La publicación, sin apenas tiempo para digerir la noticia y reaccionar en consecuencia, salió con su nueva edición incluyendo el restaurante, L’Auberge de l’Eridan, una preciosa casita situada en los Alpes franceses al borde del lago Annecy, muy cerca ya de la frontera suiza.

Los motivos expresados por Veyrat para negar semejante reconocimiento culinario fueron personales, de salud y de intención de retirarse y cerrar su establecimiento.

Pero nadie de su entorno creyó realmente en la veracidad de esta excusa. En el fondo, todos sus allegados y colaboradores sabían del hartazgo que en los últimos tiempos venía sintiendo el genial cocinero a consecuencia del peso diario que las estrellas Michelin suponían para el propietario de un restaurante de lujo, que como contraprestación tiene también que pagar, a su vez, un “precio” de lujo.

Un precio que se traduce en la exigencia de –por supuesto– un nivel exquisito de cocina, pero al mismo tiempo un servicio impecable y con total conocimiento de la carta, una bodega amplia y variada con los mejores y más acreditados caldos, una cristalería, vajilla y cubertería acordes con las circunstancias y sin la más mínima muestra de uso anterior, limpieza de los servicios hasta extremos casi incontrolables, un salón con un ambiente agradable pero a la vez discreto, y así, en fin, hasta la extenuación.

El riesgo de perder

Porque si alguno de estos elementos fallara mínimamente en alguna de las frecuentes y secretas visitas de uno de los temidos inspectores Michelin, el riesgo de perder puntuación o incluso una de las estrellas anteriormente conseguidas es muy alto y muy probable, con lo que esto conlleva para la imagen y fama del establecimiento y del chef.

Así se explica que haya profesionales que prefieran renunciar ellos mismos a las cotizadas estrellas antes que luchar desesperada y permanentemente por mantenerlas, en una lucha –por otro lado tan diferente y distante de la pura creación culinaria– que no todo el mundo está dispuesto a soportar.

Porque el caso de Marc Veyrat no es el único. Ya a finales del pasado año, otro reconocido y genial cocinero francés, Olivier Roellinger, había renunciado a sus estrellas, aunque no a su cocina. Su decisión fue cerrar el restaurante galardonado con las estrellas, que le creaba tantos quebraderos de cabeza y abrir otro nuevo, más modesto y en el que pudiera seguir tranquila y despreocupadamente con sus propias creaciones.

Estado de ánimo

Un comentario suyo a la prensa francesa explica claramente su cansancio y su decisión de cambio: "Después de veintiséis años de felicidad pasados delante de los fogones, encuentro cada día una dificultad mayor en asumir mi deber. Parece como si el restaurante se volviera contra mí", decía Roellinger, trasladando así su estado de ánimo.

Pero con anterioridad a estos dos ejemplos, hubo otro verdaderamente dramático: hace seis años, Bernard Loiseau, uno de los más conocidos cocineros franceses, se suicidó de un tiro, en su propia casa, nada menos que a los 52 años. Poco tiempo antes, su puntuación en la exclusiva guía culinaria Gault Millau había bajado de 19 a 17 y, además, se oían rumores sobre la posibilidad de perder una de sus tres estrellas Michelin.

Naturalmente hubo todo tipo de comentarios y especulaciones sobre el particular y a costa de cual había sido el motivo de tan drástica decisión –declive profesional, deudas, problemas familiares– pero fue un amigo suyo, también cocinero, quien dejó entrever la –probablemente–  verdadera razón de Loiseau: "Él siempre decía que si perdía una estrella, se suicidaría. Era un tipo sensible. A ellos les gusta jugar con nosotros, nos suben y luego nos bajan. Creo que eso es lo que le destrozó".