Definámosle como alguien que ha soportado con estoicismo las inclemencias de su desafortunada vida. Como alguien que se agarra a clavos ardiendo en situaciones límite y después se recupera de las quemaduras sin quejarse, con infinita paciencia, en silencio y sin importunar a nadie con su sufrimiento. Como alguien que, a pesar de caer una y otra vez, se levanta siempre disimulando el dolor y la situación, haciendo creer a los demás que nada de lo sucedido tiene importancia, que todo es relativo y se puede superar, que el balance general es favorable y las hecatombes no son para tanto. Como alguien con una humildad sincera y rotunda, capaz de conservar el aplomo y la entereza en las situaciones más extremas.

Definamos a B como el perfecto ejemplo de cobardía. Una cobardía inevitable, que domina la vida de todo aquel que la padece. Una cobardía que se cuela por los poros de la piel, que se infiltra en la sangre y también en los pulmones; que afecta a la capacidad de decisión hasta en los actos más nimios e irrelevantes. Una cobardía que provoca que nuestro sujeto se deje arrastrar por la inercia y las corrientes de la vida, le lleven donde le lleven, aunque sea éste un emplazamiento en el que nadie querría estar.

Definámosle como alguien que sólo ha existido por y para los demás. Pero no por altruismo, sino por incapacidad para desarrollar unos intereses propios. Como alguien sin ambiciones, personales o profesionales. Como alguien que adopta sin rechistar las aficiones de sus sucesivas parejas. Alguien carente de impulsos, pasiones y voluntad. Alguien que, indefectiblemente, en todas las encuestas, responde aquello de “No sabe/No contesta”.

Decidamos a continuación el oficio de ambos personajes. Una ocupación acorde a su carácter y ambiciones, a su modo de ser y de afrontar la vida. Una ocupación en consonancia con sus respectivas personalidades.

La de A, oncólogo. Alguien respetado por la sociedad, que hace algo hermoso y útil, que salva vidas. Alguien con una tremenda responsabilidad para con el resto de seres humanos. Alguien cuyo ritmo de trabajo exige disponibilidad veinticuatro horas al día. Alguien capaz de sobrevivir a continuas carreras de fondo y, al mismo tiempo, conciliar de modo prodigioso la vida profesional con la familiar.

La de B, reponedor de un pequeño supermercado desde hace doce años. Una tarea necesaria, sí; pero también poco estimulante. Una tarea que requiere escasa pericia por parte de aquel que la realiza. Depositar las latas de tomate en el estante de las latas de tomate. Depositar los briks de leche en el estante de los briks de leche. Y así, día tras día, tras día, tras…

Coloquemos a estos dos personajes, una vez decididas sus respectivas personalidades y ocupaciones, en una situación límite. Hagamos que coincidan en el espacio y en el tiempo. En un hospital, un lunes cualquiera, por la mañana. El hospital en el que A trabaja desde hace un par de años.

Sentemos a B en una silla junto a una ventana. En la habitación 350. A un metro y medio de la cama en que yace su padre con un cáncer terminal. Su padre, al que ha idolatrado y obedecido desde que es capaz de recordar. Su padre, al que ha imitado en todo para así reducir de manera drástica el número de decisiones que ha de tomar en la vida. Su padre, que con 78 años recién cumplidos, ve cómo se le acaba el tiempo mientras la vida se le hace ya demasiado cuesta arriba.

Dejemos a B escrutando el jardín que se ve a través de la ventana. Prestando infinita atención a los ancianos que toman el sol sentados en los bancos, y a esas flores que intentan aportar un atisbo de color y alegría en un entorno predominantemente crepuscular. Fijándose en las briznas de hierba mecidas con suavidad por el viento. Esas briznas que, en un acto de infinita bondad, se dejan observar sin pedir nada a cambio.

Centrémonos ahora en A. En su paso decidido. En su modo de recorrer los pasillos del hospital mientras el resto de los trabajadores le saluda con respeto y admiración. Uno de los mejores oncólogos del país, se rumorea ya desde hace algún tiempo. Centrémonos en la manera en que A abre la puerta de la habitación 350, la manera en que agarra el pomo con la mano derecha, en que se sitúa frente a la cama del paciente mientras observa el rostro del familiar. Seamos conscientes de que A ya ha pasado por esta situación innumerables veces. La vida de los humanos tiene una duración limitada y no siempre la podemos prolongar mediante la ciencia, aun a pesar de los innumerables avances realizados en este último siglo. A tiene esto muy claro y sabe cómo reaccionar ante dichas situaciones que con tanta frecuencia se repiten. Conoce a la perfección las palabras de consuelo que tiene que pronunciar y controla de modo impecable la cadencia con que ha de pronunciarlas. Lo ha hecho un millón de veces, y aunque empatiza lo suficiente como para no ser considerado alguien frío y sin corazón, es capaz de conservar la entereza ante esos familiares que lloran desconsolados. Para así ofrecerles un hombro sobre el que llorar. Al menos, hasta que regresen a sus respectivos hogares.

Creemos entonces, por el interés de esta narración, una situación inesperada. Una situación en la que A, que ha sido valiente desde que su memoria le permite recordar, percibe por primera vez cómo sus fuerzas flaquean. Porque al observar a ese paciente terminal yaciendo en la cama, ve la muerte de un modo concreto, definitivo, real. Por primera vez. La ve como algo que va a acabar afectándole a él y a todos los que le rodean. A todos sus seres queridos. Absolutamente a todos. En estos momentos en los que entiende la muerte como algo inevitable y certero, las manos de A tiemblan y su cuello empieza a sudar. El control que tenía sobre la cadencia de sus palabras se transforma hasta convertirse en un tartamudeo nervioso, angustiado por la inminencia de unas cuántas lágrimas que pugnan por salir de sus ojos y recorrer en libertad ambas mejillas.

Veamos cómo A se derrumba ante B y cómo B saca fuerzas de flaqueza por primera vez en mucho, mucho tiempo. Esta vez, es el hombro de B el que sirve para que otros lloren sobre él. Esta vez, es B el que se mantiene en pie a pesar de la nefasta noticia. El que descubre que es capaz de sobrellevar las adversidades e incluso decidir algunas cosas por sí mismo. El que puede llegar a buen puerto tras la tormenta sin haber abandonado el barco. Esta vez, es él el hermano valeroso.

Como cuando eran pequeños y evitó que A se ahogara al ser arrastrado por la corriente de un río.

Aunque claro, de eso hace ya tanto tiempo que nadie se acuerda.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluyó el pasado 31 de mayo.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el Comité de Lectura selecciona los relatos finalistas de entre los recibidos antes del 31 de mayo, que se irán publicando en hoyesarte.com. Este es el caso de Los valientes y los cobardes, nonagésimo quinto cuento preseleccionado.

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