Palabra siempre la de los pintores algo visionaria quizá, dicho en voz baja para que tampoco se lo crean demasiado, pues son ellos, los pintores del Setecientos, los que construyen las etiquetas, lenguajes y códigos del arte futuro. Adecuado seguramente así este anuncio retórico a un siglo, como es el XVIII, lleno de mentiras tan atractivas como esto mismo, y que, por supuesto, ni es bello, ni es nada.

Curiosamente tenía que apellidarse Gillot el maestro de Watteau. En efecto, Claude Gillot (1673-1722) era pintor, pero no uno más, pues tenía afición a encerrar en su pincel los carromatos de comediantes italianos (gustaba de pintar escenas teatrales), moviéndose siempre sobre tonos de sátira y tragedia, sin caer nunca en una sensualidad usada o de después.

Así, Gillot no era un pintor de lunares, pero sabía tocar las teclas que a la piel debían interesar, muy especialmente a la piel ajena. Elemento pintoresco eso de “lo ajeno”, donde la costumbre acabaría viciando las paredes de los saloncitos de pompa para transformarlos en ajenos dominios del espíritu que, por aquel entonces, habitaban eso que tanto terminó por gustar a los charlatanes de la pintura: el deseo. Gillot utilizó en uno de sus cuadros más interesantes, La disputa de los cocheros” (o Los dos carros), una receta muy aguda que consistía en no hacer nada nuevo (pues su composición era un “tableau vivant”, riguroso y académico)  y dar pie a muchas elucubraciones.

Cuestión de cabezas

En primer lugar, era una escena teatral, donde aparentemente tenía que estar sucediendo algo importante y, por tanto, digno de ser visto y digno de ser amplificado con la fantasía de quien lo mirara. En segundo lugar, era un lugar perfecto para “lo ajeno”, pues la distancia que todo el teatro del aquel siglo planteó respecto al espectador (salvo contadísimas excepciones), permitía mirar aquella como lo que era, o sea, como una farsa. Terreno este otro de lo falaz que, unido a “lo ajeno” parecía servir para algo, es decir, posicionarse en un ámbito práctico con una función concreta como era divertir. Y aquí entra en juego esa cierta agudeza del pintor…

El cuadro reproducía el enfado de dos conductores de carro que, “tête à tête”, discuten. Paradójicamente, la composición es casi equilibrada, casi simétrica, casi distendida, pero Gillot sabe concentrar el drama en los dos únicos recursos dramáticos (y únicos supervivientes) que más a la vista tiene el hombre: su rostro y sus manos. La primera porta desde su gesto la ilusión de que algo grave sucede; las segundas se atreven a portar lo que no está: ilusorios cuchillos dispuestos a rebanar cuellos. Preludio de sangre. Un pintor como Gillot prevé y muestra algo que realmente no sucede pero que habrá de suceder. Cuestión peliaguda esta de las cabezas preparadas para ser degolladas o arrancadas de cuajo, pues incluso en el seno mismo de la Academia se promueven estudios sobre lo que la cabeza puede aportar como continente y contenido. Siglo XVIII donde la luz de la razón parece querer escudriñar y dar testimonio de los recodos de la hasta entonces oscura caverna del pensamiento. Cabezas distribuidas, racionalizadas por la medicina como algo único, pero expuestas en el arte como una paradoja que sabe de mil direcciones.

Presencia en España de pintores franceses

Y sí, en efecto, algo o mucho de todo esto hay en una de las obras que la sala 39 del Museo del Prado exhibe. La familia de Felipe V, obra de Louis Michel van Loo (1707-1771), traduce no tanto lo que puede ser un cambio de gusto, como lo que puede significar la certera mirada de un pintor, pues en ella se conjugan las premisas de inquietud, tensión y muerte.

Preeminentes diagonales en la composición, ritmos ondulantes en las figuras, disparidad de atenciones, no son sino caminos del rojo futuro, de ese fragmentado y complejo mundo de la nueva pintura y la nueva estética. En el caso de España, tal y como esta exposición se encarga de anunciar, son los pintores franceses los encargados de firmar el nuevo rumbo del gusto patrio. Así, “lo ajeno”, se atreve a convertir en delicia lo que inmediatamente ha de ser guerra.

A España llegan pintores como Michel-Ange Houasse (1680-1730) o como Jean Ranc (1674-1735), protegidos por los Borbones desde la subida al trono en 1700 de Felipe V, herederos todos de una  inclinación a lo severo que, aunque mucho conecta con los recuerdos de ciertos momentos de la antigüedad, es también anuncio de lo nuevo, concretamente de lo inexpresivo, de lo inerte, de lo que no tiene vida.

La agonía del retrato de aparato

Lo ajeno es así digno de ser representado. Imágenes de una realeza cuya pompa triunfal e impositiva es un absoluto descalabro de códigos, alegorías y símbolos, donde el propio artificio de la pintura supera sus propios límites para volver a subrayar su autonomía, pues finge monarquías inexistentes y cae en reiterativos empachos de opulencia y poder, pretendiendo dar continuidad dinástica a algo sin pulso, al mundo de las cabezas cortadas.

El retrato de Luís XIV de Hyacinthe Rigaud (1659-1743) o el de Luis XVI de Antoine-François Callet (1744-1798), terminan por ser un triunfo no de la imagen del rey, sino un triunfo de la propia pintura. El retrato de aparato vive momentos agónicos en el siglo XVIII, pues la carne, incluso la mirada humana del propio retratado, se hunde en un mundo de absoluto tintineo de luz, donde la metáfora termina por diseminarse en una guerra de color. Batalla en fin que obliga, como toda batalla, a tomar partido o, hablando de representación, a tomar lugar. Posición que, ya desde aquel cuadro traído a mención de Gillot, sesga, por qué no, los únicos trozos de carne visibles: las manos y la cabeza.

Escenarios fabulados, arquitecturas inexistentes, disonantes asentamientos. Francia prepara una revolución artística que no tendrá precedentes, afila ya el metal de su gran inmediato siglo (pues el XIX pertenecerá histórica y culturalmente a los Galos), y lo hace a lo grande y como mejor sabe, dinamitando el arte desde dentro.

¿Sobran bustos y falta pintura? Seguramente no, aunque la renuncia sería un buen posicionamiento frente a un medio que no habla de nada. El espectador es listo y ya se encarga de escorarse o encolerizarse ante lo que ve, pues es sabio y aprende de “lo ajeno”. Le faltan armas, le sobra cobardía. Pues el artista aventajado, en este caso pintor francés, ya ha tirado la primera piedra desde un lugar seguro ¿Qué hacen entonces, si no es así, esos músicos y poetas, refugiados en un balcón detrás de las cabezas cortadas? Código de muchas posibilidades esto de la pintura, en definitiva. Desencadenante a la vez de sucesivas reacciones en quien la contempla, implacable verdugo.