Las tertulias de rebotica, que habían vivido una etapa extraordinariamente fecunda antes de nuestra Troya particular, hubieron de resurgir como el ave fénix de las cenizas de la guerra para seguir siendo lugares de convivencia, diálogo, intercambio y difusión de conocimientos, aun cuando la farmacia fuera perdiendo paulatinamente su dimensión de misterio y algo de su dimensión pública.

No eran pocas las voces que desde distintos ámbitos reclamaban volver a las tertulias. Así, el poeta Gerardo Diego decía, refiriéndose a las de rebotica: «Hay farmacéuticos que no son más que lo que están obligados a ser. Pero lo bueno, lo tradicional, es que la farmacia, la vieja botica (que sigue siendo griega, para mayor claridad, como decía D. Hermógenes, el de la Comedia Nueva), no se contenta con ofrecernos su mostrador, sus aromas inconfundibles, sus pastillas de goma y su peso de precisión para bascular las carnes peligrosamente abundantes de la clientela que entra, azorada y como queriendo ser invisible, sino que nos brinda asimismo su trastienda o rincón de la tertulia, su rebotica».

Cuenta José Luis Urreiztieta un caso insólito ocurrido en medio de la gran tragedia. A mediados de enero de 1938, en la improvisada botica que se formó en la madrileña cárcel de Porlier, que había sido habilitada por el Frente Popular en las instalaciones del colegio Calasancio, se organizó una tertulia que reunía por la tarde a un grupo relativamente numeroso de presos, en el que nunca faltaban varios profesionales sanitarios. La tertulia estaba dirigida por el farmacéutico Luis Vera y si bien en un principio los temas versaban sobre el devenir de la guerra y los proyectos para la mejora de los servicios y otras necesidades, enseguida entraron a formar parte de las conversaciones los temas de carácter general, como arte, literatura, ciencia, etc.; algunos días también se llevaban a cabo lecturas poéticas, actuaciones musicales o algún espectáculo teatral, que permitían aliviar el sufrimiento humano en medio de la crueldad de la guerra y alejar momentáneamente los temores ante el incierto futuro personal y colectivo (testimonio de Vera recogido por Urreiztieta en Pliegos de rebotica, mayo 1988). 

En el Madrid caleidoscópico de los primeros años de posguerra, ese que Camilo José Cela tan certeramente describiera a través de la “colmena” de personajes que entran y salen del café de doña Rosa (algunos de ellos mantenían una tertulia de escasos vuelos literarios), el farmacéutico Ramón Labiaga impulsó una tertulia que, curiosamente, no tuvo su asiento en rebotica alguna, sino en la trastienda de un café. El motivo era refundar la revista Farmacia Nueva, cuya publicación se había iniciado en 1930 y había quedado suspendida a causa de la guerra (1936-1940). Labiaga y un grupo de correligionarios instalaron su peculiar tertulia en un rincón de la cafetería El Gato Negro, en la madrileña calle del Príncipe, y allí la mantuvieron hasta que el establecimiento cerró sus puertas en 1952 y hubieron de encontrar acomodo en otro sitio para la cháchara, ya convertida en debates de lo más variado. 

En 1946, el polifacético Federico Muelas, «una especie de Quijote de entre semana entendido en potingues y endecasílabos» (Manuel Alcántara), adquirió la farmacia de la calle Gravina 13, en Madrid. Su rebotica acogió una brillante tertulia, denominada El Ateneo y calificada por Gerardo Diego como «cueva de la esperanza».

Muelas, farmacéutico, poeta y abogado, fue el primer presidente de la Asociación Española de Farmacéuticos de las Letras y las Artes (AEFLA) y uno de los grandes impulsores de la revista Pliegos de Rebotica, su órgano de expresión. Así lo describía Pedro de Lorenzo: “El boticario es poeta, hombre difícil de burlar en el juego de la fantasía. Ha ido alhajando su trascuarto para veladas legendarias”. Y así conduce al lector a la rebotica y a la tertulia: «Pende una lámpara de bronce, apagada; alumbran la rebotica las luces del escaparate. Se nota uno a gusto. Es todo suave: la luz, el calor templado del brasero.// La noche avanza entre conversaciones a media voz, serenas y anchos silencios. Se habla de ciudades, de historia, de apicultura. Claro que, si concurren escritores, la cosa varía radicalmente: se comenta, discute, recita; los fritos atropellan a los gritos; las copas de este licor de pedernales se suceden». Al parecer, en una de aquellas tertulias, el escritor Rafael Sánchez Mazas llegó a comentar que: «Si algún día me decido a ingresar en la Real Academia Española, mi discurso será hablando sobre las reboticas madrileñas y la trascendencia que han tenido en la gran historia de España». De Federico y del tiempo inolvidable de su tertulia dice Gerardo Diego sentir «una nostalgia incurable».

Poco a poco, durante las décadas siguientes, estas tertulias fueron retomando el pulso, aunque sin alcanzar del todo el vigor de su época dorada. Una prueba de ello es la que mantuvo Aurelio Murillo en su farmacia de la plaza del Altozano, próxima al puente de Triana, en Sevilla, referida en alguna de sus crónicas por el periodista y escritor Antonio Burgos. Dicha tertulia presenta una característica distinta a las habituales de otras reboticas y, a veces, se sucedían ininterrumpidamente a todas las horas del día. Allí, en la «botica Urelio» (nombre popular que le dieron los trianeros), se escuchaban los diálogos más serenos, sensatos en unas ocasiones, y disparatados en otras, y allí exponían sus pareceres con toda libertad profesionales sanitarios y obreros, comerciantes y artesanos, payos y gitanos. Se decía, que el buen humor y el carácter abierto corrían a raudales y había veces que las guardias de la farmacia terminaban en juergas flamencas.

Las tertulias ya no estaban tan politizadas (¿podrían haberlo estado, acaso?), pero existían lo que podríamos llamar «tertulias de poder», sobre todo en el medio rural, formadas por el farmacéutico, el médico, el alcalde y el cura, a las que se podía unir alguna que otra fuerza viva del pueblo, pero, junto a ellas, se desarrollaron otras de más altos vuelos intelectuales, como la que mantenía Francisco Marfagón en Cantimpalos (Segovia), a la que, según Benito del Castillo, concurrían arqueólogos, castellanistas, catedráticos de Medicina, y en las que se hablaba de música e incluso del despertar de África con misioneros que habían venido de Mozambique, o las «tertulias de amigos», como la que refiere  Florentino Gómez Ruimonte: «Ya se han marchado los amigos que solían acompañarme en las guardias nocturnas; les invitaba a cenar, siempre lo mismo, tortilla española con escabeche, pollo frito con tomate y queso manchego. La bebida la ponían ellos. Es el momento en que antes de echar el cierre cambio impresiones con el sereno (ese desaparecido y eficaz colaborador), mientras tomamos una taza de café. Ya en la soledad, y optimista por el animado coloquio con los amigos, empiezo a considerar cuanto influye en la alegría de vivir esa manifestación celestial que es la belleza».

En el año 1973, a instancias de José Luis Urreiztieta y bajo el auspicio de Ernesto Marcos Cañizares, a la sazón presidente del Consejo General de Colegios Farmacéuticos, se puso en marcha la Asociación Española de Farmacéuticos de las Letras y las Artes (AEFLA), teniendo entre sus socios fundadores a José María Fernández Nieto, Raúl Guerra Garrido, Federico Muelas, Rafael Palma y Carlos Pérez-Accino. Dos años después vería la luz el primer número de Pliegos de Rebotica. Tanto la asociación como su órgano de expresión han pasado en estos 50 años por vicisitudes diversas, pero alrededor de ambas se han generado, aunque de forma irregular, las más interesantes tertulias itinerantes, en las que se han podido escuchar fascinantes historias de la farmacia.

Durante los años que fue presidente Raúl Guerra Garrido tuve el placer de participar en las charlas que, después de cada reunión asociativa, se formaban con contertulios tan amenos como Marisol Donis, Margarita Arroyo, Enrique Granda, Daniel Pacheco y el propio Raúl, quien manejaba el arte de conversar como nadie, seguramente porque supo «ajustar según arte» el fármaco como literatura, como puede comprobarse no solo en su obra novelesca, sino también en sus artículos recopilados en Tertulias de Rebotica, en el resucitado -para oprobio de los intolerantes- Cuaderno secreto del abuelo y en ese excelente ensayo-novela de El herbario de Gutenberg: La Farmacia y las Letras, escrito junto con Juan Esteva de Sagrera y Javier Puerto.

Durante los años ochenta pude aprovechar la oportunidad que se me presentó de asistir en Salamanca a las tertulias de rebotica sucedáneas que se formaban al amor de una buena cena, tras la celebración de cada una de las conferencias del ciclo La enfermedad desde el enfermo, organizado por el profesor José de Portugal y promovido por la Fundación Pfizer. Fueron numerosos los participantes que nos dejaron singulares remedios literarios y las más insólitas propuestas acerca de lo divino y de lo humano, desde Camilo José Cela hasta el inimitable Felipe Mellizo, pasando por Francisco Umbral, Gonzalo Torrente Ballester, Rosa Montero, Gloria Fuertes y un largo etcétera.

Por su parte, las tertulias de rebotica del Ateneo de Madrid en los años noventa, como espacio abierto a la cultura y núcleo primigenio para la aventura académica, tuvieron como impulsores a los ateneístas Daniel Pacheco y a Juan Manuel Reol Tejada, uno de los farmacéuticos más activos e influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Las tertulias debían ser un ámbito para «la libre discusión de los temas más varios o comprometidos del vivir cotidiano, tratados sin embargo con el sentido renovador y la frescura intelectual que caracterizara a aquellas primeras Tertulia de Rebotica de las que surgieron Academias», y a fe que lo fueron. Actualmente, vuelven a tener un impulso renovador bajo la experta mano de Daniel Pacheco, presidente de la sección de Farmacia.

A veces he pensado que estas tertulias, más que lo que fueron, son lo que pudieron ser y he intentado trazar lo real y lo ficticio como dos líneas paralelas que hicieran posible la imposibilidad de encontrarse. Personalmente, una de las tertulias de rebotica a las que me hubiera gustado asistir, aunque a veces haya dado por vivida la reunión imaginada, es la que hubieran podido mantener en algún rincón de España Álvaro Cunqueiro, Juan Perucho y Antonio Gamoneda, con objeto de debatir acerca de la ciencia boticaria y el saber de la farmacopea fantástica del autor gallego, de la botánica oculta, el herbolario de existencia ignorada y los magos que atesoran el saber oculto, como Paracelso, que tan bien conocía el original escritor catalán, y de los venenos mortíferos y las fieras que arrojan de sí ponzoñas con los que fabula, teniendo como referencia a Dioscórides y Andrés Laguna, el poeta leonés. Un debate acerca de la alquimia capaz de transformar la ciencia en poesía y la farmacia en fábula para ser capaces de alcanzar saberes inalcanzables.

Otra de las fantasías soñadas o imaginadas es cómo hubiera cambiado la opinión de Ramón Calabó («encontraba que ejercer de boticario en un pueblo es un triste oficio»), el personaje de El cuaderno gris, de Josep Pla, de haber sabido desarrollar en su rebotica una tertulia con el farmacéutico de Figueras, salido de la mano creativa de Salvador Dalí, o con el propio Dalí, y el mismísimo Pla, con su boina negra, su corazón en calma y su palabra sencilla y llana.

Dado que, sin imaginación, la historia es imperfecta, me atrevo a señalar algunas otras insólitas tertulias. En más de una ocasión me he visto viajando a Yonville para asistir en la rebotica de Monsieur Homais a una tertulia en la que, además del boticario positivista y de madame Bovary y su esposo Charles, participaran otros dos personajes flaubertianos, Bouvard y Pécuchet; quizás proceda de algunas de aquellas veladas el principio de relatividad que ha quedado guardado en mi memoria: “todo es precario, variable y contiene en proporciones desconocidas tanto de cierto como de falso” o, dicho de otra manera, “en la vida, todo es relativo, aproximado y provisional”.

Otras veces, mientras paseaba por el centro Madrid, he fantaseado con entrar en la vieja farmacia galdosiana de Fortunata y Jacinta y participar en las discusiones entre los boticarios Segismundo Ballester y Maximiliano Rubin: «La Música es la Farmacia del alma, y la… viceversa, ya usted me entiende. (…) En uno y otro arte todo es combinar, combinar. Llámanse notas allá; aquí las llamamos drogas, sustancias; allá sonatas, oratorios y cuartetos…; aquí, vomitivos, diuréticos, tónicos, etc.». Probablemente al soso de Maxi no le hubiera ido mal poner un poco de música a su vida y atender a la recomendación del libro de Proverbios: «el corazón alegre es buen remedio y hace buena cara, pero la pena del corazón abate el alma». Acaso, en esto hasta tenía razón el insensato de Juanito Santacruz: «Vivir es relacionarse, gozar y padecer, desear, aborrecer y amar».

En fin, me he dejado convencer por José Garcés (el otro yo de Ramón J. Sender), el despabilado mancebo de Crónicas del alba, para considerar a la rebotica no solo como espacio de cháchara, sino también de amoríos. Y alguna noche que, agotados los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda, me he quedado durmiendo con su Oda a la farmacia y pensando en ella como «iglesia de los desesperados, con un pequeño dios en cada píldora», he soñado la rebotica como una mágica sacristía de la que me hacía cargo, con la única intención de comprobar si era cierto aquello que nos aseguraba Violeta Parra de que «los amores del sacristán son dulces como la miel» y no se trataba solo de una canción popular.

Conocedores de que el humor, el sexto de los sentidos humanos y entraña de todos los demás, beneficia seriamente la salud, hace unos años un grupo de amigos con orígenes chamanes, druidas o farmacopolas, pero sin oficina de farmacia alguna en la que refugiarnos, decidimos crear una especie de tertulia de rebotica con el nombre de Claustro Fármago, que tiene su aposento y su palojeo en las tabernas madrileñas, porque, aun siendo fieles a los principios farmacoperos, lo somos más al refranero: «Ida por ida, más vale ir por bebida a la taberna que a la botica»… Y en estas andamos todavía, repitiendo flexiones a ver si se produce algún pensamiento o descubriendo palabras inútiles para regalárselas a algún arcipreste con buena pluma para escribir El libro del buen humor.

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