Sobre él no hay violencia que, con la meticulosa visión de una lupa, no se haya volcado. Su crueldad abismal, el daño que produjo, su amor por acallar con sangre a cualquiera que se le opusiera. Sabemos muy bien que sobre todo vencido es un rito acumular agravios. Pero yo, que casi siempre estuve a su lado, no puedo desmentir la mayoría de ellos. Lo sé. Él era así. Pero no siempre era así.

Gobernando, extendió la humillación. Extinguió derechos. Pensó que podía gobernar a su pueblo como a un rebaño paciente de ovejas. Pero siempre es un error confundir a un pueblo con un rebaño paciente de ovejas. Sólo consiguió que se le odiase con ese odio definitivo que sueña con la muerte de un dictador. Yo, que fui el que la conseguí, jamás lo odié. Todo lo contrario. Me remuerde lo que hice. Cargo en mi conciencia aquello que hice. Eso que, para los demás, me convirtió en un héroe.

Partimos del mismo lugar: la ausencia. Los dos supimos lo que es ser huérfanos. Mis padres murieron en un naufragio cerca de las costas de Calais; los suyos por un incendió súbito y feroz en un hotel de Berlín. Lo conocí en aquel orfanato, pegado a las orillas del Báltico, sobre el que flotaban pesadas nubes que parecían grabadas en mármol, congeladas, grises, eternas. Si se ha sido niño, no se puede desconocer que optan fácilmente, y con una habilidad refinada, por la crueldad. Yo era más pequeño de lo que correspondía a mi edad. Tuve que aceptar las humillaciones, aunque no rehuí encrespadas peleas, de los que eran más fuertes que yo. Él, que jamás se agregaba a ningún grupo, que elegía con un sentimiento de desdén estar solo y que, por ello, esa rareza, era temido, se puso de mi parte, nunca supe por qué, se alió conmigo con la fatalidad de un hermano que se ve obligado a apoyar a otro contra todo, contra todos. Nos hicimos inseparables. Me permitió conocer en que consiste ese acogedor recinto: la amistad. Aunque ahora todos digan que no pervivía en él ninguna virtud, yo he sido testigo de ellas. Le he visto ser generoso sin medida, le he visto caer en melancolía, le he visto exigir justicia para alguien débil y agraviado, le he visto enternecerse con los niños, le he visto llorar ante la desolación que se instala en el campo de batalla, le he visto someterse a la frugalidad en su vida y odiar el enriquecimiento de un gobernante como un hecho repulsivo. En todo caso, ejerció sobre mí una lealtad sin fisuras. Él jamás traicionó nuestra amistad. Yo sí. ¿Cómo puedo juzgarme a mi mismo?  

Tras el orfanato, ingresamos los dos en la Escuela Militar. No hubo dudas en nuestra vocación, anhelábamos las glorias que nos podía conceder el ejército. Queríamos resarcirnos, con florecientes medallas sobre nuestro pecho, de la fragilidad y la pobreza de nuestra infancia. Lo intentamos, lo hicimos. Ya con el grado de capitanes, nos distanciamos durante unos años. Él fue destinado a la guarnición de Milán y yo a la de Madrid. El estallido de la guerra nos volvió a unir. Compartí con él la campaña de Serbia, la ocupación de Amiens y la lucha y avance frenético hasta San Petersburgo. Nuestros enemigos eran avasalladores y múltiples. Se descreía de nuestra victoria. Nuestro ejército escaseaba de armas y hombres, pero a nuestros adversarios les otorgamos la estruendosa y final humillación conocida por todos.

Él fue, tras el exitoso asedio de Lyon, en el que demostró su talento para los más difíciles triunfos, quien comandó nuestras tropas y dibujó nuestras ofensivas. Fue ascendido a general por sus sorpresivas decisiones que, con la contundencia con la que alguien da un seco puñetazo y tira y rompe los vasos que hay en una mesa, encerraron a nuestros enemigos en la derrota. En la nación, tras la conquista de la paz, nadie tuvo más prestigio que él. Fanáticamente fue amado. A él le pareció insuficiente, en aquel momento de gloria, limitarse a recibir la ruidosa monotonía de las aclamaciones y los homenajes. Decidió, con las divisiones que regresaban a la capital tras los combates, arrebatar el poder al rey. Entró en palacio y fusiló a toda la familia real, rey, reina, dos niñas. A partir de entonces se sumergió en gobernar. Me eligió para ser el mando militar de la frontera atlántica. Jamás sospechó de mí. Si de alguien estaba seguro era de mí. Pero yo amaba a Elena.

Gobernó entendiendo la discrepancia como una ofensa personal. El pueblo intentó la revolución para eliminar su yugo y él la extinguió sin limitar cadáveres y atrocidades. Pero cuanto más se multiplicaban los actos y las versiones de la represión, más aumentaban las conspiraciones alrededor de él. Una de ellas, incitada por jóvenes suboficiales, contactó conmigo. Para que me uniera a ella, me confiaron el más razonable de los argumentos: ningún pueblo merecía ser tratado así. Acepté encabezarla. Creyeron que me movió la intensa repulsión ante tanto crimen y abuso. No fue así. Fue Elena.

La guerra civil fue breve: la mayoría de las tropas, ya apenas contaba con partidarios, se unieron a nosotros. Se encastilló en Cherburgo, rodeado de unos pocos soldados fieles. Lo derroqué, restablecí los hábitos de la democracia y después me recluí, rechazando cualquier vestigio de poder, en mi casa en las afueras de París, dedicado a la delicada labor de hacer proliferar las rosas en el jardín y a la inquietante costumbre de leer.

Yo quise darle todas las opciones, sin ninguna condición, para el exilio. Él se negó. Me reuní con él para convencerlo. No quiso hablar conmigo. Sólo, y mirándome con el desencanto del que ya no espera nada, me dijo: “¿Por qué me has hecho esto tú?” Su orgullo no aceptó ninguna concesión. Al poco de salir yo, apoyó una pistola en su pecho y la disparó.

De él, ese ser que para todos es una suma de infamias, infamias que yo no podré rebatir porque en su mayoría las cometió, sólo recibí los rasgos cálidos de la amistad. Muchas veces me confesó que me consideraba su hermano. Nunca lo contradijo con su comportamiento. Y yo, engañándolo, me acosté con Elena. Su mujer. Yo, que nunca le había envidiado en nada, lo envidié por ella. Y, simplemente, para eliminarlo de la cama de Elena, encabecé la rebelión. El destino de mi pueblo, y lo que ocurría con él, la sangre derramada y su extremo sufrimiento, seré sincero, me resultaba indiferente. Las miles de victimas y torturados jamás me conmovieron. Nunca. Nada. ¿Cómo no reírse de lo que llegan a entender y saber los demás de nosotros? Tras la unanimidad de las alabanzas, yo, el único que conoce las verdaderas intenciones que me movieron, sé muy bien que sólo soy un miserable.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convoca la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen una única obra.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024

Fallo: 22 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024