor parece emanar de su cabeza y a fluir a todo el resto del cuerpo, con destino a su corazón donde parece ahora tener orugas metamorfoseando a mariposas de colores: Matildelitis.

No pasaron más de dos días cuando la Sala de Urgencias del Arredondo Daza volvió a ver nuevamente a Juan Dalhmann. Ahora con una complicación en el corazón que lo tenía acelerado, una falsa taquicardia que tenía nombre y apellido: Matilde Urbach. El gastroenterólogo que lo había tratado previamente notó cierto aire extraño en él cuando lo vio facturando nuevamente su ingreso para posterior atención; no es normal que alguien que sufra del colon tenga problemas cardíacos tan precoces (dijo para sus adentros) y procedió desinteresado de la escena que veía en el lobby del hospital.

Confirmaron sus documentos, hicieron las diligencias pertinentes para el nuevo ingreso y finalmente se vio nuevamente en el mismo cuarto frío de siempre. La historia médica ahora indicaba una complicación cardiaca de la cual nunca hubo síntomas. Todo era un invento de su cabeza, una entelequia idílica, una hipocondría de amor, que lo hacía sentir mal adrede, deliberadamente el cuerpo alcahueteaba sus pretensiones de querer ver nuevamente a esa enfermera y provocaba síntomas de enfermedades que no existían. Esta vez su corazón era el problema. Los médicos ordenaron varios exámenes de rutina y exigieron la realización inmediata de un electrocardiograma, el cual, según ellos, daría las respuestas exactas sobre la condición de aquel corazón que no sabían estaba hipertensamente enamorado. Extrajeron sangre de sus venas con una jeringa inmensa y la depositaron en unos tubos transparentes que tenían su nombre; acondicionaron el lugar y su cuerpo; trajeron el electrocardiógrafo, de él se desprendían cables infinitos los cuales terminaron enchufados a su pecho a través de electrodos, luego de haberle retirado todas sus pertenencias de metal.

La actividad eléctrica del corazón que se produce en cada latido cardiaco empezó a mover el dispositivo y de él salían sonidos y colores brillantes. Por otro lado, empezaba a imprimirse un papel largo que contenía los resultados manifiestos del examen al ritmo del corazón. En el electrocardiograma finalmente salió, en los gráficos del papel tibio recién impreso, la forma de la cara de Matilde Urbach.

Todos en el lugar quedaron perplejos al ver la cara de esa mujer que había muerto unas semanas atrás en la Sala de Cuidados Intensivos del Hospital producto de un cáncer de colon.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convocó en octubre de 2023 la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

El galardón consta de una fase previa y una final. Durante la previa, en la que estamos, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta el 15 de mayo. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024. PLAZO CONCLUIDO

Fallo: 22 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

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