“Mis poemas son verticales, aspiran y ahondan, no se expanden, no explican ni amplifican”. Veía así su propia obra quien atesoraba una personalísima voz con ecos de otros grandes de la lírica anglosajona, ya Dickinson, ya Lowell o aquella Sylvia Plath con la estableció una literaria conexión de por vida para escarbar a través de un lenguaje sencillo, profundamente inteligible, en la complejidad de las relaciones humanas. Muy especialmente, en las que nacen y creen para establecer el día a día en el ámbito de lo doméstico.

En nuestra familia todos aman las flores.

Por eso las tumbas nos parecen tan extrañas:

sin flores, sólo herméticas fincas de hierba

con placas de granito en el centro:

las inscripciones suaves, la leve hondura de las letras

llena de mugre algunas veces…

Y el amor, el deseo, la enfermedad, la fragilidad física y psíquica del ser humano y la muerte como ejes también de su discurso poético.  

Nieta de húngaros emigrados a Estados Unidos, Glück había nacido ochenta años atrás en la primavera neoyorquina de Long Island. Supo pronto que lo suyo tenía que ver con las palabras: “Para mí es tan obvio que escribir poesía es lo más milagroso que se puede hacer que tengo que recordarme a mí misma que no todo el mundo en el mundo quiere ser poeta. Mucha gente no está ni remotamente interesada en la poesía, pero para mí está tan claro que, por supuesto, es lo que siempre he querido hacer”.

Mientras se formaba en la Universidad de Columbia y se ganaba la vida como secretaria y maestra iba cerrando Primogénita, su poemario de presentación, que le valdría en 1968 el premio de la Academia Americana de Poetas.

Desde aquello otros doce volúmenes de poesía, entre ellos Ararat, Averno, El iris salvaje, Las siete edades, Praderas, Una vida de pueblo, Figura descendente, El triunfo de Aquiles o Vita nova –todos ellos publicados en España por Pre-Textos y Visor– y dos de teoría poética, hasta llegar a Recetas invernales de la comunidad, con el que en 2021, a través de versos directos y descarnados, encaraba la vejez y el final de la vida:

Nací hace mucho tiempo.

Ya no queda nadie vivo

que me recuerde de bebé.

¿Era un bebé bueno? ¿Uno

malo? Salvo en mi cabeza

ese debate ha quedado

silenciado para siempre.

Desde la idea de que sin el lenguaje de la literatura no hay vida, durante décadas sus clases en la Universidad de Yale y en el Williams College se convirtieron en focos de referencia mientras, en paralelo, acaparaba los galardones máximos que en su país se otorga a la creación poética. Como el Pulitzer por El iris salvaje, el National Book Award por Noche fiel y virtuosa, el Nacional de la Crítica por El triunfo de Aquiles, el Nacional Bobbit otorgado por la Biblioteca del Congreso, el Ambassador de la Unión de Hablantes de Lengua Inglesa o la Medalla Nacional de Humanidades, que en 2016 le impuso el presidente Obama.

Y en 2020 el Nobel que la Academia Sueca concedió por unanimidad valorando “su inconfundible voz poética, que, con una belleza austera, convierte en universal la existencia individual”.

“En sus poemas, el yo escucha lo que queda de sus sueños e ilusiones, y nadie puede ser más duro que ella para afrontar las ilusiones del yo”, razonaba entonces el presidente del comité sueco, Anders Olsson.

Glück era la primera escritora estadounidense en recibir el Nobel de Literatura desde que en 1993 lo hiciese Toni Morrison y la primera poeta de ese país en ganarlo desde T.S. Eliot en 1948.

Hoy se diluye su magia.  Huérfanas las palabras, un silencio mineral sobrevuela la poesía: Louise Glück ha muerto.

En el mismo instante en que se pone el sol,

un granjero quema hojas secas.

No es nada, este fuego.

Es cosa pequeña, controlada,

como una familia gobernada por un dictador.

Aun así, cuando arde,

el granjero desaparece;

es invisible desde el camino.

Comparados con el sol, aquí todos los fuegos

son breves, cosa de aficionados;

se acaban cuando se consumen las hojas.

Entonces reaparece el granjero, rastrillando cenizas.

Pero la muerte es real.

Como si el sol hubiera terminado lo que vino a hacer,

hubiera hecho crecer el campo y entonces

hubiera inspirado la quema de la tierra.

Así que ahora puede ponerse.