Era el año 1991 y yo formaba parte de quienes debían haber sido el “hombre nuevo”, para lograr esa quimera me formaron en una beca en el municipio habanero de Alquízar. Una construcción del llamado modelo Girón, con una zona para aulas y otra donde convivíamos en una promiscuidad agobiante. Llegué con catorce años y salí con una infección en la córnea, una deficiencia hepática y la dureza que se adquiere cuando uno ha visto demasiado. Al hacer la matrícula, me creía aún los cuentos del estudio-trabajo; al partir, sabía que muchas de mis colegas habían tenido que intercambiar sexo para obtener buenas calificaciones o para mostrar un sobrecumplimiento en la producción agrícola. Las pequeñas planticas de lechuga que desyerbaba cada tarde tenían su contraparte en un albergue donde primaba el matonismo, el irrespeto a la privacidad y la dura ley del más fuerte.

Salí del preuniversitario en el campo sintiendo que nada me pertenecía, ni siquiera mi cuerpo. Vivir en albergues crea esa sensación de que toda tu vida, tus intimidades, tus objetos personales y hasta tu desnudez han pasado a ser bienes públicos. “Compartir” es palabra obligatoria y se llega a ver como normal el no poder estar –nunca– a solas. Después de años entre movilizaciones y campamentos agrícolas, necesitaba una sobredosis de privacidad. Añoraba un espacio donde poner mis libros, colgar mi ropa, decidir qué foto pegar en la pared y pintar una señal de stop en la puerta. Estaba agotada de bañarme en duchas sin cortinas, de comer en bandejas de aluminio e intercambiar los piojos y los hongos con mis colegas de alojamiento.

La idea de conjugar el estudio con el trabajo en los preuniversitarios parecía muy buena sobre el papel. Tenía aires de futuro imperecedero en aquel buró donde la convirtieron en una disposición ministerial. Pero la realidad –tan tozuda como siempre– hizo su propia interpretación de las escuelas en el campo.  La “arcilla” que se intentaba formar en el amor al surco estaba constituida por adolescentes alejados –por primera vez– del control paterno, que se encontraron con condiciones habitacionales y alimentarias muy diferentes a las proyectadas.

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Justamente, una de esas tardes en el PRE Rumanía, después de tres días sin abastecimiento de agua y con el repetitivo menú de arroz y col, me juré a mí misma que mis hijos nunca irían a uno de esos preuniversitarios, que mi prole no iba a caer dentro de aquellos edificios prefabricados donde se cocinaba la amoralidad. Lo hice con ese tremendismo adolescente que –con los años– se va calmando y dejándonos saber la imposibilidad de cumplir ciertas promesas. Así que me acostumbré a la idea de tener que cargar jabas de comida para cuando Teo estuviera en la beca, de escuchar que le robaron los zapatos, que lo amenazaron en la ducha o que uno más grande le quitó la comida. Todas esas imágenes, que había vivido, regresaban cuando pensaba en las escuelas internas.

Por suerte, el experimento ya ha terminado. El contagio de enfermedades, el menoscabo de valores éticos, la improductividad y el bajo nivel académico han hecho sucumbir este método educativo. Después de años de pérdidas económicas, pues los estudiantes consumían más de lo que lograban sacarle a la tierra, nuestras autoridades se han convencido de que el mejor lugar donde está un joven es al lado de sus padres. Solo que han anunciado el próximo fin de las becas sin la disculpa pública a quienes fuimos conejillos de indias de una experiencia fracasada; a ésos a quienes los preuniversitarios en el campo nos llevaron parte de los sueños y de la salud.

El experimento en toda su extensión

Regresemos al escenario donde se concibió inicialmente esta generación que hoy exhibe su exótica “i griega” y creció en esa arquitectura carente de estética y de colores. Habían comenzado los años setenta y apenas tres acciones podían hacerse sin presentar un permiso o una cartilla de racionamiento: comprar un periódico, subir al ómnibus y nombrar los hijos. La frustración de la soñada zafra de los diez millones había comenzado a resquebrajar el sueño de quienes ya tenían edad de ser padres. Junto a la papilla de malanga, nos administraron los primeros vestigios de desesperanza, las incipientes dudas sobre el proceso social al que habían entregado su juventud.

Como en un vaticinio onomástico, los recién surgidos Yanisleidy, Yohandry o Yampier adelantaban que no solo se rompería con la aburrida secuencia de Pablos, Josés o Marías, sino que la línea de la utopía y el sacrificio también se vería truncada. Nacimos cuando ya los brazos del Kremlin habían rodeado esta isla y los estanquillos se abarrotaban con sus revistas de muchos colores y pocas verdades. La guerra de Vietnam sería un recuerdo que no cargaríamos y los huevos que vimos tirar cuando el éxodo del Mariel resonarían largos años en nuestras cabezas. No había manera de que fuéramos rebeldes, mirando los lacrimógenos dibujos animados rusos y obligados a escuchar los interminables discursos del entonces robusto Máximo Líder.

De los poemas patrióticos declamados en los matutinos pasamos a armar la balsa de la desilusión que nos llevara a cualquier otro lado. Después de tanto “compromiso”, tanta “asamblea pioneril” y tanta marcha con su consigna y su banderita de papel, hemos terminado por adoptar este gesto nuestro, tan común, de hombros que se levantan a la par que decimos “y a mí qué me importa”. Sucesivas campañas pretendieron crear en nosotros una mentalidad de soldado siempre alerta, pero el bostezo y el jolgorio actuaron como antídoto ante tanta crispación. Íbamos al refugio después que sonaba la alarma de combate, riéndonos y hablando sobre novios y modelos de motocicletas. En las clases de preparación militar nos burlábamos de los gritos de “¡Marchen!” y apelábamos al camuflaje no para entrenarnos en la batalla, sino para evadir a los profesores. La broma nos salvó de la sobriedad que quería grabársenos y la Revolución tenía esa edad que, a la altura de nuestros escasos años, solo podía catalogarse de vieja. A diferencia de aquéllos que habían vivido el proceso cubano como si de una moda juvenil se tratara, para la Generación Y éste era sinónimo de anticuado y aburrido.

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Como rechazo al monocromático espectáculo que se nos dio de las generaciones anteriores, el eclecticismo nos ha marcado. Lo mismo somos interrogadores de la Seguridad del Estado que balseros surcando el Estrecho de la Florida. Muy poco hay que nos una, como no sean la presencia de la penúltima letra del abecedario en nuestros nombres y la porción de descaro necesaria para sobrevivir al fin de la utopía. Eclécticos e irreverentes, podemos asistir a una marcha dando vivas a la Revolución  y un rato después actuar como jineteros para sacarle unos dólares a un turista. El camaleón que aprendimos a ser siendo niños nos permite esas transmutaciones rápidas y creíbles.

Desposeídos desde siempre, habitamos la casa junto a los abuelos y rara vez heredamos algún bien duradero. En el directorio telefónico, esta inquieta “Y” apenas asoma sus pronunciados brazos.

Mucho menos en los registros de propiedad de carros y casas o en las sillas del parlamento cubano. Los mecanismos de poder siguen copados por los que exhiben medallas, charreteras o más de cinco décadas sobre sus hombros. Somos desposeídos, pero desconocemos todo lo que nos falta, pues nos criamos oyendo pestes de quienes acumulan objetos, apuestan por la prosperidad o tienen la “debilidad pequeño-burguesa” de querer poseer algo.

Gobernados por septuagenarios, hemos presenciado cómo la edad de la energía se nos va y ya empezamos a temer si llegaremos demasiados viejos al cambio. Vimos regresar los turrones de Navidad, el árbol con las guirnaldas, las procesiones de la Virgen de la Caridad por las calles. Asistimos al retornar de la prostitución y entregamos nuestros cuerpos de hombre nuevo para comprar un ventilador o un par de tenis. Hoy somos el principal grupo que nutre la emigración, las cárceles y los suicidios. Carne de utopía, llegamos a ser apenas una generación apática que algún día escuchará los reproches de los más jóvenes. Ellos nos interrogarán y a la pregunta de “¿y ustedes qué hicieron?” solo podremos contraponer nuestro descreimiento y levantar los hombros como hacemos ahora.

La Revolución ha terminado por quedársenos en el pasado. Aquellas conquistas que este proceso logró, especialmente las que apuntaló la subvención soviética, no produjeron en nosotros el efecto de salvación mesiánica, pues nacimos en medio de su “mejor” momento y fuimos testigos de su decadencia. Al no sentirnos rescatados de ningún mal del pasado, nos cuesta identificarnos como beneficiarios del socialismo y esto nos permite ser más objetivos, lo que nos lleva a ser más críticos. Cínicos y apáticos, hemos resumido nuestra actitud en un verbo moroso: esperar. Aguardamos hasta que una generación que cree poseer todas las prerrogativas termine por morir y dejarnos el país que aún no nos pertenece. Hacemos tiempo, mientras la isla se nos cae a pedazos, porque en nuestras cabezas eso de comenzar una revolución suena anacrónico, tiene reminiscencias de siglo pasado.

Una nueva oleada de nombres tradicionales, a la usanza de Martín, Juana y Mateo, ha venido a recordarnos que también para esta inmadura Generación Y el tiempo está pasando. Todavía no rebasan los veinte años éstos que han nacido ya con la dualidad monetaria y sin la libreta de racionamiento  de productos industriales, pero empujan fuerte desde su aparente indiferencia. No arrastran –como nosotros– la nostalgia por los idealizados años ochenta ni el pudor de no contradecir la fe de los mayores, tampoco han pasado su preuniversitario en aquellas feas escuelas en el campo. Ya no se  llaman con esta letra exótica y eso les permite distanciarse de nuestro cinismo, volver a creer en algo. Ellos harán fracasar o prosperar el próximo proceso social, ése que nosotros viviremos también con escepticismo, con los ojos entornados de quien ha visto desmoronarse varias utopías.

 

Imágenes: Cuban School (Sancti Spiritus), 2011 | Cortesía de John Gerrard e Ivorypres.

Madrid. John Gerrard. Ivorypress Art + Books.

Del 15 de febrero al 2 de abril de 2011.