La “prostitución sagrada” envuelta en un erotismo profundo fue moneda corriente durante la Antigüedad y así lo reflejan no pocos textos y entre ellos la Biblia. Como recuerda Gregorio Morales en su documentada Antología de la Literatura EróticaAntología de la Literatura Erótica. El juego del viento y de la luna
(editada por Espasa)- , el templo sumerio de Ur poseía un burdel anexo con prostitutas consideradas sagradas que estaban jerarquizadas en tres categorías, la tercera de las cuales, las harimates, se hallaban al servicio de los fieles.

En los templos de Israel, durante la época de los patriarcas, se practicaba la hierogamia o ayuntamiento público de sacerdotes y sacerdotisas. En Babilonia, cinco siglos antes de Cristo, se fomentaba la costumbre de que toda mujer se prostituyera con un extranjero al menos una vez en la vida en el templo de Venus.

Desde siempre

Son tantos los ejemplos y tan contundentes que ya desde su arranque la literatura no pudo, supo ni quiso abstraerse y sus páginas se llenaron de un contundente erotismo que no ha hecho más que enriquecer los textos.

“Cuan dulce me es irme al estanque a bañarme ante ti, mostrándote mi belleza, en una camisa, del más fino lienzo mojada de agua… Ven y mírame… Si deseas acariciar mi muslo, mi pecho… Toma mi pecho; para ti corre lo que contiene…”.

Erotismo textual y en estado puro de los Cantos egipcios de amor (1.300 aC). O los numerosos pasajes eróticos contenidos en el Antiguo Testamento como aquel, tan turbador por incestuoso, en el que las dos hijas de Lot emborrachan a su padre y se acuestan con él. De aquellas uniones verían la luz Paterno (Hijo de mi padre) y Poblano (Hijo de mi pueblo).

Curioso también es el fragmento del Éxodo en el que, por primera vez reflejado en texto escrito, se aboga por el uso de calzoncillos: “Y hacerles has pañetes de lino para cubrir la carne vergonzosa”. Viene al caso recordar que los primeros sacerdotes no llevaban nada debajo de sus faldones por lo que no era infrecuente que en los oficios religiosos les asomasen sus partes pudendas.

Hay que considerar, y así lo comenta Gregorio Morales, que por entonces los juramentos se hacían tocándose recíprocamente los genitales (el apretón de manos sería la posterior versión purificada). La palabra testículos viene a significar pequeños testigos o, lo que es lo mismo, el lugar en el que los que sellaban un pacto ponían sus manos.

La Biblia nos cuenta como cuando Abraham le reclama juramento a un siervo le pide: “Pon tu mano debajo de mi muslo y tomarte he juramento”, a lo que el siervo accede pues “puso su mano debajo del muslo de Abraham, su señor, y juróle”.

Y en el arranque del Cantar de los Cantares de Salomón ella dice:

Béseme con su boca a mí el amado.
Son más dulces que el vino tus amores:
tu nombre es suave olor bien derramado,
y no hay olor, que iguale tus olores;
por eso las doncellas te han amado,
conociendo tus gracias y dulzores.
Llévame en pos de ti, y correremos:
no temas, que jamás nos cansaremos.

En cualquier época

En fin… Sea cual sea el salto literario que se dé. Sea cual sea la época o el género, toparemos con una u otro forma de erotismo, ya el sutil o el explícito, ya el ingenuo, el violento, el pudoroso, el que mira, el que es mirado, el que no sacia, el que se entrega, el que muere…

Pasando por Homero y su Ilíada, en donde lejos de sofisticaciones el sexo se contempla como un subidón que exige satisfacción inmediata, y La Eneida de Virgilio o La Metamorfosis de un Ovidio que se autocalifica como “poeta cantor de tiernos amores”, o las Sátiras de Juvenal que nos cuentan la historia de Claudio, casado con una ninfómana, hasta los textos indúes del Kama Sutra que vienen a ser el equivalente en Oriente a la guía erótico-sexual que supuso para Occidente El arte de amar de Ovidio.

Y, ya en la Edad Media, la descripción de la unión amorosa contenida en El collar de la paloma de Ibn Hazm de Córdoba, texto y autor cumbre de la corriente literaria arábigoandaluza: “La unión con el amado es la serenidad imperturbable, el gozo sin tacha que lo empañe ni tristeza que lo enturbie, la perfección de los deseos y el colmo de las esperanzas”.

¿Y Dante?, cuidado con Dante que al tiempo que condena la carnalidad y ubica a los lujuriosos en el segundo de los anillos del Infierno, carga de erotismo las descripciones de su amada Francesca y lamenta: “No hay dolor mayor que recordar el tiempo de la dicha, en desgracia”.

O la voluptuosidad exacerbada de Las mil y una noches, paradigma y ejemplo de pasión en la literatura por la belleza física y el erotismo. Textos al borde de lo obsceno en los que siempre acaba por imponerse la calidad de la escritura y la vertiente estética del sexo.

Y el Decamerón de Bocaccio, y los Cuentos de Canterbury de Chaucer, y Maquiavelo y Fernando de Rojas y su Celestina, y el Gargantúa y Pantagruel de Rabelais y Shakespeare y Quevedo y Cervantes y el erotismo rebosante de la poesía de San Juan de la Cruz:

Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa,
y yo le dí de hecho
a mí, sin dejar cosa:
allí le prometí de ser su esposa.

Hasta hoy

Por breve que sea, un paseo como este, cuando se adentra en los siglos más próximos, ya en el XIX, tiene que detenerse en Stendhal y en el Don Juan de Lord Byron. En los Poemas obscenos de Espronceda, en los Cuentos libertinos de Honoré de Balzac, en el Diario de un seductor de Kierkegaard, en el Naná de Zola, en los Cantos de Maldoror del conde de Lautréamont, en Oscar Wilde, en Felipe Trigo, en Baudelaire, en la Poesía Erótica de Ruben Darío, en las Cartas a Galdós escritas por Emilia Pardo Bazán y en la obligada visita a Madame Bovary.

Y, de pronto, como un ciclón, el siglo XX para dejarnos buscando el tiempo perdido con Proust, las Once mil vergas de Apollinaire, tuteando al amante de lady Chatterley, atisbando la Lolita de Nabokov o La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata. Y La seducción de Gombrowicz, y Miller, y Kafka y Gide, y el canon de belleza que describe en La Romana Alberto Moravia. Y Lawrence Durrell y Laura Esquivel, y Mann y Cela y Pierre Louÿs y las fiestas de Fitzgerald y las siestas de las historias de García Marquez, y la crudeza de Anaïs Nin y la amargura de Margueritte Durás y los amores impacientes de Juana de Ibarborou:

Tómame ahora, que tengo la carne olorosa
y los ojos limpios y la piel de rosa.
Ahora, que calza mi planta ligera
la sandalia viva de la primavera.
Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.

Cuanta variedad. Cuanta calidad. Cuanta pasión y erotismo. Cuanta literatura de primera para decir, desde siempre y para siempre: ¡¡Cómo me pones!!