Cómo se hace una chica. Un título que seguramente active la alarma del lector desconfiando: aquel que sale huyendo al olor del tufillo reivindicativo, de cualquier bandera de identidad que impregne sospechosamente la obra de arte y sus rigores estéticos. Aquel que observa desde el podio del cinismo a otro lector, al lector abanderado, al lector que se busca en textos recorridos como campos de batalla, en autores aupados como portavoces de una causa, que mantiene el puño en alto mientras el primero rehúye con silencioso desdén lo que juzga un infantiloide discurso de moda…

Puede –esperemos– que ninguno de los dos lectores exista, pero algo hay de choque interno cuando nos acercamos a una novela con semejante título, descubrimos que su autora es una periodista británica y que las críticas la señalan como representante del feminismo contemporáneo. Ante la etiqueta, muchos prefieren no arriesgarse al deje de lo moralista o panfletario. Otros sencillamente prefieren no arriesgarse a pensar. En cualquier caso estarán dando la espalda a una novela cuya inteligencia y explosión de humor se hacen políticas de la única forma que la literatura puede hacerlo: no tratando de convencernos, sino sorprendiéndonos y desafiándonos.

Más deseante que deseable

La protagonista de Cómo se hace una chica, Johanna Morrigan, cabalga con energía su propia adolescencia mientras lidia con su peculiar contexto: un padre alcohólico con delirios de estrella del rock, una madre cuyo hippismo primigenio se ha transformado en una languidez fantasmagórica y depresiva, una precariedad económica que arremete de forma persistente contra el techado de protección social de su casa en Wolverhampton… Sacándole la lengua a las adversidades, Johanna se inventa a sí misma en el personaje de Dolly Wilde, una voraz reportera musical que comienza a recorrer el país –y los escenarios británicos, llenos de decadente atractivo, de los años noventa–, a escribir descarnadas críticas, a darle salida a su avidez sexual y a vivir segura de sí misma, aunque al precio de cubrirse con el caparazón del cinismo.

Las dos caras de la protagonista van conduciéndonos a situaciones variopintas llenas de chispazos de humor: un primer concierto en el que es masacrada por el pataleo del ska, el obsesivo robo de desodorantes masturbatorios en la droguería del barrio, el baile sexual en el que va toreando a un pene insufriblemente grande… Con todo, la genialidad de la novela no se encuentra en la colección de aventuras y personajes que va acumulando, sino en la construcción de una voz irresistible: la de una adolescente que duda, se atreve, ironiza hasta su propia estampa y le da una vuelta de tuerca a los sinsentidos vitales. Una voz femenina que se convierte en feminista (sin que esta palabra aparezca ni una sola vez en todo el relato) simplemente por arrogarse el derecho de vivir como a una le dé la gana en un entorno construido por y para hombres.

Por pasar olímpicamente de la espera y la pasividad en la que tradicionalmente se inmoviliza a la mujer. Por encararse a las cosas con su físico no normativo, su lenguaraz picardía, su exceso siempre liberador; por encarnar, en definitiva, lo que Virgine Despentes aclamaba en su Teoría King Kong, un clásico del feminismo: “hablo de mi lugar como mujer siempre excesiva, demasiado agresiva, demasiado ruidosa, demasiado gorda, demasiado brutal, demasiado hirsuta, demasiado viril, me dicen (…) Siempre me he sentido fea, pero tanto mejor porque esto me ha servido para librarme de una vida de mierda junto a tíos amables que nunca me habrían llevado más allá de la puerta de mi casa. Me alegro de lo que soy, de cómo soy, más deseante que deseable”. Deseante y construyendo su visión de mundo se abre camino esta voz narrativa, a la que seguimos al galope en una lectura sin desperdicio.

Esto es una novela

Decía Isaac Rosa en su discurso de agradecimiento al recibir el Premio Rómulo Gallegos (2005) que “pocos autores tienen el coraje de acercarse lo suficiente a la realidad como para iniciar una colaboración con ella. (…) También en las novelas hay pastores inodoros, y menesterosos que no sufren de los huesos”. Pues bien, si hay algo que hace con maestría la autora de Cómo se hace una chica es revelarnos a través de la voz protagonista detalles que se materializan, que se hacen palpables en fogonazos descriptivos con los que asentimos reconociéndonos; lo consigue, como ha apuntado Dorian Lynskey, “presentando emociones universales en detalles potentes”, creando personajes cuyo sudor huele y cuyas desdichas se sienten.

Por momentos, es cierto, la novela cae en un costumbrismo muy a lo Oliver Twist, forzando la descripción de penurias y el ramalazo marginal de los personajes. Aquí viene de nuevo la alerta, o al menos la desconfianza que muchos sienten desde que los famosos “estudios culturales” metieron el pie en tierras literarias, acusando la necesidad imperiosa de descentralizar el canon y de incluir a voces diferentes, marginales, rebeldes ante la normatividad excluyente; el peligro, si lo había, era pensar que la selección de textos obedecería más a una voluntad de equidad sociocultural que a criterios específicamente literarios, o, dicho de otro modo, que se buscarían a toda costa símbolos “representativos” (género, raza, cultura…) dejando en un segundo plano los mecanismos de creatividad que una obra tiene como texto ficticio.

Todo esto a partir del espinoso y delicado criterio de la identidad; un criterio que, por otra parte, parece imponer una lectura rasa en torno al binomio ficción/realidad o autor/narrador. No es casual que Caitlin Moran dedique la primera página del libro a colocar una “Nota de la autora” dirigida especialmente a los sabuesos fanáticos del autobiografismo que puedan venírsele encima: “esto es una obra de ficción”, “yo no soy Johanna”, “esto es una novela, y todo es ficticio… Casi tenemos que agradecerle la aclaración.

La voz del sí

Caitlin Moran no se ha endilgado la etiqueta de portavoz ideológica, ni su novela se sube a plataformas tales como la “Chick Lit”, un género que hizo boom con fenómenos como El diario de Bridget Jones, que se pretendía literatura hecha “por y para mujeres”, y que ha conseguido enormes éxitos comerciales anunciándose con retóricas similares a las de los anuncios de compresas. Lo que quiero decir es que, sin estamparse ningún sello, la novela consigue, en parte, huir de las estrategias con las que el capitalismo se reapropia todo lo que huele a disidencia. Consigue construir feminismo sin explicarlo, sin presentarlo como una marca estilosa de moda, sino como lo que verdaderamente es: algo imprescindible, que debe estar (puesto que el machismo lo está) en todas partes, sin perder la lucidez y la voluntad combativa.

Consigue contagiarnos de optimismo, de ganas de lanzarnos a la vida sin el miedo al error y al juicio. Sin dejar que la desconfianza y el cinismo acaben por inmovilizarnos: «Porque cuando el cinismo se convierte en el idioma por defecto, resultan imposibles la picardía y la creatividad. El cinismo restriega la cultura, como la lejía, eliminando millones de pequeñas ideas incipientes. El cinismo significa que tu respuesta automática siempre es «No». (…)Y por supuesto, la gran contradicción de que los jóvenes sean cínicos es que ellos son los que más necesitan moverse, bailar y confiar. Necesitan hacer cabriolas por una galaxia recién formada llena de ideas nuevas y relucientes, sin miedo a decir “¡Sí! ¡Por qué no!”; si no, la cultura de su generación se reducirá al más insulso de los tópicos, ya sea agresivo o defensivo”.

Con la voz del sí, con la energía de la imaginación, haciendo el humor y la guerra: así nos llega esta novela que nos procura el goce de la lectura y la semilla de una reflexión crítica que nos haga más capaces de intervenir en nuestra realidad.


Cómo se hace una chicaCómo se hace una chica
Caitlin Moran
Anagrama
Traducción Gemma Rovira
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400 páginas
20,90 euros