Con el paso a los años ochenta Quejido comienza a producir una pintura radiante, realizada a partir del pretexto de la vida cotidiana pero atenta a toda la tradición de la pintura occidental, pasada por su particular mano. A partir de estas pinturas, a lo largo de la década irá estudiando, en distintas series, la espacialidad de la representación pictórica y las peculiares distancias que tienen cabida allí, en el plano único del lienzo.

Desde 1993 trabaja también en respuesta a lo que él llama un estado “de mediación generalizada”. Ante el apabullante imperio del consumo de objetos e imágenes que caracteriza las últimas décadas del siglo XX, el artista se vale de vistas ampliadas de etiquetas de producto y ofertas de supermercado, de papel de periódico y fotografías de prensa, articulando su repulsa. Repulsa que, también, incide en la distancia de seguridad que los medios interponen entre nosotros y la actualidad.

También tienen cabida en la muestra sus continuas reflexiones sobre el pensamiento y la pintura, que le ocupan desde 1974 hasta hoy día: la pintura no se limita a representar un pensamiento, sino que lo produce en su propio hacer. En este proceso, según la forma de hacer de Quejido, el pintar/pensar van siempre acompañados por un tercer término, el del sentir.

La muestra parte de las obras Deliriums, Siluetas y Secuencias (1969-1974), reducciones al blanco y negro de las tres vías con las que el artista había iniciado su producción: el expresionismo, el pop y la experimentación geométrica. A partir de 1974, Quejido estudia la posibilidad de una vuelta a la pintura con sus Cartulinas, estudios ceñidos al formato estándar de la cartulina, 100 x 70. Hacia el final de la década, y conforme adopta el gran formato, el artista se instala en la pintura de composición, como en La familia (1980) y Bañistas (1981).

Más tarde muestra un mayor interés en la representación pictórica de la escena: a través de una búsqueda tenaz y de ascendencia particularmente velazqueña, Quejido vuelca de mil maneras en el plano del cuadro los paramentos que acotan una estancia de interior. Así, pasa de sus Reflejos de mediados de los años ochenta a los Tabiques, de principios de la década de 1990, en los que investiga sobre la bidimensionalidad de la pintura. Años después, cuando se interesa por las singularidades de la banda de Moebius, revisita el enigma de la capacidad cúbica en la superficie de la pintura.

Asimismo se incluyen en la exposición obras en las que Quejido reflexiona sobre el pensar y el pintar: ¿la pintura representa un pensamiento o lo produce?, ¿puede la historia de la pintura ser un sistema de pensamiento? En su trabajo aparecen estas cuestiones junto a la de la pintura como obra y como acción, dos sentidos distintos pero contiguos. Así, La pintura (2002) presenta una distancia sin medida por cuanto ínfima: la inmediatez del pintar respecto de lo pintado, su fusión en el término único pintura.

En un registro muy distinto, el artista se sirve de la pintura para enunciar su repulsa hacia lo que denomina un mundo en estado de “mediación generalizada” —en sus palabras “la insoportable imagen que produce la timocracia a través del Estado, la guerra, el consumismo y los medios de comunicación”—, frente a lo que reacciona desde 1993. Ante el apabullante imperio del consumo, acumula imágenes ampliadas de etiquetas y ofertas, insistiendo en su banalidad. Y califica como Sin nombre una colección de pinturas que reproducen fotografías de prensa.

Corpus poliédrico

Distancia sin medida nos introduce en el poliédrico corpus que Quejido ha ido generando a lo largo de su extensa trayectoria. Al examinar retrospectivamente su obra, la muestra no solo permite tomar conciencia de la lucidez y rigor de sus investigaciones plásticas, sino también de su carácter radicalmente crítico, e invita a redefinir los parámetros desde los que pensamos y miramos la pintura.

Hoja de sala: Manolo Quejido. Distancia sin medida