La llamada de don Lucio me cogió cerca de mi hijo menor, que se ofreció a acompañarme. En el camino le conté quién era mi cliente, su personalidad y la forma como nos habíamos relacionado por años. No éramos amigos precisamente, pero sí había aprecio entre los dos. “¿Mejor trabajar a domicilio que en la peluquería, papá?”, me preguntó con interés. Es una dinámica diferente; es la misma persona con su mismo pelo, el mismo servicio. Pero es el espacio íntimo al que me permiten entrar, conocer su casa, su familia, su mascota y sus secretos. No siempre hay un espejo cerca y esto hace que el resultado final sea un enigma para ellos. Mi hijo prefirió quedarse en el carro. Estuve de acuerdo porque sería bastante extraño presentarle a mi hijo de 17 años justo un día antes de partir.

Cada mes, durante 12 años, don Lucio me visitó para conversar sobre literatura, política y religión. Siempre en tono recio, pero cordial. Decía que las falsas creencias y el desconocimiento de los derechos eran las causas de la mala situación del país. A la Iglesia Católica le atribuía las principales desgracias del mundo. Dios, decía él, no era más que una marca lingüística usada en la cotidianidad; Dios le pague, gracias a Dios, si Dios quiere y otras frases que le molestaban por su falta de contenido. Su apartamento no era ostentoso ni mucho menos. Se podría decir que era una biblioteca con un par de muebles. Natalia, la hija menor de don Lucio, también estaba allí. Ella, arquitecta como su padre, al parecer era la encargada de continuar su legado editorial y económico. Al verme, don Lucio se puso de pie y apretó mi mano con firmeza. A pesar del cáncer no había perdido la contundencia de su voz. “Gracias por venir”, me dijo. Su hija se unió al agradecimiento y se sentó a observar como si de una obra de teatro se tratara. Entonces don Lucio enumeró las etapas de su enfermedad y el dolor que sentía por no poder leer. “¿Se imagina? ¡No poder leer es no poder vivir!”.

Años atrás me llevó a la peluquería un paquete de libros envueltos cuidadosamente en papel crepé y atados con una cinta. Hizo una selección de libros de teoría literaria y creación que me podrían gustar. El libro de la risa y el olvido de Kundera y Teoría de la novela de Lukács esperaban mi lectura sobre el tocador. El paquete era llamativo por los colores del papel. Despertó la curiosidad de mis compañeras de trabajo que, entre limadas de uñas y lavadas de pelo, me preguntaban si no abriría ya el “regalo”. Después de la amena charla con don Lucio, y su acostumbrada y generosa propina, se marchó prometiendo volver en un mes. Mary, una peluquera a la que le encantaba el chisme me dijo: “¿No le da curiosidad saber que le trajo su cliente?”. Negué con un movimiento de cabeza y salí al almorzar regocijándome en su curiosidad.

Mientras mis tijeras volaban alrededor de la cabeza de don Lucio, Natalia, su hija, tomaba fotos desde todos los ángulos. En sus ojos se veía la admiración por su padre, el dolor por su inminente partida. Me dibujó con palabras el oscuro panorama que le deparaba con su enfermedad. “A los 94 años no quiero sufrir y hacer sufrir”, me decía. “Desperdiciar así el tiempo que queda y los recursos de la medicina no tiene ningún sentido. Lo mejor es partir dignamente y sin ningún tipo de espectáculo religioso”, dijo y cerró los ojos esperando los retoques finales. A pesar de que un desacierto estético, como una patilla más larga que otra o una trasquilada en la coronilla, no sería asunto grave en esta situación, me esmeré por pulir el corte al máximo, detallar los contornos, delinear los arcos y cortar esos pelos blancos como alambres que les salen a los viejos en las cejas y en las orejas.

Manual del buen ateo, este era uno de los libros escritos por don Lucio. En la dedicatoria escribió: “Para un futuro gran intelectual, que ya lo es, porque tiene el propósito de serlo”. En todos los libros que me regaló a lo largo de una docena de años escribió una frase. En Cartas a un joven novelista de Vargas Llosa escribió: “No deje que la ansiedad por publicar lo distraiga del oficio de escribir”.

El viejo se puso de pie y me extendió su mano de nuevo. “Perfecto, como siempre”, me dijo sin haberse mirado en el espejo. Dijo que me tenía un regalo. Para nadie era un misterio de qué se trataba. Fue a su biblioteca blandiendo su bastón como una espada de esgrimista y agarró un libro. El vacío en el estómago que sentí en ese momento me impulsaba a abrazarlo. Esta sería la última vez que vería a don Lucio. Me contuve, simplemente agradecí el libro y empecé a recoger mis cosas. El hombre metió la mano en su bolsillo derecho y sin mirar sacó todos los billetes que tenía. “Ya no necesito esto”, me dijo mientras los metía en el bolsillo de mi camisa. Agradecí nuevamente y le dije que era un gran gusto haber compartido el mundo con él. Me despedí y salí para encontrarme con una sensación inédita en mi vida. Tener la conciencia de que este era su último corte de pelo.

Recuerdo que una vez interrumpió nuestra sesión de corte y charla. Lo llamaron directamente de una emisora para entrevistarlo. Se referían a don Lucio como un “gran constitucionalista” y un “hacedor de país”. Ya en la mañana, don Lucio les había colgado el teléfono después de esperar más de 25 minutos por la dichosa entrevista. Ahora lo llamaban para disculparse y decirle que saldrían al aire en ese momento. Don Lucio, con la capa negra amarrada en su cuello y de pie en medio de la peluquería, dijo por su teléfono antes de la primera pregunta: “Agradezco mucho que me hayan llamado y acepté únicamente para tener la oportunidad de decirles que su programa es un vodevil siniestro y de mal gusto en el que hablan de temas baladíes casi burlándose de la realidad nacional. Y que, además, tienen la mala costumbre de hacer esperar a los entrevistados para adjudicarse la importancia que no se merecen”, y colgó.

Subí al carro y antes de arrancar traté de digerir la situación. “¿Todo bien?”, me preguntó mi hijo. Pensé que don Lucio no necesitaba aquel corte para su viaje. También hablamos sobre lo valiente que debe ser alguien para que la eutanasia sea su última decisión. Mi hijo, animado, contó el dinero; era el equivalente a diez cortes de pelo. Le dio hambre inmediatamente. “Vámonos de aquí a comer hamburguesa ¡pero cerca a la casa!”. Conduje lento por las curvas de las calles estrechas que descienden a nuestro mundo real. En ese momento caí en cuenta que no me fijé en el libro. Le pedí que leyera el título y que buscara alguna nota.

Don Lucio murió, en compañía de su hija, el domingo a las cinco de la tarde. Dicen que no lo dudó ni un momento. Partió de manera tranquila y estoica. Un artículo escrito por él, en el que defendía el derecho autónomo y fundamental a la eutanasia, fue publicado en varios diarios del país. Decía pertenecer, desde joven, a un mundo intelectual y racionalista. No le parecía digno someterse al dolor y los vejámenes del tratamiento contra el cáncer agresivo.

Era La despedida de Milan Kundera. Una novela publicada en el año que nací. De vez en cuando releo la nota que don Lucio escribió para mí y que aquella tarde escuché en la voz de mi hijo: “Querido, gracias por estos años de buen debate y mejoras estéticas. Solo dos cosas nos quedan pendientes para la otra vida (que no la hay, por supuesto); la respuesta tuya a una de mis notas y conocer el hijo del que tanto me has hablado”.

Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz congregó a alrededor de 250 personas. Foto: Rodrigo Valero.
Acto de entrega del II Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’. Foto: Rodrigo Valero.

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022

Cierre: 24 de junio de 2022

Fallo: 10 de octubre de 2022

Acto de entrega: Último trimestre de 2022