En 1947 publicó el libro Si esto es un hombre, un viaje al abismo de la humanidad con el equipaje de lo más desgarrador y cainita del espíritu humano: “nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre”. Viaje en el que descubre que lo peor no era la violencia ciega, ni el hambre atroz, ni siquiera la muerte, sino la degradación del ser humano hasta convertirlo en “un número sin nombre”, pero en el que se niega a asumir el papel de héroe, ni siquiera el de mártir, porque, a diferencia de Winston Churchill, Levi no aspiraba a que la historia le tratara bien y tampoco pensaba escribirla. Él solo se reconocía como un superviviente, debido a circunstancias casuales o fortuitas, como el hecho de declararse judío y no partisano en el momento de su detención por los milicianos fascistas, lo que evitó su inmediato fusilamiento, su condición de químico, que le procuró un trabajo necesario para el ejército alemán y le puso a cubierto en el lager o el enfermar de escarlatina justo en el momento de la mortal evacuación que ordenaron las autoridades alemanas inmediatamente antes de que los soviéticos liberaran el campo de concentración.

Años después, en 1963, dio a la imprenta La tregua, que relata en clave picaresca el recorrido que, como una maleta que va de un lado a otro, hizo por media Europa con un grupo de liberados italianos y los soldados soviéticos que los sacaron de Auschwitz hasta llegar a casa.

Y, finalmente, en 1986, ofreció a los lectores Los hundidos y los salvados, un ensayo en el que reflexiona acerca de las circunstancias que permiten la degradación de la condición humana y en el que confesaba que los que verdaderamente conocían el horror de la shoah eran los que habían perecido en ella, no los que, a través de la astucia o la fortuna, los más fuertes o mejor adaptados, habían sobrevivido a los campos.

Sin juzgar

Sin embargo, el autor no trata de juzgar a los salvados: palabras como bueno o malo, justo o injusto, tardaban muy poco en dejar de tener sentido al otro lado de la alambrada, donde se había perdido la posibilidad misma de razonar y solo se habitaba en la desesperante y cruel espera de la nada o de la locura.

La despersonalización que sentían los prisioneros les hundía no solo en el silencio (“el grito no consuela, y el árbol muerto no cobija”), sino también en un universo moral depravado al que eran ajenos hasta ese momento, el del código impuesto por unos hornos crematorios cuyos ladrillos estaban tan calientes que resquebrajaban sus paredes, tanto como las sienes del “superhombre” excluyente que trataba de fabricar el nazismo.

Unos años antes, en 1975, Levi había escrito El Sistema Periódico, libro inclasificable donde clasifica cada elemento químico relacionándolo con una pequeña narración. Estructurado en 21 capítulos, cada uno de ellos está dedicado a un elemento químico convertido en metáfora del hombre y de las relaciones humanas.

En el capítulo que abre el libro, consagrado al argón, el gas “inactivo” que está presente en casi el 1% en el aire seco (20 o 30 veces más abundante que el anhídrido carbónico), Levi traza la historia de sus antepasados: “En el aire que respiramos existen los llamados gases inertes. Llevan extraños nombres griegos, de raíz culta, que significan ‘el nuevo’, ‘el oculto’, ‘el inactivo’, ‘el extranjero’. Tan inertes son, efectivamente, y tan pagados de sí mismos que no interfieren en reacción química alguna ni se combinan con ningún otro elemento, y precisamente por eso han pasado inadvertidos durante siglos”.

Zinc

El dedicado al zinc es una interesante reflexión filosófica de quien es considerado como “el Darwin de los campos de la muerte” por la crítica y escritora Cynthia Ozick, su gran admiradora, como también lo fueron Amos Oz, el gran cronista de Israel que alzó su voz contra el fanatismo y a favor de la paz, o Philip Roth, una de las figuras clave de la literatura contemporánea: “En los apuntes se daba un detalle que en una primera lectura yo había pasado por alto, y es que el zinc, tan tierno y delicado, tan dócil ante los demás ácidos que se funden en uno, se comporta en cambio de modo bastante diferente cuando aparece en estado puro: entonces se resiste obstinadamente al ataque. Se podían sacar dos consecuencias filosóficas contradictorias entre sí: el elogio de la pureza, que protege del mal como una coraza, y el elogio de la impureza que abre la puerta a las transformaciones, o sea a la vida. Descarté la primera, desagradablemente moralista, y me dediqué a considerar la segunda, más afín con mi manera de ser. Para que la rueda de vueltas, para que la vida sea vivida, hacen falta las impurezas, y las impurezas de las impurezas; y pasa igual con el terreno, como es bien sabido, si se quiere que sea fértil. Hace falta la disensión, la diversidad, el grano de sal y de mostaza. El fascismo no quiere estas cosas, las prohíbe, y por eso no eres fascista tú; quiere que todo el mundo sea igual, y tú no eres igual. Pero es que ni siquiera existe la virtud inmaculada, o, caso de existir, es detestable”.

Hierro

En el apartado relativo al hierro aborda su amistad con Sandro, hecho prisionero por los fascistas y asesinado en plena juventud por un “niño-carnicero”, aunque se muestra no solo como un “químico escéptico”, sino también como un escritor escéptico, que dice ser consciente de que “es una empresa sin esperanza recubrir a un hombre de palabras, hacerlo revivir en una página escrita”. También es el capítulo donde califica como un auténtico poema al Sistema Periódico: «Empezamos a estudiar Física juntos, y Sandro se quedó estupefacto cuando traté de explicarle alguna de las ideas que confusamente cultivaba yo en aquella época (…). Que dominar la materia es comprenderla, y comprender la materia es preciso para conocer el Universo y conocernos a nosotros mismos, y que, por lo tanto, el Sistema Periódico de Mendeléyev, que precisamente por aquellas semanas estábamos aprendiendo a desentrañar, era un poema, más elevado y solemne que todos los poemas que nos hacían tragar en clase; pensándolo bien hasta rima tenía».

En las páginas centrales del libro, Levi echa mano de la pura imaginación para dedicar dos cuentos minerales al plomo y al mercurio y los inserta entre las historias de química militante, como si fueran sueños de evasión de un prisionero.

Vanadio

En el capítulo ofrendado al vanadio, el químico y humanista hace referencia a la correspondencia mantenida para un reencuentro, veinte años después, con el doctor Lothar Müller, uno de los inspectores que vigilaban el trabajo de los prisioneros del “inolvidable laboratorio donde todo era hielo, esperanza y terror”, en el que trabajaba Levi cuando los rusos habían llegado ya a las puertas de Auschwitz: “Volverme a encontrar, de hombre a hombre, ajustando cuentas con uno de los ‘otros’ había sido mi deseo más vivo y permanente desde que abandoné el campo de concentración de Lager. (…) El encuentro que yo esperaba, con tanta intensidad que por las noches llegaba a soñar con él (en alemán), era un encuentro con alguno de aquéllos de allá, que habían dispuesto de nuestras vidas, que no nos habían mirado a los ojos, como si nosotros no tuviéramos ojos. Y no lo soñaba por afán de venganza, que no soy ningún conde de Montecristo. Simplemente para volver a poner las cosas en su sitio, para poder preguntar: ‘¿Y qué?’. (…) Müller me escribió (…). Atribuía los acontecimientos de Auschwitz al Hombre, sin hacer más distinciones”.

Carbono

Por último, Levi aborda la peculiaridad del carbono, el único elemento que sabe aliarse consigo mismo en largas cadenas estables, sin gran despilfarro de energía, para convertirse en clave de la vida: “Podría contar historias y no acabar nunca, de átomos de carbono que se convierten en color y perfume de las flores; de otros que, desde algas minúsculas a pequeños crustáceos y a peces cada vez más grandes, devuelven anhídrido carbónico al agua del mar, en un perpetuo y espantoso carrusel de vida y de muerte, en el cual cada devorador resulta inmediatamente devorado; de otros que alcanzan en cambio una decente semieternidad en las páginas amarillentas de algún documento de archivo, o en el lienzo de un pintor famoso; de aquellos a los cuales les tocó el privilegio de entrar a formar parte de un grano de polen y dejaron su impronta fósil en las rocas para despertar nuestra curiosidad; de otros, en fin, que bajaron a integrarse entre los misteriosos mensajeros que dan consistencia al semen humano y participaron en el sutil proceso de escisión, duplicidad y fusión del que cada uno de nosotros ha nacido. Pero voy a contar en cambio solamente una historia más, la más secreta, y la voy a contar con la humildad y el comedimiento de quien sabe desde el principio que su asunto es desesperado, sus medios débiles, y el oficio de revestir los hechos con palabras condenado al fracaso por su misma esencia”.

Y, en las líneas finales del libro, vuelve el químico transmutado en escritor escéptico: “Lo tenemos de nuevo entre nosotros (…). Es la célula que, en este instante, surgiendo de un entramado laberíntico de síes y noes, hace a mi mano, sí, correr sobre el papel en una determinada dirección y dejarlo marcado con estas volutas que son signos: un doble disparo, hacia arriba y hacia abajo, entre dos niveles de energía, está guiando esta mano mía para que imprima sobre el papel este punto: éste”.

En definitiva, Primo Levi nos describe de una manera lúcida y fascinante el mundo y los seres humanos a través de la Tabla Periódica, esa sintética expresión de la universalidad de la química que impera en la naturaleza, acaso el poema escrito por Dmitri Ivánovich Mendeléyev un siglo antes.

No se pierda la primera parte de este artículo.