Como vanguardia artística surge en directa oposición al movimiento impresionista francés, junto a todo reflejo implícito de los hálitos positivistas decimonónicos auspiciados por las teorías de Comte. Bien apuntado en su tiempo por el teórico alemán Hermann Bahr, el impresionismo suponía la definitiva capitulación del hombre ante la naturaleza, el desenlace último de la naturalización del ámbito individual, algo que provenía del mundo clásico y que afectaba a toda la historia de la pintura hasta aquel momento.

Dos grandes fenómenos

Con el impresionismo el hombre deviene simple organismo receptivo, un mero eco de la naturaleza. Es por ello que los pintores expresionistas crean un vórtice de pensamiento encauzado a la vuelta a los orígenes, antes de la esclavitud especular a lo externo. Se busca el abrir los ojos al espíritu y violentar el mundo exterior merced a su fuerza interior, se persigue la expresión oculta tras el objeto, de manera que los hechos en sí han de ser pantallas de esencia; el objetivo no es otro que la trascendencia de la significación.

Aunque se suele denominar genéricamente expresionista al arte germano de principios del siglo XX, lo cierto es que si perfilamos un poco nos encontraremos con dos grandes fenómenos seminales localizados, léase el movimiento francés de los fauves encabezado por Henri Matisse y los pintores alemanes nutridos bajo la bandera del grupo Die Brücke, cuya punta de lanza no era otro que Ernst Ludwig Kirchner.

Concomitancias

Sin embargo, si bien es cierto que pueden hallarse concomitancias entre ambos enfoques, donde Matisse quería trasmitir tranquilidad y placer apacible, Kirchner, Heckel, Schmidt-Rottluff y los suyos buscaban la revulsión del espectador y la alteración del equilibrio, ya que cualquier noción de pureza les parecía inquietante y sospechosa. Su enfoque estribaba más en la destrucción creativa, un binomio más que común en la primera vanguardia anterior a la Gran Guerra.

Kirchner no se detuvo en el prisma conceptual expresionista, ya que en su carrera artística posterior siguió una trayectoria que podríamos calificar como errática e incluso discutible, en cualquier caso poco atractiva para sus compañeros de juventud. Su evolución lo llevó lejos de Die Brücke, al no encontrarse satisfecho con la autonomía del color y la forma que el movimiento había conseguido, y bien es cierto que su arte se encuentra preñado de contradicciones y audacias que escapan intencionalmente a las etiquetas.

Carencias técnicas

Con todo, lo cierto es que sus mejores obras se encuadran con justicia bajo el influjo conceptual de su primera época, cuando todavía se hallaba muy lejos de los conatos paisajísticos suizos, afines con la espiritualidad romántica de Friedrich pero crueles marcadores de las carencias técnicas de su pintura, y no había perdido el norte de su esencia artística como sucederá en gran medida con sus últimas piezas, aquejadas de severas disyunciones formales.

En sus inicios, en los primeros años del siglo pasado, las numerosas influencias que le aquejan le convertirán en un difuso crisol en búsqueda de identidad. La gruesa pincelada de Van Gogh, los enfoques de Gauguin, e incluso la escultura polinesia dejaron una huella en su estilo, como también lo harían las atmósferas de los cuadros de Edvard Munch, para pronto permeabilizarse con su propia visión expresionista. Dilatados empastes de color, contornos acentuados y simplificación formal, unidos a abruptos cambios de perspectiva, encabalgamientos y audacias compositivas que, por otra parte, conformarán rasgos señeros del movimiento Die Brücke.

Vehículo del primitivismo

El auge de su arte se imbrica a las escenas dotadas de una contundencia expresiva que roza lo apocalíptico, gracias a su retorcida capacidad visionaria y al vehículo del primitivismo que encuadra perfiles abruptos o bien ondulantes, revelando profundas tensiones entre lo intelectual y lo sensual. La pintura no reproduce, sino que materializa directamente la imagen y por ello el color no requiere verosimilitud alguna, pudiendo gozar de una naturaleza tan maleable y errática como la de los materiales escultóricos. Su etapa expresionista se encuentra dotada, asimismo, de una poética ambigua; una ambigüedad que no se rehúye al considerar que forma parte de la condición existencial del hombre. La tan mentada deformación de los volúmenes y los rasgos no es una caricatura de la realidad, es simplemente la propia belleza que al pasar de lo ideal a lo real invierte su significado y se transforma en fealdad.

Lo que Kirchner hace, por tanto, no es otra cosa que traducir la realidad en formas y colores sobre la superficie pictórica, conciliando formalmente contrarios y contrastes. Existe en su obra más vinculada a Die Brücke lo que denominaríamos un movimiento dual; caída y degradación unida a la ascensión sublimada del principio material para unirse con el espiritual. Ese es posiblemente el corazón de sus pinturas y xilografías expresionistas, la esencia de la imagen como algo dotado de un doble significado, a la vez sacro y demoníaco. Algo que traduce de manera inmejorable y universal un prisma que se hará implícito e inherente a la modernidad contemporánea.