La colección de esculturas del Albertinum está unida al nombre de Augusto II el Fuerte (1696-1733). Considerado por Winckelmann (1717-1768) en sus Reflexiones sobre la imitación del arte griego como emulador moderno de su homónimo romano antiguo, desempeñó una labor casi obsesiva de reunión de piezas artísticas, asesorado siempre por artistas, arqueólogos y connaisseurs.

Ello convirtió a Dresde en una especie de Atenas del Norte, donde el mismo Winckelmann parecía asumir el papel de nuevo Vitruvio y donde terminaba por firmarse un cambio de gusto que reorientaba el recargado y apastelado Rococó hacia formas más nobles, todo alimentado por los odios que hacia los vástagos artísticos de Gian Lorenzo Bernini difundieron Christian Ludwig Hagedon (director de la Galería de Pinturas y el Gabinete de Antigüedades) y Adam Friedrich Oeser (pintor). Todo ello hace situar el gusto de la colección en el marco cronológico del Barroco tardío y el siempre conspicuo Neoclasicismo.

Los que quieren soñar

La claridad del mármol y la transparencia de lo clásico alabadas por el eminente historiador del arte Heinrich Wölfflin (1864-1945) en sus análisis formalistas, explican la acogida que en el público tiene el mundo de la Antigüedad. Paradójicamente el mundo de lo bello, supuesto a priori como moral, sereno y blanco, discute a menudo con su envés desprejuiciado, agitado y negro.

La forma pura, hoy incompleta y rota por el paso del tiempo, sirve como reclamo para los que desean acogerse en la carne de la prosa lechosa y poco aliñada que determina el alma de la oficialidad, es decir, la cuna o escenario que el museo utiliza para mecer a los que se resisten a dormir y quieren soñar sin esfuerzo con un pasado, si no mejor, sí por lo menos algo más lejano que nuestro espejo cotidiano. Seducción.

Lo que la forma calla

Quizá la forma sea la principal concreción del estilo, tal vez por eso la importancia histórica de una exposición como la que El Prado acoge estos días resida en cómo y por qué esas formas interesan ser recorridas desde la admiración y lo que simbólicamente reconstruyen. Y es que seguramente ese poder atractivo encerrado en una forma legible e interpretable (y por eso decimos prosaica), sea el acicate necesario para dar paso a lo que esa forma calla, a lo que esa forma conduce y firmó al ser objeto de admiración: su condición de poema incompleto.

El cómo se contesta pronto: sesenta y seis piezas escultóricas distribuidas en ocho salas, todas ellas lo suficientemente amplias como para no constreñir a las obras que quieren regocijarse en su situación de joyas y, sobre todo, para facilitar el tránsito de público. Por su lado, resolver el enigma del por qué implicaría no limitarnos a tener únicamente en cuenta el dato del cierre temporal del Albertinum, sino que fundamentalmente nos conduce a interesarnos en la época en que las esculturas fueron adquiridas.

¿Abolir las disciplinas?

Algunas pistas depositadas en el recorrido de la exposición nos hablan de una extraña convivencia entre aparentes líneas de colección antagónicas. Si bien el gusto de la corte de Augusto el Fuerte se define por una orientación hacia el canon clásico, muchas de las piezas reunidas presentan una propia autonegación estilística o, lo que es lo mismo, hacen discutible que la mirada hacia los antiguos sea unívoca y unidireccional. Este hecho, constatado por toda la pléyade de estetas influidos por Winckelmann, como Goethe, Lessing o Schiller, actualiza el debate que siempre deben abrir estos clásicos eventos culturales y lanza preguntas: ¿deben abolirse las disciplinas?

El tacto debe ser el encargado de descubrir los recovecos de la piedra, fascinarse, sí, en efecto, por el maravilloso empleo del trépano en este o aquel tirabuzón de Apolo, pero sobre todo saber jugar en una caverna en la que alguien se esconde. A todos esos ideales hechos carne, materializados en una mímesis que siempre tiende a ser inventiva, se une la mano del que con la forma hace y firma. Es por ello que toda voluntad representativa tiene siempre algo de máscara, de identidad creada, común o colectiva, como muy bien expresa todo el tránsito por las salas del museo, donde los dioses terminan por ser nuestros comensales humanizándose y devolviéndonos nuestro propio reflejo ¿Acaso esta simulación del pasado es tan distinta a cómo los propios hombres del pasado emulaban a sus ancestros? ¿Difiere tanto la recreación lúdica que de Grecia hacían los romanos en época de Augusto de la recreación lúdica que nosotros hacemos de las colecciones antiguas?

El extraño triángulo

Un extraño triángulo formado por tres aristas (las obras, los jueces y el museo) parece ser el marco perfecto para otorgar al mármol el poder de la palabra y reconciliarle con el paso del tiempo. En medio, algunos de esos jueces que osados deciden inmiscuirse en el frío y oscuro silencio que como los versos de Homero se asientan en el umbral de la luz, son capaces no ya de escuchar lo que todas esas esculturas tienen que decir, sino todo eso que callan.

Por eso parecen discutir con todas esas obras que, como bien sabía el mismo Wölfflin, son el ojo que mira, o sea, el sitio del gusto. Ese mismo que reinventa siempre la mirada del pasado y mitifica sus ruinas, tratando siempre de afirmar su pequeñez con la soberbia mano que como verdugo dice qué o cuales aspectos son dignos de los dioses.

Tal vez por eso, ese gusto al que tanto se refieren los estetas y del que tantas almas sensibles se ven afectadas, sea el que termina por decidir con qué piel ha de revestirse la carne del mundo. Así, el curso de cada intervención arqueológica o cualquier tipo de adecuación museística debe constatar si lo encontrado o mostrado se limita a ser por sí mismo o a existir en función de cómo sea expuesto.

Los besos de la piedra

¿Hasta qué punto la intencionalidad determina el curso de una restauración? El Diadúmeno de Policleto, exhibido en forma de copia romana, mantiene el brazo derecho extendido desde el siglo XVII, cuando en origen lo mantenía doblado hacia la cabeza. Esto suele probar no tanto la prestancia o ignorancia de sus restauradores como la capacidad de adecuar su trabajo a las demandas de quien paga la restauración y decide el resultado final.

¿Se adecua por tanto la pieza al gusto simétrico y severo antiguo o más bien se amolda a la estética cambiante y afectada del siglo XVII? Sabemos que desde el Renacimiento la visión de los antiguos se actualiza, se rescata y sobre todo se reinventa como cita, difuminando la barrera que separa a griegos y romanos, haciendo de la cruz símbolo de los paganos. Así, el mundo citacionista se abre camino y permite desde los estudios humanísticos un selecto análisis y asimilación de principios que terminará por configurar la percepción de toda la historia del arte occidental.

Y siempre pasa lo mismo. Entramos disfrazados de Apolo para salir vestidos de Dionisio. Quien fuera digno cada noche de escuchar los besos de la piedra.