(El rey Lear, William Shakespeare)
 
Aleyt estaba dormida. Jerónimo la observó desde la puerta y después se alejó con el candil en la mano. A punto de amanecer, decidió no meterse ya en la cama. Algo en su interior le provocaba una excitación que mezclaba la satisfacción de la certidumbre con la frustración de lo que pudo haber sido y ya nunca sería. Aleyt era una buena mujer, aunque no hubiera podido darle ningún hijo todavía. Eso mismo le había dicho a la joven del pelo rojo: Aleyt es una gran mujer, una buena esposa.

La pequeña pelirroja no formaba parte del gremio, pero frecuentaba desde hacía meses el taller en el que pintaban los Van Aeken. Aprendía con rapidez y demostraba una inteligencia, un carácter y un sentido del humor impropios para una mujer e inauditos en alguien tan joven. Jerónimo disfrutaba de su presencia y había descubierto que cada vez que compartía con ella unos minutos de conversación y la miraba a los ojos, cada vez que aparecía por la puerta del taller y le iluminaba el día con su sonrisa, parecía que unos ángeles movieran los pinceles porque los trabajos avanzaban a una velocidad casi mágica. Esa joven de pelo rojo que se llamaba María era su inspiración y en unos pocos meses había llegado a convertirse en el motivo por el que pintaba. Y por eso la odiaba y deseaba no haberla conocido nunca, como quien prueba la droga y la disfruta, pero añora la virginal felicidad anterior a sabiendas de que nunca volvería.

Una mañana, Jerónimo se había enfrentado a una tabla que debía entregar al duque. El tema elegido era el Apocalipsis, del que se hablaba más cuanto más se acercaba el calendario al año 1500. El pintor miraba la tabla semidesnuda y después observaba la puerta, esperando que entraran María y su sonrisa para tirar de los hilos que sujetaban su mano de guiñol. Cuando oía unos pasos se emocionaba al pensar que por fin llegaba su musa; y cuando otra figura aparecía frente a él, le resultaba imposible disimular su decepción. No era capaz de pensar en otra cosa más que en la frágil belleza de la joven de los rizos pelirrojos, en las ganas de contarle sus ideas para un tríptico nuevo. Sabía que aquello no era amor, porque Jerónimo adoraba a Aleyt y no tenía corazón para nadie más. Pero había llegado un punto en el que necesitaba estar con María; era una necesidad física e incontrolable; parecía darle el oxígeno para respirar y bombear su sangre por todo el cuerpo. Y no era pasión, porque sabía identificar los impulsos de la carne y no era eso; era mucho más; por eso la odiaba. Al día siguiente, la tabla seguía sin avanzar y María continuaba sin aparecer.

El tercer día mandó a un criado a buscarla. No era apropiado; su hermano mayor, viudo por segunda vez, le había confesado que quería acordar con la familia el matrimonio con María y, sin saber por qué, Jerónimo se murió de celos. Cada minuto que María estuviera con otra persona supondría sonrisas y palabras suyas que Jerónimo perdería, que se le escaparían como el agua entre los dedos. Mandó buscarla. El criado era de confianza y, al fin y al cabo, la chica era una aprendiz que le ayudaba en su trabajo. Tenía muchos encargos y necesitaba esa ayuda. Sólo se trataba de eso. Nadie podría interpretar otra cosa; no debían hacerlo. El criado volvió con decepcionantes noticias: María estaba en casa ayudando a su madre; ese día no saldría.

En la mañana de la quinta jornada de ausencias, cuando Jerónimo estaba intentando terminar aquella maldita tabla para el duque y sentía como si sogas invisibles atenazaran tanto sus manos como su inspiración, un perfume de fresas delató la presencia tan anhelada en el taller. Jerónimo notó inmediatamente los efectos de la emoción en su interior: pulso acelerado, ligera sensación de sudor frío, respiración desacompasada… Se levantó para saludarla, pero no tuvo valor para demostrarle la descomunal satisfacción que sentía al verla. Sólo sonrió sin levantarse de la silla, la saludó y trató de hacer ver que seguía concentrado en la pintura. Y miró la tabla, pero sólo la veía a ella, sus pómulos redondeados, sus labios, su fina y delicada nariz, sus rizos cuidadosamente desordenados… Y si le hubieran dicho que le quedaban cinco minutos de vida, se habría levantado apresuradamente y la habría abrazado sin parar hasta que su corazón se detuviera para siempre. Eso era lo que le provocaba aquella joven; y por eso la odiaba, Desde entonces, ya supo que había algo sobrehumano en la niña pelirroja que había llegado a la ciudad el año anterior, a finales de 1484. 

Aunque la ciencia estaba avanzando enormemente en aquellos tiempos y cierto racionalismo comenzaba a extenderse, la brujería en términos generales seguía siendo perseguida. Algunas brujas eran condenadas a la hoguera, pero mucha gente no las consideraba malas; y, al contrario que en décadas y siglos anteriores, ya no había tanto disimulo ni ocultismo y algunas hechiceras eran conocidas y llevaban una vida normal en la comunidad. Jerónimo, al tiempo que notaba cómo su mano bailaba en el aire y con ritmo desenfrenado iba descubriendo a pinceladas una bella tabla, supo que María era una bruja; una preciosa, encantadora y cautivadora bruja buena que le había hechizado de alguna manera. Y se dio cuenta de que quería, más que nada en el mundo, estar con ella, contarle todo lo que le preocupaba, lo que le gustaba, lo que le daba miedo, susurrarle al oído los pecados cometidos y sentirse absuelto con su mirada, con su sonrisa. Quería consultarle su opinión sobre la nueva combinación de colores de su paleta, sobre una idea para la que tendría que ser su gran obra, quería desnudarse psicológicamente ante ella y hablarle de Aleyt, de la tristeza que a ambos le provocaba su incapacidad para tener hijos… Probablemente María ya podía concebir hijos, ya era una mujer. Y aunque no pensara en ella como objeto de deseo, no había nada que le hiciera sentir peor que su ausencia e incluso cuando se ayuntaba con Aleyt notaba un placer disminuido, un hueco en su espíritu, como si el encantamiento no diera un respiro.

Por un momento, pensó que necesitaba romper el hechizo porque se sintió dominado por la brujería hasta un punto de descontrol absoluto. Se convenció de que en ese instante sería capaz de matar si la bruja se lo pedía. Sería capaz de cualquier cosa. Y no era amor. No era amistad. No era deseo. Era más. 

Notaba que había sobrepasado el límite de lo permisible aunque, de hecho, ninguno de sus actos hubiera sido recriminable. Nadie en la ciudad podría acusarle de nada, ni la había rozado; pero al mismo tiempo sentía el peligro de lo pecaminoso rondando en todo momento, simplemente porque la odiaba más que a nadie; y la odiaba porque era incapaz de quitársela de la cabeza. Debía romper los lazos con María; debía acabar con esa dependencia enfermiza. No es que estuviera pensando en lo mejor para Aleyt, ni en su carrera como pintor, sino en su simple supervivencia, en mantenerse cuerdo. Era insano vivir esclavizado de aquella manera; era inhumano. Prefería perder la oportunidad de ser pintor en la Corte que se le abría con Las tentaciones de San Antonio que había terminado semanas atrás con la ayuda de María. Quería recuperar su pasado, volver a ser el que era, pensar sólo en Aleyt y en la pintura, disfrutar de la soledad en el taller… La odiaba con toda su alma, deseaba no verla nunca más, y sólo quería estar con ella.

Ella nunca le había mostrado ningún sentimiento; ni siquiera le había dicho que le encantaba cómo pintaba, y él estaba deseando oírlo; su sonrisa, su compañía, su cercanía podían ser sólo fruto de la educación; y se asustó al pensar que si ella le besara, si le abrazara, si le diera una sola pista, si le regalara un gesto inequívoco, dejaría de ser lo que era para ser sólo amor, sólo amistad, sólo pasión. Cómo la odiaba. Si diera ese paso hacia atrás, ya sería definitivo; a partir de entonces todo sería efímero, finito. Y miró al cielo buscando ayuda y se dijo que debía hablar con ella, contarle lo que le pasaba, quitarse ese peso. Pero se sintió cobarde hasta el tuétano y no quería perderla, aunque no la tuviera del todo.

Un día desapareció. La noche anterior Jerónimo había sentido el roce de sus labios en su cuello, en un gesto tan ambiguo que no supo si aquella joven del pelo rojo escenificaba por fin una especie de platónica unión de almas o había sido un inocente beso de alumna a maestro o buscaba el principio de un goce carnal. ¿Era ese el gesto que esperaba? ¿Comenzaría una aventura lujuriosa? ¿Se tendría que conformar con una amistad paterno-filial? En un éxtasis creativo se fue al taller a pintar, sin saberlo, un cuadro por el que pasaría a la historia. Mientras, María desapareció. Durante toda la noche Jerónimo estuvo pintando un tríptico de exuberante colorido dedicado al pecado. En la primera tabla, Adán y Eva disfrutaban del paraíso; en la segunda, la humanidad fornicaba en un éxtasis de lujuria global, en un jardín de placeres y delicias, bajo la presidencia de un madroño que simbolizaba el apetito carnal y que Jerónimo escogió como homenaje a ese perfume de fresas silvestres que anunciaba la llegada de la niña pelirroja; una pareja encerrada en una esfera de cristal pretendía representar el refrán flamenco: la felicidad es como el vidrio, se rompe pronto. La tercera y última tabla representaba el infierno, la condena. 

La odiaba por estar allí, por hacerle sentir esa dependencia inhumana, por hechizarle sin regalarle al menos el deseo de un pecado que justificara tanto sufrimiento. Porque él no quería arrancarle la ropa, no pretendía acariciar su voluptuosidad emergente, no deseaba fundirse con ella, no soñaba con embadurnar de pintura esos dos cuerpos desnudos mientras brincaban por el suelo del taller, no ansiaba aspirar sus gemidos, no anhelaba apretarla después contra su pecho en un profundo abrazo final. Era otra cosa. Era más. A no ser que aquel suave beso en el cuello hubiera significado algo… 

A la mañana, tras la composición nocturna del interior del tríptico, Jerónimo lo pasó mal; cada minuto parecía una semana, no tanto por el cansancio de una noche extenuante de producción artística, sino por la ausencia de María que ya notaba definitiva. Se sentía como un maldito cobarde que no se había atrevido a dar un paso hacia atrás, a arriesgar, a perder. Era un tipo de integridad sobrehumana que había sabido vencer a la tentación y que no hacía daño a los de alrededor. A punto de amanecer, había ido a casa para asearse. Aleyt estaba dormida. La había observado desde la puerta y después se había alejado con el candil en la mano. Con las primeras luces del día pariendo la mañana, había decidido no meterse ya en la cama. De vuelta en su taller, inquieto; en sólo dos o tres horas entró y salió de allí más de veinte veces, al principio con absurdas excusas; después sin darse explicaciones ni a sí mismo. Y entonces, se sentó a pintar la parte trasera de las dos tablas laterales del tríptico, y sólo fue capaz de utilizar diferentes tonalidades de grises y encerró el mundo en una esfera de cristal gigante y frágil. Cerró el tríptico volteando hacia el interior las dos tablas laterales y salió del taller.

Por la tarde, su hermano mayor apareció muerto. Estaba tendido en el suelo y todavía sujetaba en su mano derecha un vaso del que parecía haber bebido antes de expirar. El rumor de un envenenamiento recorrió la ciudad y enseguida se atribuyó al hecho la categoría de suicidio, al conocerse que María y su familia se habían marchado sin despedirse, porque todos conocían ya las intenciones de acuerdo matrimonial.

Meses después, uno de los trovadores que a menudo llegaban por la ciudad cantando historias clásicas, relató la mitológica vida de Medea, que terminaba con su morada eterna en los Campos Elíseos, de los que salía cada 25 años para matar a un hombre que hubiera hecho sufrir de alguna manera a una mujer que llevara su sangre. Y el trovador cantó la muerte de Domingo de Prusia en 1460, de un joven agricultor de Aquisgrán en 1435 y de un soldado de Nápoles en 1410; todos por el veneno de Medea. Al conocer la muerte del mayor de los Van Aeken en la ciudad en circunstancias extrañas, el juglar lo añadió a sus cánticos como la víctima de Medea del año 1485. Algunos decían que en cada ciudad incluía un personaje local para ganarse, por cercanía, las simpatías del lugar.

Jerónimo superó con entereza la pérdida de su hermano, pero nunca logró olvidar a la niña pelirroja, no pudo borrar el recuerdo de aquel beso en el cuello, pero se resignó a no volver a verla jamás.

Se equivocaba. Veinticinco años después, en el verano de 1510, Jerónimo volvió a tener delante aquel rostro angelical de cabellos cobrizos. Fue en Venecia, en el taller de Leonardo da Vinci. Mientras admiraba algunas de las obras del maestro, se encontró con un precioso retrato en uno de sus dibujos que había bautizado como Testa di fanciulla (La scapigliata). Un ayudante de Da Vinci le contó que la modelo de aquel dibujo había estado allí, en Venecia, unas pocas semanas y había desaparecido apresuradamente días atrás.

Quinientos años después, Juan Pablo de las Heras se mantenía aturdido, sentado en un banco de piedra en el Paseo del Prado de Madrid, con la imagen de El jardín de las delicias que acababa de ver y el recuerdo de Izaskun, la gemela de aquella que Leonardo pintara cinco siglos atrás en su Cabeza de mujer. Se acordaba de la imagen que ella había dibujado en trazos de lápiz negro. Una extraña composición con gente desnuda montando en diferentes animales: un caballo, una especie de lince, un gato, un jabalí, un dromedario, un caballo con astas de ciervo, un burro, una vaca… una de las personas llevaba un atún en los brazos, otra sostenía un enorme huevo en su cabeza, había muchos pájaros…

Aquella noche de 1985 en el callejón de detrás de El campo de las brujas, después de darle su primer beso, le regaló ese dibujo surrealista sin que Juan Pablo entendiera realmente por qué. Izaskun le habló de lo esencialmente humana que era la estupidez, de lo superlativa que era la estupidez y de las decisiones que toman las personas, aunque parezca que la vida las lleva. Somos dueños de nuestro destino, dijo Izaskun muy seria, pero demasiado a menudo la estupidez nos empeora nuestro destino; y después le habló de una tabla pintada en Flandes en la que se simbolizaba la lucha entre el bien y el mal, la virtud y el pecado, una vida equilibrada y el riesgo extremo. Y el castigo. Es muy difícil tomar siempre las decisiones correctas; es imposible no ser estúpido. Lo importante es tener gente alrededor que te ayude a tener buen juicio y que te perdone los errores, las estupideces. Juan Pablo seguía sin entender nada, pero se guardó aquel extraño dibujo. Nunca supo cuándo o cómo extravió aquel dibujo.

Cada vez que había visitado el Museo del Prado había pasado por alto el desfile de extraños animales de la tabla central de El jardín de las delicias de El Bosco. Pero aquel 29 de julio de 2010 quiso el azar que un tonto por coacción celeste se enfrentara a La pintura del madroño como si sólo hubiera ido al Prado a ver aquel cuadro. Lo miró durante unos 15 minutos sin saber qué pensar. Se fijó en los animales, idénticos a los que había visto en 1985 en un dibujo de una niña de 14 años. Si alguna vez había dudado sobre la categoría sobrehumana de Izaskun, tanta cantidad de coincidencias le llevaron a dudar si realmente podría no ser una bruja.

Se puso de pie y caminó por el Paseo del Prado sin rumbo definido con la extraña sensación de que Izaskun estaba cerca. Miró a su alrededor y no encontró a nadie que le llamara la atención. Siguió caminando con la cabeza rebosante de hipótesis, de decisiones estúpidas, de dudas.

En casa, buscó por Internet información sobre El jardín de las delicias. Descubrió que con Google Earth podía ver varias obras del Museo del Prado en muy alta resolución, entre ellas aquel cuadro de El Bosco. La observó y acercó el zoom hasta descubrir detalles que incluso delante de la tabla le habían pasado desapercibidos. Volvió a ver con detenimiento los animales, el hombre con un huevo en la cabeza, el caballo con astas de ciervo…

En ese instante recibió un mail. Era un mensaje basura que no había sido bien filtrado por el anti-spam. Era una supuesta información, evidentemente falsa, sobre el sorteo de un viaje en avión que el destinatario del mensaje había ganado. Aparentemente, sólo había que imprimir la tarjeta de embarque. Normalmente, esos mensajes acababan en la basura sólo con la lectura del asunto, pero Juan Pablo lo leyó entero porque el falso remitente había elegido como nombre precisamente Pablo Neruda y la falsa promoción decía llamarse “Aquelarre”. Demasiadas casualidades. Más adelante, en el mensaje se incluía un banner de publicidad ilustrado con una reproducción del Hombre de Vitruvio; y al final se anunciaba un restaurante de nombre “El jardín de las delicias”. Pensó que se había vuelto loco y tuvo que leer cuatro o cinco veces el contenido del mensaje para confirmar que Neruda, Goya, Leonardo y El Bosco estaban ahí. O era brujería o tenía que pedir el ingreso voluntario en un hospital psiquiátrico.

Después de mirar el correo electrónico durante unos minutos, decidió seguir las instrucciones del mensaje e imprimir una supuesta tarjeta de embarque aun a riesgo de que un troyano infectara su ordenador con tanta virulencia como parecía haber sido infectada su cabeza. Era un billete para un vuelo que salía de Madrid el lunes 2 de agosto a las 9.00 h. Los días que pasaron hasta entonces se le hicieron eternos; se dedicó a investigar más y más sobre brujería, sobre Goya, sobre Leonardo, sobre El Bosco; apenas durmió más de cuatro horas cada noche, no volvió por la oficina y no avisó a nadie. Apagó el móvil. Y el lunes a las 6:30 de la mañana estaba paseando por los eternos pasillos de la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, esperando tomar un vuelo hacia una ciudad en la que nunca había estado pero que debía darle respuestas y acercarle a Izaskun.

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