La primera vez que vi El último vals (The Last Waltz, 1978) fue en televisión, una madrugada de los noventa. Cacé el monumental concierto empezado, pero en cuanto intuí lo que era aquello metí a toda prisa una cinta VHS y empecé a grabar. A medida que los artistas pasaban por el escenario, mis ojos se iban saliendo de sus órbitas como si fuese el lobo de los dibujos de Tex Avery. Neil Young, Van Morrison, Eric Clapton, Bob Dylan, Dr. John, Ronnie Wood, Ringo Starr, Paul Butterfield… aquello, para un fanático de la música anglosajona de los años sesenta y setenta, era como haber muerto y estar en el paraíso.

Entonces no conocía a The Band, el grupo musical que, tras veinte años en la carretera, celebró su despedida con semejante elenco de amistades el 25 de noviembre de 1976, en el Winterland Ballroom de San Francisco. Fue mi introducción a su música. Ahí estaban, entre tanta estrella, el arkansino Levon Helm y los canadienses Rick Danko, Richard Manuel, Garth Hudson y Robbie Robertson. Sus años como banda de Ronnie Hawkins y posteriormente de Bob Dylan se notaban.

Eran unos intérpretes y compositores fabulosos, pero lo que me sorprendió es cómo podían adaptarse a cada artista sin apenas esfuerzo, siendo la perfecta banda de acompañamiento… en unos segundos pasaban del blues de Muddy Waters al pop de Neil Diamond, del gospel de The Staple Singers al folk de Joni Mitchell. Si alguien llamó mi atención del grupo fue Robbie. Mientras que el resto de la banda se quedaba en un discreto segundo plano y presumía de una aparente dejadez en el vestuario y el vello facial, Robertson parecía una estrella del Glam Rock: apuesto y elegante, con un fular rojo a juego con su guitarra, y capaz de marcarse un duelo con el mismísimo Clapton y salvarle cuando a «mano lenta» se le soltaba la correa de la guitarra en medio de un solo.

El documental, fabulosamente dirigido por Martin Scorsese, alterna las actuaciones con sinceras confidencias del grupo sobre su trayectoria. La última intervención es de Robertson. Cabizbajo, se confiesa ante Scorsese, a quien vemos reflejado en un espejo: «La carretera nos dotó del sentido de la supervivencia. Nos enseñó todo lo que sabemos. No podemos aprender mucho más de la carretera. Hemos cogido lo que nos corresponde… Tal vez solo sean supersticiones. Puedes tentar a la suerte, pero la carretera se ha llevado a muchos de los grandes: Hank Williams, Buddy Holly, Otis Redding, Janis, Jimi Hendrix, Elvis… Es un estilo de vida imposible, no te quepa duda».

Para Robertson aquello era una catarsis, una forzosa huida hacia adelante. Pero el resto del grupo no compartía su punto de vista. Para ellos aquella despedida era una pantomima. Años después, el batería Levon Helm, lleno de rencor hacia Robertson, no dudaba en burlarse de cómo al guitarrista, de limitado rango vocal, le tuvieron que desconectar el micrófono, como si fuera Yoko Ono en el famoso vídeo con Chuck Berry. En cualquier caso, Robertson era fiel a lo que siempre había hecho: seguir su propio camino.

Jaime Royal Robertson nació en Toronto en 1943. El nombre de Robbie venía de un apodo que recibió de sus compañeros de clase. A Jaime aquello le hizo tanta gracia que llamó a su primer grupo Robbie and the Robots. Era hijo de un judío y una india, con sangre mohicana y cayuga, que había nacido en la Reserva India Seis Naciones. Creció bajo la comprensión de su madre y el desdén y las ocasionales palizas de su padre. Cuando ella se cansó de las borracheras y las tundas se separó y le confesó a Robbie que su auténtico progenitor fue un timador de poca monta que había muerto en un oscuro accidente de carretera.

Aun así, Robbie siguió en contacto con su familia judía, sobre todo con un tío que se dedicaba a traficar con diamantes y tenía contactos con la Cosa Nostra de Toronto. Robbie visitaba a menudo a sus primos en la reserva india. Allí, a los ocho años, descubrió el poder de la música y la sabiduría de la tradición oral, al escuchar a un viejo indio narrar con vehemencia la historia de cómo Hiawatha y el Gran Pacificador fundaron la Confederación Iroquesa, y leyendas de los tiempos de la guerra y el olvido. En ese momento decidió que quería ser narrador de historias. Cuando llegó hasta él la música de Chuck Berry, Buddy Holly y Elvis, Robbie se hizo con una guitarra y se dispuso a contarlas.

En Toronto, Robbie vio en directo a The Hawks, la banda de Ronnie Hawkins, un cantante de rockabilly salvaje, fanfarrón y chistoso, que aullaba en el escenario, bailaba el moonwalk treinta años antes que Michael Jackson (por aquel entonces se llamaba camel walk) y se presentaba con frases tan ingeniosas como: «No hay ninguna diferencia entre Elvis y yo, ¡si no tenemos en cuenta el físico y el talento!».

Robbie quedó fascinado por la energía que desprendía el grupo en directo, especialmente la de su batería, Levon Helm. Deseoso de llamar la atención de Hawkins, el joven de quince años compuso dos canciones para el roquero, que acabarían apareciendo en su segundo disco. Aquel fue el primer contacto de Robbie con las cloacas de la industria musical, cuando vio que el jefe de Roulette Records, Morris Levy, aparecía como coautor de las canciones.

Como Levy era un mafioso conocido por haber hecho que a uno de sus artistas le colgaran por los tobillos desde la ventana de su oficina, Hawkins le recomendó al adolescente que se adaptara a las normas del juego, al tiempo que cogió a Robbie bajo su ala y le encomendó la tarea de ayudarle a elegir futuras canciones. Así conoció, en el mítico Brill Building, a los arquitectos del rock’n’roll: Pomus y Shuman, Leiber y Stoller, Otis Blackwell…

Con dieciséis años, Robbie consiguió hacer una prueba para The Hawks y acabó tocando el bajo en el grupo. Cuando preguntó cuánto dinero iba a ganar, Hawkins le respondió: «Bueno, hijo, no creo que te vayas a hacer rico, pero vas a comer más coños que Frank Sinatra».

Hawkins temía que le quitaran la licencia por tener en su banda a un menor de edad, de modo que Robbie tenía que quedarse en la parte más sombría del escenario. Le llevaría un tiempo ponerse bajo los focos, pero no le importaba demasiado. Estaba viviendo su sueño. Robbie viajó al sur de EE.UU. como quien viaja a la meca, y allí se empapó de todo lo que le rodeaba: vio a Jerry Lee Lewis aporrear el piano en los estudios de Sun Records, le hizo un traje el sastre de Johnny Cash y descubrió el hechizo tribal de la música negra viendo en directo a Howlin’ Wolf y a Bo Diddley.

Lo que siguió fueron años de moteles, carreteras, actuaciones incendiarias y escarceos sexuales. Robbie perfeccionó su talento a las seis cuerdas hasta lograr convertirse en el guitarrista de la banda (un puesto que tuvo que ganarse en un duelo de guitarras en directo con el gran Roy Buchanan). A finales de los cincuenta The Hawks era la banda más salvaje del rock’n’roll, el problema es que por aquel entonces era un género moribundo, que había sido devorado y domesticado por el sistema. Los mayores apóstoles habían caído: Buddy Holly y Eddie Cochran muertos, Elvis alistado en el ejército, Little Richard convertido en predicador, Chuck Berry entre rejas y Jerry Lee desterrado por su matrimonio con su prima de trece años de edad.

En cualquier caso, para The Hawks aquel seguía siendo un mundo salvaje. En su genial autobiografía Testimony, publicada en 2016, Robertson recuerda una actuación especialmente memorable en un tugurio que había perdido el tejado en un incendio. Apenas había público y el dueño había contratado a una stripper manca para animar a los presentes. En un momento del concierto se organizó una pelea y alguien lanzó gas lacrimógeno. Todos salieron corriendo, pero «los halcones», siguieron en pie con los ojos llorosos, acabando el concierto en una sala vacía, como si fueran la orquesta del Titanic. Tocaron durante una semana en aquel club, haciendo guardia por las noches para que no les birlaran los instrumentos y robando pan y mortadela en el supermercado del pueblo para poder comer algo antes de cobrar. El dueño del antro era ni más ni menos que Jack Ruby, que meses más tarde se convertiría en una celebridad tras matar a Lee Harvey Oswald.

Para entonces, Levon Helm y Robbie se habían hecho uña y mugre. A la banda se habían sumado otros tres canadienses: Rick Danko al bajo, Richard Manuel al piano y el multinstrumentista Garth Hudson al órgano y saxofón. La semilla de The Band ya estaba plantada. En 1964, Ronnie Hawkins, que cada vez se presentaba a menos bolos, amenazó con despedir a Rick Danko por llevar a su novia a los conciertos. Aquello fue la gota que colmó el vaso para el grupo, que abandonó al cantante, aferrándose a un sonido más negro y girando con el nombre de Levon and the Hawks. Helm, Danko y Manuel, todos excelentes cantantes, se ocupaban de las voces, y Robertson era el compositor de las nuevas canciones del grupo. Los comienzos en solitario fueron duros: apenas les llegaba para comer, Levon y Robbie estaban enganchados a la hierba y tuvieron sus primeros encontronazos con la ley. La desesperación era tal que Levon organizó un atraco a una timba clandestina. Por suerte, cuando llegaron, armados y encapuchados, descubrieron que la partida se había cancelado.

Aunque Levon and the Hawks habían grabado un par de singles (el primero de los cuales se publicó con el inexplicable nombre de Canadian Squires) seguían en busca de un contrato discográfico. En Nueva York, a Robbie le presentaron a Bob Dylan. El bardo de Minnesota estaba dando el salto a su etapa eléctrica, lo que provocó el enfado de sus fans e incluso de algunos colegas, como Pete Seeger, quien trató de cortar con un hacha los cables durante el espectáculo de Dylan en el festival de Newport de 1965.

Dylan tocaba en directo con varios miembros de The Paul Butterfield Blues Band, incluyendo al guitarrista Mike Bloomfield, quien había tocado en Like a Rolling Stone. En su primer encuentro con Dylan, Robertson escuchó en primicia la mítica canción. Poco después, Bob le propuso tocar con él en un par de conciertos. Robbie, que no quería abandonar a The Hawks, aceptó con la condición de que Levon se sumara al grupo. Aquellos conciertos fueron un anticipo de lo que les esperaba. El público aguardaba respetuoso durante el segmento folk y estallaba en violentos gritos y abucheos cuando llegaban las guitarras eléctricas. En el primer concierto, los enemigos del rock’n’roll se subieron al escenario y derribaron al teclista Al Kooper, quien decidió renunciar. Como resultado, Dylan se mostró dispuesto a contratar a todos los miembros de The Hawks como banda de acompañamiento en su gira. La suerte estaba de su lado, pues también se libraron de ir a la cárcel por pasar hierba en la frontera de Canadá.

The Hawks se unieron a Dylan en su particular guerrilla y el público empezó a referirse a ellos como The Band, por ser «la banda» de acompañamiento del cantautor. Acostumbrados a tocar para un público que iba a divertirse y bailar, no todos pudieron aguantar la presión de ser insultados y abucheados noche tras noche. El temperamental Levon Helm decidió retirarse al comienzo de la gira. Todo culminó en el infame concierto de 1966 en el Albert Hall de Londres, donde el público llamó a Dylan «Judas» (las imágenes pueden verse en No Direction Home -2005-, otro documental imprescindible de Scorsese).

Tras la infernal gira, Dylan invitó a los músicos a Woodstock para que se tomaran una temporada de descanso. Allí encontraron un nuevo sonido. Era su primer descanso de la carretera, y la vida campestre les inspiró para escribir canciones y tocar juntos. En 1967 grabaron junto a Dylan las canciones que se conocerían como The Basement Tapes, que no se publicarían hasta 1975.

En el verano de 1968, EE.UU. ardía por los conflictos raciales y la guerra de Vietnam. La salvaje carga policial durante las protestas estudiantiles en la Convención Nacional Demócrata reflejaba el espíritu de opresión y rebeldía que se respiraba aquellos días. El rock era contestatario y psicodélico. Entonces The Band publicó su disco de debut: The Music From the Big Pink (cuyo título hace referencia a la casa de Woodstock donde se gestó el álbum). Era distinto a cualquier cosa que sonara en aquel momento. Su música parecía pertenecer a otro tiempo. Mejor dicho, parecía ajena al tiempo. Los miembros de The Band también parecían ser de otra época. En lugar de roqueros, cualquiera los habría confundido con un grupo de barbudos colonos del salvaje Oeste.

Los cinco fabulosos intérpretes (Robbie había conseguido convencer a Levon de que volviera al redil) habían logrado una insólita pureza musical, que mezclaba rock’n’roll, blues, folk y country, y acabaría dando origen a lo que hoy se conoce como Americana. El propio Robertson describía la música que estaban explorando como algo muy alejado de sus tiempos de banda de acompañamiento, o incluso de su época como Levon and the Hawks. Frente a su estilo como guitarrista primerizo, que definía como una «eyaculación precoz» musical, en Music From Big Pink no había solos de guitarra. Lo importante eran las canciones, que irían construyendo una mitología nostálgica y fronteriza.

La influencia de Dylan todavía era palpable en Music From Big Pink. El cantautor pintaría la ilustración naíf que aparece en la portada, y el disco incluiría tres composiciones suyas: I Shall Be Released, Tears of Rage, escrita al alimón con Richard Manuel, y This Wheel’s on Fire, de Dylan y Rick Danko. Pero si hay una canción seminal en el disco, ésta es The Weight que, como reconocería Robertson, estaba inspirada en la obra de Luis Buñuel: «Buñuel hizo muchas películas sobre la imposibilidad de la santidad, gente intentando ser buena en Viridiana (1961) y Nazarín (1959), cuando es imposible llegar a serlo. Los artistas como Buñuel hacían películas que tenían connotaciones religiosas, pero que no eran necesariamente religiosas. Para mí The Weight trata de lo mismo… Por aquel entonces me resultaba una canción muy “buñueliana”».

El tema destacaba por sus armonías vocales, lo que hizo que fuera adoptado por muchas cantantes de soul y góspel, como Aretha Franklin, Mavis Staple, Jackie De Shannon o Diana Ross. The Weight sigue siendo la canción más conocida de The Band, un himno generacional que apareció en la mítica película Buscando mi destino (Easy Rider, 1969) y que el grupo interpretó en el no menos mítico festival de Woodstock.

En 1969, el grupo no pudo salir de gira porque Richard Manuel tuvo un grave accidente de coche. Iba borracho y colocado. The Band no daba entrevistas, lo que aumentaba su halo de misterio. Robbie Robertson definía así la actitud del grupo: «Nos rebelábamos contra la rebelión. Contra cualquier cosa que estuviera pasando. Si todo el mundo se dirigía al Este, nosotros íbamos al Oeste, y ni siquiera teníamos que hablarlo. Era algo que estaba arraigado en todos nosotros. Éramos ese tipo de rebeldes con una causa absoluta. Nuestro instinto era separarnos de la manada». En la era del sitar eléctrico, The Band estaba a punto de grabar un disco lleno de violines y acordeones. Su disco homónimo sería su obra maestra, en parte porque el grupo estaba más cohesionado, pero también porque Robertson se había hecho cargo de la composición y producción de las 12 canciones del álbum. The Band se convertiría en un éxito de ventas, llegando al número 9 de las listas de éxitos. El single Up On Cripple Creek entraría en el Top 40.

The Band es un disco repleto de tragedias rurales y relatos de rebeldes olvidados. Es la cumbre de la narrativa de Robertson, un canadiense que idealizaba el sur de EE.UU. hasta el punto de escribir la fabulosa The Night They Drove Old Dixie Down, un desgarrado canto a los derrotados de la Guerra de Secesión. Aunque la canción, una de las mejores composiciones de Robertson, no alcanzaría toda su grandeza hasta que el grupo la interpretara en vivo con los arreglos para vientos del mítico productor de Nueva Orleans Allen Toussaint.

A pesar de la publicación de un tercer disco, Stage Fright, que continuaba la tradición de sus antecesores, la grandeza de The Band se fue limitando a sus actuaciones en directo, como muestran los discos en vivo Rock of Ages, publicado en 1972, o Before the Flood, de 1974, que documentaba la gira donde volvieron a acompañar a Dylan, más por motivos económicos que artísticos.

En los sucesivos discos de estudio del grupo era evidente que el éxito se les había subido a la cabeza. La devoción del público y las alabanzas de la crítica especializada hicieron que su música se volviera autocomplaciente, y su empecinamiento por ser diferentes al resto les aisló de la evolución de los gustos populares. Robertson, frustrado por algunos proyectos fallidos, como el disco conceptual que pretendía grabar inspirado por la música de Penderecki y John Cage, y harto de las tensiones internas, acabó forzando la ruptura.

Robbie Robertson no publicaría un disco en solitario hasta 1987. El guitarrista parecía más interesado en entrar en el mundillo del cine, e incluso llegó a protagonizar una película junto a Jodie Foster, La ocasión de Donna (Carny, 1980), donde también contribuyó en el guion, inspirado en sus años como feriante adolescente (experiencias que ya había reflejado en la canción Life is a Carnival).

Tras El último Vals cimentó una amistad duradera con Martin Scorsese, con quien colaboraría en la producción de la banda sonora de Toro salvaje (Raging Bull, 1980). Posteriormente haría las veces de compositor, supervisor musical o productor en películas como El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982), El color del dinero (The Color of Money, 1986), Casino (1995) o El irlandés (The Irishman, 2019). Sin ser consciente, Robertson volvía a ocuparse de la primera tarea que hizo para Ronnie Hawkins: zahorí musical.

La carrera musical en solitario de Robertson se alejó de la de sus viejos compañeros de The Band, fieles a sus raíces, pero también más convencionales. Su debut homónimo se acercaba a las producciones de U2 y Peter Gabriel, incluyendo cameos de estos artistas en el álbum. En 1991 publicó Storyville, un disco conceptual inspirado en la música de Nueva Orleans, y exploró una fusión entre la música electrónica y las canciones de los indios norteamericanos en Music for the Native Americans, de 1994.

Sus últimos discos siguieron explorando una música electrónica y atmosférica, pero asentada en la tradición musical estadounidense, que Robertson había contribuido a consolidar. Entre 1998 y 2019 publicaría otros tres álbumes, llenos de artistas invitados, y un recopilatorio. Una actividad musical espaciada que alternaba con su trabajo como ejecutivo en Dreamworks y sus contribuciones al cine de Scorsese, cuya última colaboración aparecerá en el largometraje Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2023).

En cuanto a sus antiguos compañeros, ignoraron la despedida de The Last Waltz, y siguieron dando conciertos como The Band, aunque no volverían a grabar un disco de estudio juntos hasta los años noventa. Manuel, Hudson y Danko colaboraron ocasionalmente con Robertson en sus álbumes o bandas sonoras, pero Levon Helm nunca llegó a perdonar a su antiguo amigo la traición de haber abandonado el barco antes de tiempo. Su rencor también estaba motivado por desacuerdos referentes a las regalías originadas por las composiciones del guitarrista.

Como profetizaba Robertson, la vida en la carretera resultó ser «un estilo de vida imposible» para sus viejos compañeros. El pianista Richard Manuel no llegó a cumplir los 43 años. En 1986, después de un concierto de The Band, se bebió una botella de Grand Marnier y se ahorcó en su habitación de hotel. Robertson compuso en su honor la canción Fallen Angel, que aparecía en su debut en solitario.

En 1994, The Band ingresó en el Rock and Roll Hall of Fame. Levon Helm no se presentó en la gala. Robertson tocó The Weight junto a Garth Hudson y Rick Danko. Sería la última vez que se subiera a un escenario con sus antiguos compañeros. Cuatro años después, Danko murió de un infarto, con solo 55 años. Fue el final definitivo del grupo. En 2012 un cáncer de garganta acabó con Levon. El miembro más veterano de The Band murió a los 71 años, fiel a su estilo y sin haberse reconciliado con Robertson.

Tras la partida de Robbie, Garth Hudson, curiosamente el más anciano del grupo, es el último miembro que queda con vida de uno de los grandes conjuntos musicales del siglo XX. Juntos cambiaron la música, o tal vez fracasaron y todo se quedó en un intento. ¡Pero qué hermoso intento!