Si en buena medida es cierto aquello de que el tiempo pone a las cosas en su sitio, Cirlot, Juan Eduardo, es un ejemplo plausible de que la calidad y el talento, -esa palabra tan ligeramente usada hoy para significar a menudo lo que no lo merece- acaban por imponerse.

Fue un ser brillante del que Pere Gimferrer afirmó: “En España es el mejor crítico de su época, muy por encima del resto”. Y Joan Perucho abundó: “Fue solitario y de una aristocracia distante. Un caballero medieval… Cirlot también era un místico cultivado, alquimista y alucinado de un estado poético que él se había formado. Dominaba en él un sentido de lo trascendental. Su experiencia de la vida no fue sólo literaria, ya que siempre mantuvo una actitud heroica”.

Descubrimientos

Nacido en Barcelona el 9 de abril de 1916, tras cursar el bachillerato en los jesuitas trabajó en una agencia de aduanas, al tiempo que se formaba, con la intensidad propia de cada una de sus actividades, como músico, unos estudios que interrumpiría drásticamente la Guerra Civil. En 1937 fue movilizado para combatir en el bando republicano en el frente del Guadarrama y a comienzos de 1940, tras la contienda, requerido para cumplir el segundo servicio militar que el gobierno de Franco impuso a quienes antes habían servido a la República.

Por esta razón, entre 1940 y 1943 reside en Zaragoza. Allí, lo que en principio consideró un castigo se convirtió en una oportunidad pues, de la mano del pintor Alfonso Buñuel, hermano del cineasta Luis, contactó con un grupo a través del que conoció el arte de vanguardia, especialmente el surrealismo, que sería esencial en su vida y obra, y el dadaísmo. Además descubre técnicas musicales y cinematográficas que más tarde enriquecerían su poesía.

Arte

De regreso a Barcelona, en donde durante un tiempo trabaja en el Banco Hispanoamericano y en la librería Argos, conoce al escritor Benítez de Castro, que le acerca al mundo periodístico de la crítica de arte, en donde pronto consigue una sólida reputación. Al tiempo sigue alimentado su labor poética y componiendo música.

En torno a 1949 colabora asiduamente en la revista Dau al set y se integra en este grupo creado en 1948 por el poeta Joan Brossa, al que también pertenecen los artistas plásticos Antoni Tàpies, Joan Ponç, Juan José Tharrats y Modest Cuixart.

Por entonces viaja a París y conoce a André Bretón, con el que traba amistad. En 1951 comienza a trabajar en la Editorial Gustavo Gili, en donde permanecerá hasta su muerte, y concluye la novela Nebiros, que no superó la torva mirada de la censura. Esta obra fue una de las que Cirlot no destruyó cuando se deshizo de su archivo anterior a 1958 y, finalmente, sería publicada en 2016. Por otra parte, su sólida educación musical lo convirtió en crítico para La vanguardia, un diario para el que también escribió numerosos artículos de cine.

En 1954 publica El ojo en la mitología. Su simbolismo y se integra en la Academia del Faro de San Cristóbal. Cuatro años más tarde comienza sus colaboraciones en las revistas Goya y Papeles de Son Armadans. Como crítico e investigador es autor de una obra ensayística muy extensa, entre la que figura Diccionario de ismos (1949), Introducción al surrealismo (1953), Cubismo y figuración (1957), El informalismo (1959) y Diccionario de los símbolos, en 1974, un volumen que pronto adquirió resonancia internacional.

Poemarios

Como apunta su hija, la conocida medievalista Victoria Cirlot, los primeros poemas de Juan Eduardo datan de 1936, en los meses previos a la Guerra Civil, una época en la que con veinte años se forma, de manera autodidacta, en el campo de la egiptología y las civilizaciones antiguas. Pero no será hasta 1943 cuando vea publicados sus primeros versos en diversas revistas literarias gracias a la mediación del primo de los hermanos Buñuel, Juan Ramón Masoliver. 

De su interesantísima obra poética, integrada por más de cuarenta poemarios, muchos de los cuales fueron en su día publicados lejos de los circuitos comerciales en tiradas muy cortas a menudo costeadas por el propio autor, destacan: En la llama (1945); Cordero del abismo (1946); Ochenta años (1951); El palacio de plata (1955); La dama de Vallcarca (1957); La doncella de las cicatrices (1967); 44 sonetos de amor (1971) y el deslumbrante ciclo Bronwyn (1966-1971), clave en su producción y del que el propio creador dejó escrito: “Lo que llamo Bronwyn, en poesía, es el centro del ‘lugar’ que, dentro de la muerte, se prepara para resucitar; es lo que renace eternamente”.    

Como señala Clara Janés, admiradora y estudiosa del autor: “Su obra poética se remonta a la tradición visionaria, al mundo del misterio, el sueño, lo oculto, que tiene sus raíces en la antigüedad, y que tan escasamente ha asomado a las letras españolas”.

Juan Eduardo Cirlot enfermó de cáncer de páncreas en 1971 y, tras ser operado, falleció en su casa de Barcelona en la madrugada del 11 de mayo de 1973.

En octubre de 2009, sus hijas Lourdes y Victoria depositaron en el Museo Nacional de Arte de Cataluña el archivo personal del escritor que contiene documentación relacionada con su proceso de trabajo, reflexiones sobre literatura y arte, correspondencia, originales de sus poemas y material sobre teoría estética y publicaciones de  los años comprendidos entre 1958 y 1972.

De su millar largo de poemas rescatamos Introducción, integrado en 1949 en el libro Elegía sumeria:

Todos los pasos tienen la forma del pasado,
la forma de las formas donde todo se muere
cayendo en su recinto de plata desbordada,
elegida en el borde de las sombras azules.

Debajo de los días de mis contestaciones
a todas las murallas que la noche reparte
en torno a mi tristeza de roto alucinado
donde el sol no golpea con sus labios en flor.

Debajo de esas causas de elemento remoto:
de esos pasos perdidos que mis manos soportan,
escribo dulcemente con el rostro vertido
hacia la extensa tierra que se eleva ante mí.

Es una tierra lenta de rosas muy oscuras,
una tierra de nombres y puñados de vidrio,
una tierra de grana con estaño incendiario,
una tierra de paja con trenzas de aceite.

Todos sus movimientos me consultan ardiendo,
todas sus invasiones se me acercan de pronto;
cuando de mi agonía resurjo hacia las calles
y paso por mis sangres escucho sus lamentos.

Voy a estar concordando las cuerdas de esa luz
que el aire petrifica rondándome los ojos.
Voy a poner sus arpas encima de mi mesa
donde escribo despacio su forma desgraciada.

Son rediles de polvo mezclado con topacios,
pescados hacinados sobre la cal deshecha
son hombros de jacintos y caderas de sábana
donde todo amontona su rumor de maderos.

Todos los pasos tienen la forma del pasado;
de un pasado sin boca para besar la orilla
de otra existencia hermosa que nunca se ha tenido
a pesar de las fiestas del corazón en llamas.

Entonces a lo largo de mi paciencia nacen
las tibias caravanas de las blancas cisternas,
los amores redondos de los pozos ocultos,
las banderas inscritas en le mármol salvaje.

Miro con mis recuerdos la zona de ese campo
en el que un gran sollozo persiste de rodillas.
Desde la tarde o noche donde un árbol violeta
esparce su mirada, también contemplo el tiempo.

Miro su vestidura de brillo y crisantemos,
su peligrosa fuerza de ventana cortada,
su pensamiento vivo creciendo con las zarzas
entre las alabanzas de los cánticos solos.

Debajo de esas causas de elemento perdido
hay una tierra suave que palpita ante mí.
Es una tierra echada sobre su propio vientre
lleno de estrellas negras y de voces lejanas.

Cuando todo lo mío se muere y despedaza
partido por el ansia de lo que me traiciona,
del crimen cometido por mí contra mis cielos
yo miro ese terreno de temblor y ternura.

Escribo para oírme vivir sobre sus tersas
orillas renacidas en un sarcófago rojo.
De sus sonidos de oro tomo mis instrumentos
hechos de siemprevivas y cabellos heridos.

Todos los pasos tienen la forma del pasado
donde todo se ahonda cayendo hacia el amor,
que es la perfecta nada de todo lo que canta
con la mirada aguda que el diamante describe.

Ya sé que me repito como un muerto que avanza
desde sus pobres ropas deshechas y en la sombra,
hacia la caja enorme donde el mundo le estrecha
para guardar la esencia de su ser miserable.

No me importa la gloria que grita en las paredes
con garfios de tormento la aurora de los días.
No obstante, reconozco la causa de mi origen
atado a la salmodia de los nombres que crujen.

Debo cantar las ansias de la roca extasiada,
las ansias de los peces que lloran su océano,
las ansias de los signos escritos con zafiros
en las llagas inmensas de las naciones secas.

No me importa la gloria, pero adoro mi voz;
mi voz hecha de torres y relámpagos negros
mi voz de combatiente por una guerra antigua,
mi voz de sacerdote con ojos de jaguar.

Es donde mi tristeza se transforma en países,
en lo que todo estalla en floras de riquezas,
en las que me sumerjo con las venas abiertas
para llenar mi espalda de tatuajes eternos.