Esta es la tesis que en 2001 –aunque algo ya se atisbara en el mundillo profesional– demostró la investigadora británica Frances Stonor Saunders en su libro La CIA y la guerra fría cultural (Debate, 2001).

Efectivamente, fue en los 50 cuando los planificadores estadounidenses, que estaban armando una estrategia mundial contrarrevolucionaria, comprendieron que para alcanzar su meta de liderazgo mundial había que añadir una dimensión artístico-cultural a las directrices económicas y políticas hasta entonces manejadas.

Campaña encubierta

El centro clave de esta campaña encubierta, según la investigadora, fue el Congreso por la Libertad de la Cultura, creado por la CIA entre 1950 y 1976. En su momento culminante, el Congreso “tuvo oficinas en 35 países, contó con docenas de personas contratadas, publicó artículos en más de veinte revistas de prestigio, organizó exposiciones de arte, contaba con su propio servicio de noticias y de artículos de opinión, organizó conferencias del más alto nivel y recompensó a los músicos y otros artistas con premios y actuaciones públicas”, escribe Stonor.

Los planificadores de esta singular “guerra cultural” lograron, sin duda, un gran éxito: la manipulación y promoción de una de las corrientes del arte de vanguardia de la posguerra, el Expresionismo Abstracto, como un arma más en una especie de OTAN artística. Porque en su criterio, la corriente pictórica ofrecía la doble ventaja de ser por un lado auténticamente estadounidense y, por otra parte, oponerse frontalmente al realismo socialista de manufactura estalinista.

Pocos se libraron 

Con respecto a los destinatarios de esta campaña, el libro sostiene que “tanto si les gustaba como si no, hubo pocos escritores, poetas, artistas, historiadores, científicos y críticos en la Europa de posguerra cuyos nombres no estuvieran, de una u otra manera, vinculados con esta empresa encubierta».

Pero la realidad, y los mensajes que entonces se intentaban trasladar, vistos desde la óptica actual, resultan más complicados de entender: Rothko se suicidó. Pollock se mató, completamente borracho, en un accidente de coche. Newman y Franz Kline murieron de ataques al corazón, probablemente consecuencia de sus desastrosos estilos de vida. Todos ellos fueron neuróticos y de algún modo “apestados”. En todos los casos, la abstracción aparentó ser la ruta más rápida para caer en una enorme mancha de una especie de materia oscura que al parecer creció en el interior de su “maravillosa” psiquis americana.

De hecho, si uno se sitúa hoy en día delante de uno de los complicados y a la vez magníficos cuadros de Pollock, no deja de sentir inmediatamente una especie de sensación de inquietud y de desorden, algo que en su día el KGB hubiera podido explotar promocionando en medio mundo una consigna tan sencilla como: «Camarada, es este realmente tu sueño?».