Algunas figuras parecen diseñadas para no quebrarse, y sin embargo Jorge, tan alto, tan vehemente, tan frontal, exhibió al final una franqueza que siempre le acompañó: la de quien no negocia con el miedo. Durante décadas fue un inadaptado luminoso, un guitarrista habilísimo, un punk por actitud y algo mucho más complejo por sonido. Con su irrupción, los ochenta españoles ganaron himnos que aún hoy vibran: Tiempos nuevos, tiempos salvajes, Soy un macarra, ¡Hola, mamoncete!.
Nacido en Avilés en 1955, con apenas veinte años ya tocaba en orquestas, había discutido hasta la extenuación con su padre y se había lanzado a una vida que mezclaba música, barrios duros y alguna fechoría. De Madson a Los Metálicos y, por fin, a Ilegales: ese trío feroz que nadie quería editar hasta que su paisano Víctor Manuel decidió apostar por ellos. Su debut de 1982 arrasó —200.000 copias— y dejó claro que el rock podía sonar peligroso sin perder precisión.
La violencia en torno al grupo era parte del ecosistema: broncas en conciertos, saltos al público… Tras un segundo disco que redobló su fama y un turbulento paso por los noventa —donde los medios explotaron su personaje casi tanto como él mismo—, sobrevivió a excesos, pérdidas y cambios de formación. También mostró una faceta delicada, capaz de escribir piezas frágiles que contradecían su fachada implacable.
Cuando quiso despedirse en 2010, regresó enseguida con un proyecto de ritmos latinos, solo para confirmar que la retirada no iba con él. Ilegales volvió con fuerza y una serie de discos que lo devolvieron al primer plano. En su refugio cerca de Oviedo, entre soldaditos de plomo y sus moldes, decenas de guitarras y silencios elegidos, asumía nostalgias que nunca cicatrizaron del todo. Y así se ha ido: irrepetible, irreverente, inevitablemente joven y arrogante hasta el último compás.















