El caso de Carl von Linné (Linneo), el padre de la moderna taxonomía biológica basada en el sistema de clasificación y nomenclatura binaria (género y especie), es algo más singular. Según el escritor August Strindberg: “Linneo era en realidad un poeta que se convirtió en naturalista”. Su gigantesca y perdurable obra es el resultado de su propio trabajo (realizó distintas expediciones a Laponia, Noruega, Paises Bajos y por su propio país, viajando también por motivos profesionales a Inglaterra, Francia y Alemania) y al de sus “apóstoles”, que viajaron por todo el mundo para estudiar la flora de los más alejados países y le remitieron a Upsala todo tipo de materiales. Fue esto lo que le llevó a ser considerado por alguno de sus enemigos como “el viajero inmóvil” o “el botánico de jardín”.

Sin embargo es la obra del gran científico alemán Alexander von Humboldt la que ocupa el lugar más destacado. A caballo entre los siglos XVIII y XIX, von Humboldt exploró América, dejando una visión de la naturaleza como conjunto y de la biología como un todo que fue admirada por personajes tan diversos como influyentes en la cultura occidental como Schiller, Goethe o Darwin. Pero, además de un hombre de ciencia (inventor y descubridor, fundador de la moderna geografía e impulsor de políticas de protección medioambientales), Humboldt fue un gran aventurero (llegó a ser considerado como “el príncipe de los viajeros”) y un escritor nada desdeñable (fue un pionero de la escritura del paisaje), como se puede comprobar en Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, en el que dibujó con precisión los tres grandes cuadros de la naturaleza tropical americana: el “llano vacío” –tan extenso y con el mismo horizonte en huida del desierto africano–, la “montaña telúrica” y la “selva virgen”, a los que contrapuso la degradación de las ciudades, con la excepción de la capital de Nueva España, de la que dice que se encuentra entre las más hermosas ciudades que se edificaron nunca. Su otra gran obra, Cosmos, escrita ya a mediados del siglo XIX en la última etapa de su vida, puede considerarse el primer gran hito en la historia de los libros de divulgación científica.

Aparte del apoyo dado a la expedición de Humboldt, en el panorama viajero español del siglo XVIII tienen cierto interés literario algunas de las misiones científicas llevadas a cabo al continente americano, ya que, además de los datos científicos, recogen interesantes apuntes etnográficos, geográficos y culturales. Así sucede con la Relación histórica del viaje a la América meridional, que narra la expedición al Perú de Jorge Juan Santacilia y Antonio de Ulloa, en compañía del astrónomo francés Louis Godin (1735-1744), y con la monumental Flora peruviana et chilensis de los botánicos José Pavón e Hipólito Ruiz, que recoge una década de investigación por tierras del Perú (1777-1787).

Lo mismo puede decirse del resultado de dos grandes expediciones: el Viaje político-científico alrededor del mundo, que narra las peripecias de Alejandro Malaspina y José Bustamante por las colonias españolas de ultramar (1789-1794), y la Real Expedición Botánica al Reino de Nueva Granada dirigida por José Celestino Mutis, que se inició en 1883 y se prolongó durante 33 años con el fin de investigar y describir la flora americana, de la que se llegaron a catalogar más de 20.000 plantas, aunque esa no fue su única misión, pues no se descuidaron ni la investigación en otras disciplinas, como la geografía, la zoología y la astronomía, ni la recopilación de vocabularios y gramáticas indígenas.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII, diferentes expediciones a los polos y a los trópicos confirmaron la singular esfericidad del globo terráqueo (achatamiento de los polos y ensanchamiento en la línea del ecuador) y el heliocentrismo copernicano, en detrimento del geocentrismo. Entre finales del siglo XVIII y principios del XIX los viajes por Europa y América del geólogo Charles Lyell contribuyeron decisivamente al mejor conocimiento de la Tierra.

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