“Visto así –apunta–, me parece que ese sepia puede dar una perspectiva novedosa e interesante. Bonita, vaya, muy bonita”. Y se dispone, a través de respuestas y puntualizaciones a perfilar su autorretrato, “en sepia, eh!”,  y sonríe entre inquieta, expectante y divertida.

El primer trazo remite a un tiempo oscuro pues la muerte se la quiso llevar hace muchos años, cuando sólo tenía cuatro. “Estoy aquí de milagro. Fui una niña enfermiza con una afección de riñón que estuvo a punto de acabar conmigo en el verano de 1929. En mi casa se contaba que mis padres me dieron por perdida durante una noche larguísima. Pero la superé y poco a poco me fui recuperando. La cosa debió de ser tan seria que desde entonces y en los años siguientes, cada 10 de agosto mi madre me daba un beso y me decía: Hija, hoy has nacido…”.

De entonces a hoy la salud no ha sido su punto más fuerte. Ha pasado una docena de veces por el quirófano, en algunos períodos se ha visto cercada por depresiones, pero de todo ha salido victoriosa y con energías renovadas, “parece que es verdad, señala orgullosa, que tengo una mala salud de hierro”.

Sus libros están llenos de niños. ¿Qué recuerdo le trae su propia infancia?

Soy la segunda de cinco hermanos. Fijándome en los cuadernos de mi hermana mayor aprendí a leer muy pronto. Ese es mi primer recuerdo, lo pronto que le cogí gusto a la lectura. Otro recuerdo tiene que ver con que mi padre tenía una pequeña empresa de fabricación de paraguas y el negocio le obligaba y nos obligaba a toda la familia a pasar seis meses del año en Barcelona y otros seis en Madrid. Era una situación extraña pues no acababa de sentirme firmemente aferrada a ninguno de los dos sitios. En Barcelona era de Madrid y en Madrid de Barcelona, por lo que en cierto modo era una extranjera en todos los sitios. Quizás esta circunstancia condicionó en mi primera infancia un cierto gusto por la soledad. Un cierto aislamiento que creo que recogen algunos de los personajes de mis historias. Considero que la infancia no es una etapa de la vida, sino un mundo completo.  

¿También pronto el descubrimiento de la naturaleza?

Por supuesto. Muy temprano. La familia de mi madre tenía una casa en la sierra de la Demanda, Logroño, en un pueblecito que se llama Mansilla de la Sierra. Allí pasábamos los veranos y allí me encontré con la naturaleza, los árboles, las piedras, los animales, las tormentas, los bosques y sus historias que oía y me producían una especie de miedo y fascinación. Toda esa magia ha quedado en mí e inevitablemente se ha trasladado a lo que escribo. La naturaleza y yo nos entendemos y nos llevamos muy bien. Como alguna vez he dicho: pertenezco al bosque.

(La construcción de un pantano anegó Mansilla de la Sierra. Ana María Matute describe en El Río (1963) la sensación que le produjo el regreso a aquel paisaje sumergido: “He vuelto a Mansilla de la Sierra, el paisaje de mi niñez… El pantano ha cubierto ya el viejo pueblo… Todo está ahogado, viviente y ahogado a un tiempo, bajo esa capa de cristal verde oscuro, que me impide el paso hacia la vertiente de los bosques de Aranguecía, Ombrihuelas, allí donde tanto amé las hayas, los robles. El agua cubre lo que fueron vegas hermosas y dulces, bordeadas de álamos y chopos. Allí enfrente, al otro lado del pantano, están los árboles, las hojas que nos vieron niños, adolescentes. El agua lo cubre todo: el fantasma de la casa, los muros de piedra, el prado, la huerta, la chopera… Cuántos nombres, cuantas carreras de niño, ya mudos”)

Y sigue recordando, porque aunque reconoce que con los años la memoria hace algunas aguas, la suya apenas muestra fisuras. “Me esfuerzo porque soy consciente de que si pierdes la memoria pierdes la vida. En cierto modo es como si no hubieses vivido. Como si las cosas no hubiesen pasado y a mí me gusta vivir, aunque a veces cueste tanto…”

Y, muy pronto, la escritura…

Sí, pronto; muy pronto. Me recuerdo escribiendo casi desde siempre. Recién cumplidos los 15 años vi mi primer cuento publicado en la revista Destino. Fue una sensación irrepetible. Dos años después escribí Pequeño teatro, para entonces la cosa de escribir ya no tenía vuelta atrás. Ahora, después de tantísimos años, puedo decir que en realidad he dado mi vida a eso de escribir y, humildemente, a ser parte de la literatura.

¿Qué lecturas influyen y han influido en su forma de contar?

He leído todo lo que he podido. Desde el principio me deslumbraron los rusos, mis queridos rusos, empezando por Chejov, al que le debo mi pasión por el cuento, y Tolstoi y Dostoievski y escritores tan distintos como Faulkner o Kafka. De los de hoy me gusta mucho Enrique Vila-Matas, y Vargas Llosa, y Mankell, y Connelly, y algunos americanos como Cornac McCarthy con toda su crudeza, y Philip Roth. Y tantos otros que harían esta lista demasiado larga.

¿Dónde habita la/su inspiración?

Escribir es una forma de vivir. He escrito siempre y sigo haciéndolo por pura supervivencia. La inspiración no está en ningún lugar concreto. Todo puede ser fuente de inspiración, ya sea un estado, una circunstancia, un paisaje, un animal, una persona… 

¿Relato o novela?

¿Y por qué no las dos cosas? Unos temas piden un desarrollo largo y otros se acercan a ti para que los conviertas en un relato mucho más breve. Siempre digo que para mí el cuento es una especie de poema en prosa.

(Al hablar del cuento Matute escribe: “El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe, en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria. Se esconde en las calumnias, en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la oscuridad de los parajes. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera adelante. El cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo”)

Y la poesía, claro. He dicho muchas veces que la poesía reúne en sí una visión completa de la vida; la poesía es filosofía, es humanística y es todo.

¿Como se definiría como escritora?

No es fácil definirse a una misma, pero en casi todos mis libros gravita la sensación de pérdida. Vivir es perder cosas. Este pensamiento y esta convicción están presentes en toda mi obra. “Cuando hablas así das una imagen pesimista que no responde a lo que tú eres”, me han dicho a menudo. Acaso no dé esa imagen, pero yo sé lo que soy y en mi hay un inevitable componente de pesimismo. La vida, aunque como la escritura es mágica, pasa factura.

(Ella lo dice y hay que asumirlo, aunque nadie lo diría al contemplar esos ojos despiertos, ese humor continuado, esa energía)

Desde luego lo que no soy ni he sido es lo que algunos han dicho respecto a escritora tremendista o escritora para niños. No entendieron nada. He escrito seis libros para niños y casi cuarenta de otro tipo que no tiene nada que ver con la literatura infantil.

La guerra también está en el fondo de no pocas de sus historias.

No podía ser de otra forma en alguien que tenía poco más de 10 años cuando comenzó aquella salvajada. Tengo en la memoria los ruidos terribles de los bombardeos y las situaciones tremendas vividas en las dos partes de una contienda que nunca debió de haberse producido. En mi casa, como en tantas otras, todo fue muy traumático. A mi padre en cierto modo le quitaron su empresa y de dueño pasó a ser un empleado más. Por otra parte, en mi casa vivieron escondidos un fraile y una monja que habían huido de una iglesia incendiada. En fin, tuve la oportunidad de ver desastres en los dos bandos lo que ha hecho que no me sienta ni de derechas ni de izquierdas. Y, después, aquella interminable postguerra, con toda su miseria y con aquel ambiente. Aquel señor que vivía en El Pardo logró que la pesadilla se hiciese poco menos que eterna. 

¿Cuál de sus libros salvaría si sólo pudiese salvar uno?

No es fácil quedarse con uno sólo de los hijos. Dediqué siete años a Los hijos muertos, un libro que parí despacio y que me dio muchas satisfacciones. Pero si sólo pudiera quedarme con uno posiblemente salvaría Olvidado Rey Gudú. Esta historia se fue gestando a lo largo de años. Tras publicar en 1971 La torre vigía dejé de escribir como consecuencia de una depresión muy profunda. Por fin, quince años más tarde acabé aquella obra ambientada en la Edad Media que se llama Olvidado Rey Gudú, un libro al que por muchos motivos le estoy muy agradecida, entre otras cosas porque me devolvió a la escritura tras muchos años de tristeza y silencio.

(Dedicada a la memoria de Andersen, de los hermanos Grimm y de Charles Perrault –“ y a todo lo que olvidé y a todo lo que perdí”–  la historia de este rey olvidado compendia las constantes del universo creativo de Ana María Matute. A saber: la infancia irrecuperable, la incomunicación, la crueldad, la soledad, la mezquindad de los adultos en tantas ocasiones, la válvula de escape de la fantasía…) 

Cuando en 2008 publicó Paraíso inhabitado aseguró que estábamos ante su último libro…

Es verdad, pero como escribir es para mí satisfacer una necesidad en ello vuelvo a andar enfrascada. Prefiero no hablar de la que será mi próxima novela, pero es cierto que ya estoy metida de lleno en un nuevo libro que no sé para cuando estará rematado.

No se quejará de falta de reconocimiento y premios…

¡Ay!, hijo. Cómo voy a aquejarme. Claro que me siento reconocida. Para empezar, el hecho de que en 1996 fuese nombrada miembro de la Real Academia Española. Siempre he dicho que los premios suponen un “además”, pues no se escribe para ganar premios. Pero la verdad es que he ganado bastantes.

(Ahí están el Premio Café Gijón de 1952 por Fiesta al Noroeste; el Planeta del 54 por Pequeño teatro; el de la Crítica del 58 y el Nacional de Literatura de 1959 por Los hijos muertos, ese mismo año, el Nadal por Primera memoria; en el 62 el Fastenrath de la Real Academia Española por Los soldados lloran de noche y el Terenci Moix, y el Ciudad de Barcelona, y dos Nacionales de Literatura Infantil, y en 2007 el Premio Nacional de las Letras por el conjunto de su obra) 

¿Y el Cervantes?

 (Habida cuenta de que la conversación transcurre antes de que se sepa ganadora, sonríe la escritora y con un cierto laconismo deja escapar: “si ha de llegar, que llegue y si llega seré feliz”… Y llegó. Ana María Matute es la tercera mujer que lo obtiene. Y todos sus lectores suspiramos satisfechos y supimos que a veces la justicia también anida en el mundo de la literatura)

Y hablando de justicia y de premios este autorretrato debería cerrarse con el Nobel, cima para la que ha sido propuesta en varias ocasiones y que, muy probablemente, nunca alcance. Pero que sepan quienes lo otorgan que ese Premio estará en permanente deuda con quien ahora ha asociado su nombre y su quehacer con aquel que respondía por Cervantes.