Sin embargo, puestos a elegir, entre las obras que han ido descubriendo los rincones más interesantes del alma madrileña, uno tiene especial querencia por los diversos textos de Benito Pérez Galdós, sobre todo Fortunata y Jacinta, por las ráfagas literarias dejadas por Ramón Gómez de la Serna en Elucidario y El Rastro, por la deliciosa y relativamente desapercibida La Gran Vía es Nueva York, de Raúl Guerra Garrido, por el torrencial Madrid, la novela, de Antonio Gómez Rufo, y por el reciente libro de Andrés Trapiello, titulado simplemente Madrid.

Resultado de todo ello es una mirada múltiple y diversa de este poblachón manchego (“desechos de ciudad y lujos de aldea”, según la definición galdosiana) que he ido interiorizando desde que llegué a él, siendo un zangolotino, un lluvioso día, en el que comenzaban a otoñar las ramas de los árboles, de hace medio siglo, más o menos. Cuando entonces, la Gran Vía era un cine de sesión continua y en las calles cortadas como rajas a uno y otro de sus costados había un bullicio de gente buscando emociones insospechadas hasta que se hacía la mañana y el inimitable azul del cielo madrileño inundaba toda la geografía urbana.

Madrid se ha ido haciendo cada vez más grande y, quizás, más habitable, al menos eso creo yo, aunque todavía quedan hormigonados scalextrics por desmontar y espacios urbanos por reverdecer. Desde la Transición sigue siendo la ciudad que ni siquiera descansa en las horas más quietas de la madrugada, a pesar de que la mayoría de los garitos que consagraron la movida en los años ochenta ya no están o pasaron a ser templos de nuevos orantes nocturnos.

Con el tiempo, tampoco ha perdido la condición de ser la ciudad en la que a nadie se le llama forastero ni en la que nadie pregunta a nadie de dónde viene ni adónde va. A pesar del prolongado temblor parabellino y del dolor provocado por el 11-M, Madrid ha sido y es la capital del coraje y de la dignidad, el lugar donde nació Gloria Fuertes y en el que la poeta encontró que la bondad no es una virtud, sino una forma de inteligencia, acaso la más elevada, y también de erotismo.

Desde que llegué a la capital en los amenes del régimen de Franco he tenido el privilegio de vivir, salvo alguna que otra breve interrupción por motivos profesionales, en el barrio de San Antonio de la Florida, un barrio con vocación de pueblo dentro de la ciudad, cuyas hechuras limitan al levante con la Puerta de San Vicente (el atardecer se cuela como un desbordante río de oro por sus ojos), al poniente con el Puente de los Franceses, al norte con el Parque del Oeste y al sur con la Casa de Campo, y marcado en su vida diaria por el trajín de Príncipe Pío (antigua estación del Norte), los visitantes de los frescos de Goya en la primitiva ermita de San Antonio y las gentes que se asoman a la hora del almuerzo a aliviar las cosquillas del hambre en Casa Mingo.

Desde las orillas del Manzanares, que ya se deja visitar por garzas y cormoranes, he asistido a la transformación progresiva del barrio y de la ciudad y he guardado como relámpagos de la memoria algunas estampas que hoy, en otro recién estrenado año, me atrevo a compartir con los lectores de hoyesarte.com, aun con la incerteza de si la mirada es la de un madrileño más y no la de un almeriense transterrado, en el sentido otorgado por el filósofo José Gaos: quien, teniendo que salir de su tierra por motivos diversos, se establece en otra que le es próxima y en la que llega a sentirse “empatriado”.

Estampas de Madrid

Amor a ciegas

En el Parque de la Bombilla, dos adolescentes juegan a la gallina ciega del primer amor. Se buscan a tientas. A tientas se acarician. Entran el uno en el otro a tientas. A tientas se abren a la vida como girasoles ciegos por la luz del mediodía.

Anochecida en el Templo de Debod

La luz arrastra al cielo hasta la línea del horizonte y se pierde como un punto y aparte del día. La tarde se aquieta y se cubre de formas misteriosas por las últimas líneas de los montes de El Pardo. Como si se tratara de antiguos secretos guardados en las piedras de tu templo arrebatado a las aguas del Nilo.

Calle Preciados

Al principio de la calle un grupo de músicos de algún país del este de Europa interpreta a Mozart. Un poco más abajo, un mendigo se dispone a acostarse en un pikolín de cartón bajo un techo que, siendo infinito, es nada. Más allá, un equilibrista se suspende en la ingravidez de quien no tiene con que caerse vivo. En la esquina sur de la FNAC, un africano recoge su patera de lona en un santiamén y sale corriendo en cuanto ve aparecer a la policía, mientras que el joven trajeado que le estaba comprando unas zapatillas disfrazadas de nike huye de sí mismo con el dinero en la mano. Enfrente, dentro de los grandes almacenes, una manada enfebrecida por las rebajas remueve el carroñeo textil hasta encontrar un vestido que todavía no ha pasado de moda. No lejos de allí la sierpe de Doña Manolita avanza lentamente a la busca del número perdido, de la suerte para hoy. Conforme vamos bajando en la oscuridad de la noche, las horas ya no encuentran el reloj de la Puerta del Sol, sino soledades que se venden como sucedáneos de amor, a la intemperie. Al callejón de la Duda hace tiempo que no acuden los desheredados de la certidumbre.

La malabarista

Parecía una bailarina de ballet, pero lo que hacía eran juegos malabares con un sinfín de pelotas de colores, que lanzaba al aire de la mañana recién horneada e iba recogiendo en la cesta de sus sonrisas. Era una Giulietta Masina con su falda corta de volantes, su camiseta a rayas horizontales, como sus medias, y su sombrero sacado de una película de Charlot. Y dos ojos brillantes, como dos carbones encendidos. Desde que la vi por primera vez, siempre procuraba llegar al semáforo en rojo. Encontrarla se me fue haciendo tan necesario para abrir el día como el primer rayo de sol de la mañana.

Moriles

Llegaba a la Puerta de los Perdones de la Iglesia de La Concepción todos los domingos a la misma hora, un rato antes de las diez de la mañana. Mientras la gente entraba a misa de diez, de once y de doce, él leía una novela de Marcial Lafuente Estefanía. Poco después de la una del mediodía tomaba un cómodo que lo dejaba en la vieja taberna de Lavapiés que todavía guardaba entre sus paredes los ecos de sus tiempos de buen palmero sobre el tablao flamenco. Pedía un chato de Fino La Ina y, mientras lo saboreaba, dejaba que los recuerdos almendrados de otros tiempos le fueran dejando la agradable sensación de frescor de sus hazañas domingueras: hacer sentir mejor a los misericordiosos que le habían llenado de monedas el sombrero.

Antonio el de la Tomasa (historias del taxi)

Como tantos niños de la posguerra, Antonio el de la Tomasa se vio obligado a emigrar desde su pueblo natal a la capital. Ejerció los más variados oficios: cocinero, después de abandonar el bachillerato de frailes, mozo de botica y de rebotica, mecánico de bicicletas, manitas a domicilio, vendedor de biblias y enciclopedias, chófer de unos marqueses venidos a menos y, cuando reunió el dinero suficiente a salto de banco para una licencia, se compró un taxi con el que recorrió Madrid de punta a rabo del gato durante más de treinta años. Cambió el vehículo en varias ocasiones, pero en los tres metros cuadrados de cada uno de aquellos espacios interiores fue doctorándose en sabiduría popular, mientras se relacionaba con los más variados personajes y escuchaba conversaciones y discusiones científicas, literarias, artísticas, filosóficas, religiosas, políticas, médicas, policíacas, económicas…, o veía, sin ver, apasionadas relaciones de amor o desamor. Durante los primeros años, hubo muchos días en los que se le olvidó amanecer, pues decía que se trabajaba mejor antes de que llegara esa hora en la que la avalancha de voces callejeras parecía sepultar la ciudad. Sin embargo, todo cambió en el instante en el que una noche negra como un túnel interminable vio desorbitarse los ojos de las estrellas frente al filo de un navajón. Se vio muerto y sintió una fulgurante sensación de que ya era nadie, nada. Por suerte, el cliente-atracador se quedó solo con la bolsa y despreció, o quizás no la despreció lo suficiente como para quitársela, su vida. Fue entonces cuando decidió que allí donde se cierra la noche había que volver a casa, sin esperar a que se abrieran a cal y canto los lunáticos ojos del lobo. Con esta y todas las demás experiencias vividas al volante de su taxi, Antonio el de la Tomasa hubiera merecido haber escrito el libro que la vida no le dejó escribir. Había adquirido los suficientes recursos lingüísticos para haberlo hecho en lenguaje castizo, cheli o golfaray, así como la técnica necesaria para haber centrado cada una de sus historias en un solo párrafo.

Viaje de Vuelta

Tren expreso con destino a Almería va a efectuar su salida dentro de breves momentos. Son las diez de la noche y, a esa hora, la calurosa tarde del primer día de verano trata de desbordar las orillas del horizonte y prolongarse en la noche. Con un cansancio de hierro y óxido, el tren se pone en marcha. Nada más comenzar el lento y reumático vagoneo, se adentra en la extensa llanura manchega, que anega las plazas y barrios de Madrid como la bajamar inunda de arena la playa. La estación va quedando atrás y su imagen se dispersa en la niebla que respira la vieja locomotora. Cae definitivamente la noche con su vaho de mies y rocío. Ruysol aguanta, sin rendirse al sopor y a la mortecina luz del compartimento de segunda clase, hasta el vocerío de los vendedores de tortas de Alcázar de San Juan. Poco después, en Valdepeñas, ya se ha abandonado a un sueño de sky azul sólo interrumpido por el ronquido apneico de alguno de los compañeros de viaje. Se despierta con el aroma de los azahares de Gádor y la Rioja, abre la ventana y observa cómo se va haciendo presente cada vez de forma más nítida, como si estuviera esperando el revelado de una fotografía, la blanca quietud de La Chanca. El tren se abre camino por las calles de la ciudad hasta detenerse a un paso del rompeolas del Zapillo. El latido de la memoria le devuelve las imágenes, las voces y las sensaciones que permanecen en el fondo de su ser. Huele a mar la mañana.

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