Cualquiera podía entrever que la estación de los amarillos sería distinta en esta ocasión: una vez más, los invisibles planeaban como cuervos sobre los días abatidos y trabajaban en la noche como lo hacían los alquimistas en busca de la piedra filosofal, tratando de encontrar la variante que los hiciera más contagiosos.

A finales de septiembre se vislumbraba que el futuro ya había pasado, que los días por venir ya vinieron. En medio de tanta desazón, la retórica y los argumentarios fraygerundios de los políticos sonaban cada vez más vahocos, llegando a un punto en el que se hacía casi imposible distinguir las voces de los ecos, como bien pudo comprobar el doctor Emilio Bouza, el buen médico y médico bueno, que duró menos de 48 horas en un cargo al que se le requirió para desarrollar “un espacio de estrecha colaboración” con el que se habían comprometido el gobierno de España y el de la Comunidad de Madrid. Dos días se mantuvo la falsa apariencia; luego se volvieron a imponer las romanzas de los tenores huecos.

Torre del Pirulico (Mojácar).

En medio de la cháchara partidista, la segunda ola de la COVID-19 venía a ilustrar en buena medida los efectos de la imprevisión en la gestión de la salud pública: antes y durante la desescalada no se plantearon adecuadamente los objetivos ni se trazó un plan riguroso para su manejo, un proyecto que conllevara necesariamente el aumento de los recursos económicos y humanos, la disponibilidad de un plan de actuación integral ante cualquier contingencia y la previsión de tener preparada la mejor respuesta para cada uno de los posibles supuestos, de acuerdo con los umbrales de los indicadores epidemiológicos.

Por otra parte seguía el debate acerca de hasta qué punto servían algunas de las recomendaciones planteadas y algunos científicos, con el editorialista de la revista médica The Lancet a la cabeza, proponía plantear el virus SARS-CoV-2 como una sindemia, con objeto de fijar la atención no solo en la propagación de la enfermedad infecciosa, sino también en la interacciones biológicas y sociales.

Mientras tanto, en el campo, las hojas de los árboles iban sintiendo cada día con mayor intensidad la fuerza de la gravedad del otoño; al tiempo, las oliveras se preñaron de aceitunas que, llegado diciembre, no conseguirían alumbrar aceite, sino que sangrarían la pena negra. Nubes adánicas, que venían por la banda de levante, se apresuraron a cubrir el cielo y a chorrear soledades como cántaros desvencijados. El nuevo temporal coronavírico entró en la noche como un trueno cargado de miedo inmisericorde.

El 25 de octubre se declaró el segundo Estado de Alarma, con la intención de prolongarlo durante más de seis meses, una cuarentena excepcional, en la que se pedía a la población un intenso “ejercicio de resistencia y disciplina” hasta alcanzar el objetivo de aplanar la curva de contagios, reduciendo la incidencia por debajo de 25 casos por cada 100.000 habitantes. De este modo, la estadística seguía calculándose en pretérito imperfecto -de dónde venimos-, en presente de indicativo -dónde estamos- y en futuro perfecto -dónde desearíamos, o mejor, dónde necesitábamos estar.

Hasta esa fecha se habían acumulado en España más de un millón de contagios y alrededor de 35.000 muertes, mostrando una de las más altas incidencias del planeta. El nuevo tsunami inundaba todas las comunidades autónomas; incluso, en algunas de ellas, se registraban más excesos de muerte, más ingresos hospitalarios y más fallecimientos oficiales que en la primera ola, a pesar del aprendizaje adquirido acerca de la enfermedad y de su tratamiento, de la mayor disponibilidad de medidas de protección eficaces, de la mejor detección precoz y de los diques sociales construidos para evitar que la COVID-19 nos alcanzara otra vez con la misma fuerza. Aunque se había ido acumulando cada vez más conocimiento, todavía algunas decisiones tenían un carácter experimental.

La Axarquía almeriense, que resistió la embestida anterior de manera insólita, había dejado de ser la región de los prodigios. Cualquier predicción de Casandra resultaba increíble, por muy verosímil que fuera. Nadie parecía tener una buena explicación para este comportamiento y, para entenderlo, era necesario recurrir a una combinación de factores epidemiológicos, climáticos y socioculturales. De nuevo, el tiempo no se medía por la duración de las cosas y volvíamos a cabalgar los días fantasmas de una vida cercada por el “toque de queda”, por el distanciamiento social y por la limitación geográfica de la comunidad, de la provincia, del municipio o del distrito sanitario. Todo parecía volver a un desierto vacío hasta de ecos.

Cuando llegó el día de los cementerios, con su silenciosa algarabía de velas, se había superado con creces el millón de muertos en el mundo. A estas alturas, muy poca gente se planteaba el acertijo de si íbamos a salir mejores o peores de la catástrofe. Conforme nos fuimos adentrando en el bosque desnudo del otoño, parecía haber menos dudas de que, de esta, saldríamos tan machacados como los púgiles que se enfrentaban al mítico Cassius Clay, y lo haríamos vapuleados no solo a nivel personal, sino también a nivel colectivo. Algunos pacientes superaban la enfermedad y abandonaban las UCI, pero lo hacían como auténticos eccehomos, mientras que algunas mascarillas parecían el paño de la Verónica. Palabras como mejor o peor, bueno o malo, justo o injusto, dejaban de tener sentido en esta nueva chirona en la que nos encontrábamos, como tampoco la tuvieron en la anterior ni la habían tenido nunca en los lazaretos sanitarios o políticos del pasado.

Hay cosas que creíamos en marzo que en octubre ya no creíamos. A la incertidumbre y a la fatiga se añadieron el descreimiento y la desconfianza. En esta segunda metamorfosis todos parecíamos Gregorio Samsa tratando de explicarnos qué nos había pasado y descubriendo con asombro que no era un sueño. Un silencioso orden kafkiano parecía abarcarlo todo. Entretanto, el bicho monstruoso nos iba comprimiendo bajo su caparazón, nuestra comezón aumentaba y la noluntad parecía apoderarse del alma de mucha gente.

En la cadencia de los días comenzaron a desaparecer los videntes intrépidos que osaban predecir el futuro, los profetas que supieran mentir sobre el porvenir y los mesías nazarenoides que pudieran ofrecer abrigo de cara al invierno que se avecinaba. Tan solo quedaban echadores de cartas que ofrecían un diagnóstico cambiante del presente, pero no una previsión de futuro. Mucha gente descubrió por sí misma que no merece la pena empeñarse en la palabra certeza, averiguó que no había otro destino que la resistencia y buscó refugio en cuentos como los de Bocaccio acerca de aquella villa florentina en la que la fantasía salvó a sus protagonistas del miedo a la peste negra y les proporcionó un poco de consuelo en medio de la adversidad.

A nivel general, una vez que se tomó conciencia de la devastación económica, el debate se estableció no tanto en los términos de libertad vs seguridad, sino de economía vs salud. En algunos sitios, la necesidad de doblegar la curva hizo que se volviera a las drásticas medidas anteriores; en otros se apostó por un planteamiento teóricamente menos restrictivo y más utilitarista, a pesar de la maraña de contagios y de fallecimientos. Ni el pasado había muerto todavía, ni aún estaba el mañana escrito… La verdad continuaba siendo inasible.

Atardecer en la Laguna de Puerto Rey.

No obstante, por primera vez, como si se tratara del arco iris tras la tormenta, se dejó ver el secreto guardado en el horizonte, apareciendo ante nosotros algo más que una brizna de esperanza para aliviar el temor y el temblor que se nos venía encima: los buenos resultados ofrecidos por las pruebas clínicas de las vacunas. No estaba nada mal la metáfora: el desarrollo de la vacuna, que habría de salvar la vida de millones de personas, apenas había durado lo que tarda en gestarse la vida de un ser humano.

Por mi parte procuraba seguir en el día a día el consejo de Goethe. Me levantaba temprano y procuraba quitarle la crema al día; luego había tiempo para otros intereses, como abrirme a la ebriedad de los instantes, buscar en la colmena de las granadas el licor más embriagador y beber lo más placenteramente posible el tiempo que me queda por vivir, sin obsesionarme por la urgencia de encontrar los datos que me faltan para saber quién soy. Las oscuridades que me hubiera dejado el día intentaba sumergirlas en la oscuridad de la noche, pidiéndole a la luna no tanto que me trajera sueños como ganas de soñar. Cuando se está llegando al borde de uno mismo, solo se aspira a estar a la altura de lo que uno parece, sin plantearse otro paraíso que el de la salud.

No obstante, he de confesar que durante el verano pasado me dejé llevar por la falibilidad tanto de las razones teologales como de las creencias literarias y caí en el eterno engaño de lo eterno. Pero, no. Frente a la certidumbre religiosa está la realidad de que esta pesadilla nos estaba sucediendo a nosotros, los privilegiados por la historia, por la geografía y por los avances tecnológicos, y mi suerte, y la de los míos, no escaparía a la suerte común; frente al empeño de la literatura por hacernos creer en la posibilidad de ser imposibles de olvidar, está nuestro saber íntimo de que ni siquiera quedará memoria del olvido: somos pura existencia y estamos hechos de tiempo, que es también quien nos deshace; nuestra nombradía se la llevará el río, como a las hojas que van cayendo en este camino que ya solo el crepúsculo recorre.

Aun así, preferí instalarme en la fe de la duda poética, en la esperanza de que los buenos libros nos hacen un poco más lúcidos, menos sumisos y manipulables por quienes tratan de ofrecernos recetas definitivas para alcanzar la dicha así en el cielo como en la tierra, y, no en la caridad, sino en la solidaridad, como la mostrada a lo largo de la pandemia por tantas personas de bien. Elegí no seguir doctrina alguna, sino las enseñanzas desprendidas de un texto del dramaturgo Antonio Buero Vallejo: “Pese a toda duda, creo y espero en el hombre, como espero y creo en otras cosas, en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad; y por eso escribo de las grandes y pobres cosas del hombre, hombre yo también de un tiempo oscuro, sujeto a las más graves pero esperanzadas interrogantes”.

Pero yo no soy un tipo fiable, tan solo soy un cuentista que durante los meses transcurridos desde el inicio de la pandemia había demostrado ser más tonto que un jabalí y bastante más ignorante que mis semejantes, por cuyas vidas ajenas me he permitido vagamundear para escribir libros que ni siquiera existirán. Al tiempo he ido reorganizando mis sentimientos y emociones para adivinar la mejor manera de hacer convivir en uno mismo la extraña realidad impuesta por la COVID-19 con la pura imaginación, que es la suma irrealidad, sin echarle la culpa a nadie de lo que nos está sucediendo a todos. Ni siquiera a los que se empeñaban en “salvar la Navidad”, como si se tratara de rescatar al soldado Ryan, sin percatarse de que, sin salud, no hay economía, tan solo saldos, rebajas, liquidación por derribo…

Cuando se fueron despeñando por el calendario los días cada vez más fatigados del otoño se endureció la lucha que mantengo contra el miedo y de la que nadie es testigo, al tiempo que cesaron las idas y venidas de las personas queridas, lo que nos fue dejando un ánimo cambiante, acrecentado por la ausencia de esos versos que, durante el primer confinamiento, cada día nos fue dejando en la mesilla de noche mi amigo Javier López Iglesias. Aun así, las sentía de manera invisible, pero presente.

Los días otoñales amanecían cada vez más cortos, los cielos cada vez más mojados y los suelos más encelados. Nos entreteníamos en imaginar cómo las hojas que ahora abrigaban la tierra y la nutrían con la amarilla dulzura del sol llenarían de alas verdes las ramas de los árboles algunos meses después. Pronto sustituimos los paseos crepusculares por los mañaneros y los baños veraniegos, por sesiones de tabata, que las mujeres más jóvenes de la familia nos habían enseñado a practicar a diario. Aunque desde mediados de noviembre se había abierto una breve tregua (apenas duró un mes) en el crecimiento de los contagios y el enjoramiento de ahora era menos carcelero que el anterior, volvíamos a vivir como en la primavera, alejados de esa cara B de la realidad de los meses estivales, en los que se pretendió aparentar la vida de antes, sin que lo fuera en absoluto. Otra vez, las agujas del reloj se afanaban en borrar las huellas de las horas y de los días y, de nuevo, solo servían para señalar la impostura del tiempo presente.


– José González Núñez es también autor de La historia oculta de la humanidad, obra en la que se aborda el papel de las enfermedades epidémicas en el desarrollo histórico de las distintas culturas y civilizaciones.

Playa de Monsul.