Visitar las fragas gallegas es conocer la belleza del bosque atlántico que en un pasado remoto se extendía por toda Europa. Hoy, desgraciadamente, sobreviven muy pocas masas forestales de este tipo en buen estado de conservación. La Fragas de Eume, en la provincia de La Coruña, presentan una exuberante vegetación fruto de la influencia del cercano Atlántico, que crea un ambiente especialmente cálido y húmedo, impidiendo la sequía estival y las heladas.

Este parque natural se recorre fácilmente siguiendo un sendero que discurre paralelo al río Eume. Caminamos atravesando un espeso bosque que ocupa las laderas del profundo cañón formado por la erosión fluvial. Abundan los robles, alisos, abedules, fresnos y castaños. La luz del sol, tamizada por un firmamento de hojas, crea un universo de sombríos matices verdes. Las hojas, con su multitud de formas, mecidas por la suave brisa, lanzan sus juguetonas y pequeñas sombras creando vislumbres y espejismos en la oscuridad del bosque.

Reliquias vivientes

El color verde explota a nuestro paso en multitud de formas vegetales; mullidos musgos, largos y esponjosos líquenes que cuelgan de las ramas y abundantes masas de helechos, algunas de cuyas especies son reliquias primitivas, supervivientes del clima subtropical del Terciario.

La posición geográfica de este espacio natural y la propia orografía del cañón consiguen sostener la vida en miles de formas vegetales y animales. Penetrar en este rincón de la naturaleza te hace comprender al instante la diferencia entre el triste y estéril cultivo artificial de una plantación de pinos y eucaliptos y el milagro de millones de pequeños seres, cada uno diferente y, sin embargo, dependientes entre sí, como las múltiples piezas de un rompecabezas gigante.

La quietud sombría de estos bosques crea una atmósfera misteriosa que ha estimulado nuestra imaginación desde la antigüedad, creando leyendas, y haciendo de ellos lugares mágicos habitados por seres sobrenaturales.

Evadir la mente

Quizás la belleza mágica de este lugar sedujo a los monjes del monasterio de Caaveiro, situado en un escarpado promontorio sobre el Eume, al final de nuestro camino. Invisible a nuestros ojos, desde la orilla del río, protegido por el espeso bosque, nos regala desde sus muros de piedra una espectacular panorámica del cañón. En esta construcción tan aérea, a la que tan sólo llega el eco del rumor del río y el susurro del viento acariciando las ramas, es fácil evadir la mente hacia un estado de relajación perfecto.

En este estado receptivo vienen a mi mente las palabras de Unamuno: «Hubo árboles antes de que hubiera libros, y acaso cuando acaben los libros continúen los árboles. Tal vez llegue la humanidad a un grado de cultura tal que no necesite ya de libros, pero siempre necesitará de árboles, y entonces abonará los árboles con libros».

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