En estos canalillos secundarios, el panorama urbanístico es siempre el mismo: típicas casitas estrechas y elevadas que en su día sirvieron de vivienda a los comerciantes más modestos, con su altillo abuhardillado que hacía las funciones de almacén al que subían las mercancías por medio de una polea exterior; pequeñas aceras peatonales y una mínima calzada que apenas permite el paso de una sola fila de vehículos.

Ya dentro del canal, de repente se produjo una retención. Pasado un escaso minuto de extrañeza y comentarios entre nosotros, como buenos españoles hicimos sonar estrepitosamente el claxon. Por supuesto, nadie más secundó nuestra extravagante propuesta sonora y los vehículos continuaron silenciosa e inquietantemente parados y mudos.

Una miradita al de delante, que lejos de mostrar el más mínimo estado de nervios, se había entregado plácidamente a leer el periódico. Otra miradita al de atrás, que también estaba entregado, más plenamente si cabe, a su pareja acompañante. A ninguno de los que se dirigían a sus ocupaciones habituales parecía preocuparle lo más mínimo la espera.

Pero a nosotros sí, naturalmente. Para eso éramos españoles de vacaciones y estábamos ocupadísimos. Solo faltaba. Al cabo de dos o tres minutos abandoné el coche y me dirigí enérgicamente hacia el inicio de la retención, dispuesto a investigar lo que ocurría y si fuera el caso montar alguna bronca en algún improvisado spanglish, que ya me apañaría.

Pero me encontré con un panorama que me descolocó totalmente: un humilde camión de reparto, parado ante un pequeño local comercial, una especie de librería o almacén de viejo, descargando un cargamento de libros. Varias personas, ayudando en cadena a trasladar  los bultos del camión a la especie de tienda. Y las primeras filas de coches…vacíos, sin nadie dentro.

Lo que es Europa 

Tardé en reaccionar y entender lo que estaba pasando, porque desde mi mentalidad de conductor ofendido y alterado por la espera a la que estaba siendo sometido, no me cuadraba lo que estaba viendo, pero el hecho era tan evidente, que tuve que asumir que los conductores de los primeros coches detenidos, comprendiendo la situación, no sólo no se habían enfadado y emprendido a bocinazos, sino que por propia decisión se habían bajado de los vehículos y allí estaban, cinco o seis, ayudando a descargar los libros.

Naturalmente, mi primera intención bronqueras quedó absolutamente diluida al instante y allí me encontré echando una mano y descargando, como cualquier holandés normal y corriente. Y es que, en el fondo, no me costó tanto entender su práctico razonamiento: “si este hombre tiene que descargar, lo va a hacer de cualquier forma. Cuanto antes termine, mejor para él y para todos. Conclusión: vamos a echar una manita…y vamos a acabar cuanto antes”.

También entendí, mientras descargaba fardos de libros con portadas ilegibles, que ese comportamiento no era algo casual, ni una reacción puntual fruto de un reciente brote de educación debido a alguna campaña de ciudadanía en televisión… todo lo contrario: era, sin duda, una forma de entender a los vecinos que llevaba siglos implantada y asumida en su interior. No les había hecho ninguna falta analizar la situación. La respuesta les había salido de forma natural y práctica.

Y fue entonces cuando en ese pequeño canal, formando parte de una cadena de gente a la que ni conocía ni entendía, a menos de dos horas de avión de casa, pensé: ¿será por eso que siempre ha sido y seguirá siendo Europa?

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