Heredero de los grandes, como Le Corbusier o el último Mies van der Rohe, su arquitectura sigue abriendo brechas en ciertos sectores de la crítica, que ponen en duda la originalidad de su lenguaje arquitectónico. Fuera de gustos, conveniencias y valoraciones subjetivas, su arquitectura está presente en nuestras vidas. Estaciones de ferrocarril, plazas, museos, grandes auditorios y un largo etcétera, tienen el sello de Moneo, una firma siempre discreta que deja hablar a los propios edificios mediante el uso que hacemos de ellos.

De Las Vegas a Moneo

En 1977 se publicaba en formato libro uno de los ensayos más singulares sobre arquitectura y ciudad. Su título, traducido al español como Aprendiendo de Las Vegas, sugería una llamada de atención sobre los supuestos modelos que hasta la fecha orientaban la teoría y práctica arquitectónica. Sus autores, Robert Venturi, Steven Izenour y Denise Scott Brown, polemizaron en torno a la figura del arquitecto y su papel relevante en la configuración del mundo. Aunque reconocían el poder persuasivo de la arquitectura, denunciaban el uso, no siempre justo, de esa capacidad transformadora que, a su entender, tenían los arquitectos.

Según los autores, la sobrevalorada figura del arquitecto tenía, como tal, una responsabilidad civil explícita, independientemente de las técnicas utilizadas o la forma definitiva de su construcción. Tomando como referencia la ciudad de Las Vegas y un material tan innoble como la luz de neón (en referencia a los luminosos y publicitarios adosados a los muros de los edificios del famoso Strip), hacían ver que la apariencia de las construcciones determinaba en alto grado el uso que de ellas se hacía. Explicaban, asimismo, que ese carácter “superficial” se debía a un simbolismo no siempre bien aprovechado, si queremos mal entendido, por una nueva oleada de arquitectos cegados por el éxito y vasallos de un mundo absolutamente capitalizado.

No es gratuito afirmar que un libro como Aprendiendo de Las Vegas siga hoy dando lecciones a todos los interesados por el establishment cultural, pues su reflexión empieza justamente en un momento (1972, la fecha en que se edita su primera parte) en que el capitalismo triunfante empieza a dar los primeros síntomas de que algo no funciona bien. Y aunque el modo de interesarse por la cultura sí pueda ser hoy algo distinto por la proliferación de la moda tecnológica y el intercambio cotidiano de información, continuamos cuestionando (como entonces) el lugar que corresponde a lo aparente, a lo que denominamos aspecto o forma externa.

Entre formas y contenido

Precisamente, esa tensión entre formas y contenido, entre belleza y funcionalidad, será uno de los debates más recurrentes en torno a la arquitectura desde que ésta empieza a sistematizar su propia teoría. Ya desde Vitruvio se entiende que las construcciones, los edificios, más allá de su plano mítico o legendario, han de ser la concreción de la idea de ciudad, es decir, la parte visible, real y física de la política y la sociedad.

Rafael Moneo podría haber tenido su trono en la ciudad de Las Vegas, pues sus edificios, como aquellos de la ciudad americana, están llenos de citas con el mundo antiguo y de viajes al pasado. Por suerte, el arquitecto navarro eligió la vía del diálogo y abandonó la ironía extrema de la arquitectura del desierto de Nevada. Para la crítica más complaciente, sus proyectos son más “serios” en tanto que no necesitan gritar “¡Eh!, estoy aquí”. Como pocos, Moneo ha sabido difuminar sus proyectos con el tiempo y con el espacio, hasta casi renunciar a su propia firma. ¿Debemos tildar esa inclinación al vacío como una absoluta falta de compromiso o como un ejercicio de responsabilidad?

Importancia en sí misma

La obra de Moneo tiene importancia en sí misma como parte de la historia de la arquitectura contemporánea. Además de ser una arquitectura accesible (se trata de una arquitectura clara y fácil de leer), es representativa de hasta qué punto los poderes públicos (Estado, grupos políticos, entidades bancarias) determinan, si no el aspecto total de los edificios, sí, al menos, una gran parte de lo que terminan siendo desde que el arquitecto recibe el encargo de realizarlos. Es lo que Frank Lloyd Wright (1867-1959) denominó metafóricamente “operación en triángulo” (la arquitectura es un triángulo en cuyos vértices se sitúan el arquitecto, el cliente y el constructor). Como ejemplo de esto tenemos el proyecto de ampliación del Museo Nacional del Prado (Madrid), donde existieron polémicas en torno a la forma que habría de tener el nuevo claustro de los Jerónimos, para el cual se dieron indicaciones expresas por parte de los gobernantes sobre la forma cúbica que debía adoptarse para su aspecto externo.

claustro_prado_moneo

Sin entrar a valorar el éxito o el fracaso de ese tipo de maniobras, es evidente que la arquitectura de Moneo, como la de todo arquitecto, determina de manera directa la vida a la que se ve volcada. Bien sea desde el aspecto que ofrecen sus formas exteriores (su dimensión ornamental y plástica cara al entorno circundante), bien desde su consideración como elementos transitables generadores de nuevos espacios (dimensiones habitacionales y funcionales), participan activamente como agentes ciudadanos, como motores de los más dispares acontecimientos de la vida cotidiana. Particularmente y de manera muy efectiva, los proyectos de Moneo saben vincular esos ámbitos heterodoxos que se conjugan en la ciudad. Su arquitectura es un perfecto escenario por y para la vida pública, de ahí la proliferación de tipologías específicas relativas al lenguaje arquitectónico urbano, a saber, plazas, atrios, patios, pórticos y galerías.

Uno de los grandes aciertos del arquitecto navarro es, justamente, esa adaptabilidad discreta a los entornos. De ahí que él mismo explique sus trabajos y hable de ellos como discontinuidades adaptadas a los espacios dados, tal y como sugirió años antes el omnipresente Le Corbusier (1887-1965) en su texto El Modulor. Por eso se ha dicho tantas veces que la obra de Moneo (especialmente aquella que tiene que ver con ampliaciones de museos, escuelas de arte o estaciones de tren) construye diálogos; diálogos con el pasado, diálogos con la propia historia de la arquitectura y las ciudades.

Arquitectura sin exégetas

Todo ello ha permitido clasificar su arquitectura como una arquitectura que no necesita ser explicada, como una arquitectura que no necesita de grandes exégetas (según muy acertada expresión del también arquitecto y catedrático Luis Fernández-Galiano a propósito de una expresión de Le Corbusier). Sus materiales y formas, remiten, además, a una tradición que nos es absolutamente familiar como es la tradición romana e islámica (véase Museo Romano de Mérida). Los recorridos que invitan a la exploración de los espacios (recodos, pasillos), así como la utilización de formas propias de la tipología del edificio público (vestíbulos, grandes salas) rememoran los grandes ítems vernáculos.

Al margen de modas y gustos, ahí quedan y siguen presentes las arquitecturas del reciente Premio Príncipe de Asturias. Objetos de paso o meros emblemas funcionales que hablan con el pasado, escriben ya su propia historia, que también es la nuestra. Volviendo un poco atrás pensemos en ellas teniendo recordando la célebre frase de James Fergusson, un arquitecto escocés del siglo XIX: “Desde el punto de vista histórico, la arquitectura deja de ser un arte que interesa únicamente al artista o al cliente y se convierte en uno de los más importantes complementos de la historia, llenando muchas lagunas de otras fuentes y dando vida y realidad a muchas cosas que, sin su presencia, difícilmente podrían ser comprendidas”.

¿Podemos preguntarnos ahora si, realmente, seguimos inscritos política y socialmente en ese siglo?

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