El instinto, la irracionalidad, todo lo que en sociedad se reprime puede salir a la luz fácilmente: si se enmascara, no hay culpable. Son de sobra conocidos el desenfreno y la relajación moral que acarrea una mascarada o un carnaval. A fin de cuentas son reuniones sociales donde los asistentes se convierten en otros, y gracias a sus máscaras, se liberan de sí mismos y actúan de otra manera. Es el mundo al revés: las máscaras no ocultan, muy al contrario, revelan lo que subyace bajo la aparentemente civilizada normalidad.

De la utilización de la máscara como objeto sacro, por otro lado, se obtiene un valor añadido. En este caso no hay sólo transformación en otro, es que se trata de un otro que hace de intérprete de la divinidad para los hombres. Al mago, al chamán o a la bacante les son revelados los misterios del culto, y establecen un diálogo con otro mundo en el que la máscara es una herramienta del lenguaje, esto es, un símbolo.

Transformación y símbolo

Aunque, evidentemente, la máscara tenga muchas más funciones y significados, es esta doble atribución del objeto (transformación y símbolo) la que protagoniza la mayor parte del discurso de la exposición, que concede especial atención al uso estético que hacen de la máscara los artistas de fines del siglo XIX. Éstos, en su mayoría, destacan por la concepción de obras de arte como símbolos, como mediadores de una idea más allá de la propia obra, de una idea que, además, siempre alude a la individualidad del artista. Para cumplir este papel simbólico se manipulará lo representado todo lo que sea necesario, tanto formalmente (con técnicas cada vez menos naturalistas) como conceptualmente (mezclando alegorías de distintas fuentes, reinterpretando símbolos preconcebidos, etc.). Por ejemplo: los cuadros Noche Estrellada (1889), de Van Gogh y La Vida (1903), de Picasso. El primero no es tanto la representación de una tormenta nocturna como la codificación de la angustia del pintor. Y el segundo es la representación simultánea de recuerdos que son también metáforas de opciones vitales del artista.

Se comprende que esta estética del enmascaramiento (la obra es una careta, formal y conceptual, del interior del autor) experimente constantemente con las múltiples lecturas que puede suscitar una máscara, tanto en pintura y escultura como en literatura. De hecho, las representaciones de máscaras proliferan en el arte de fin de siglo, e incluso ofrecen respuestas a las cuestiones estéticas más candentes en ese momento.

En este sentido, la exposición acierta al centrarse en las aportaciones del período. Para empezar, porque se trata de unos artistas que comienzan por configurarse ellos mismos una máscara vital. Desde el Romanticismo estaba en el aire la idea de fundir arte y vida, una verdadera necesidad para corroborar una opción estética (vanguardista, es decir, minoritaria, marginal) mediante su constante afirmación vital. Una construcción artística de la personalidad exageradamente consecuente que tiene su personificación en la figura del dandi, definida con amplitud filosófica por Baudelaire, y en la del bohemio (que es una forma de dandi, aunque a la inversa, con la máscara impuesta, no escogida).

Cuando la personalidad se hace imagen

No importa el sentido práctico, el enriquecimiento, el trabajo o cualquiera de los valores civilizados del momento. La separación de la realidad ha de ser tan radical que la personalidad se hace imagen, se representa, y al mundo sólo se le ofrece una máscara. Son famosos los muros de dandi que Wilde, Strindberg, Degas o Khnopff colocaban entre ellos y sus semejantes. Los artistas del fin de siglo utilizan este enmascaramiento con verdadera devoción, hasta el punto de legar comportamientos relacionados con la creatividad que hoy son tan conocidos que son tópicos. Tópicos hoy, entonces eran posturas tomadas muy en serio. No es extraño que estos artistas, que comienzan por hacer de su personalidad una máscara, se preocupen de investigar las posibilidades estéticas del objeto en todos los ámbitos de la creación.

En literatura, Jean Lorrain (1855-1906) ofrece en Un crimen desconocido. Relato de un bebedor de éter y Los Agujeros de la Máscara (ambos de 1895) una inquietante afirmación de la máscara como objeto que libera lo criminal en el hombre. En el primer relato, un personaje asesina a su íntimo amigo, con el que se entendía perfectamente segundos antes, tras ponerse un traje de carnaval, máscara incluida. El símbolo es elocuente y directo: tras la apariencia de normalidad, subyacen instintos criminales incontrolables. Sólo hace falta protegerse por una identidad prestada para cometer todo tipo de inmoralidades, incluido el delito. Se trata de una estigmatización extrema de la hipocresía donde la máscara, como en carnaval, descubre la otra personalidad del hombre. En el segundo relato la reflexión es más amarga: el terror proviene ya de la desorientación, de la imposibilidad de distinguir cuando se lleva la máscara y cuando no.

Una máscara

En escultura, Fernand Khnopff (1858-1921), pintor, realiza en 1897 Una Máscara, una pequeña pieza en yeso policromado que no aporta ninguna innovación formal al medio, y que sin embargo tiene una enorme trascendencia conceptual. La pieza es idéntica a otra, hoy perdida, que el artista guardaba consigo en un lugar destacado de su domicilio, verdadero templo estético concebido por él mismo hasta en los últimos detalles: en el segundo piso, lugar de su dormitorio, sobre una fina columna en un pedestal geométrico.

Es una representación del sueño, de Morfeo, un dios masculino que se ha convertido en femenino sin reservas, pues responde a una elevada necesidad personal. Khnopff vive en un templo dedicado a su concepto de belleza, y, dentro, la máscara tiene un papel efectivo. Es un ídolo, un fetiche, el símbolo mediante el que el artista habla con otro mundo, en este caso su propia ensoñación, concebido y situado con una seriedad totalmente sacra.

En pintura, Odilon Redon (1840-1916) representa máscaras a lo largo de toda su trayectoria, de manera más o menos sutil, dependiendo del tipo de representación. Sus retratados mantienen un rictus de inmutabilidad que les otorga un hieratismo irreal; los seres híbridos que crea, las arañas o los cactus humanos, poseen un rostro totalmente disonante con el resto de su cuerpo, como si fuera un acoplamiento ajeno o forzado; sus santos y budas mantienen la fuerza del cuadro congelada en sus rostros, misteriosas máscaras que siempre comunican algo “más allá” de la obra.

Lo mismo ocurre con las máscaras de lienzos en los que Redon se permite mayores libertades. Son cuadros con títulos como Cáliz de Misterio, Cabeza Misteriosa, las famosas series dedicadas a los Ojos Cerrados, o dibujos como Demonio Alado Portando una Máscara. En ellos se rompe la distinción entre los rostros y las máscaras, unos y otros parecen al mismo tiempo inertes y vivos, reales y oníricos.

La lista podría eternizarse, pero basta con un ejemplo de tres disciplinas artísticas para comprobar cómo el concepto de máscara permite englobar a artistas a priori muy diferentes entre sí, y observar el panorama estético que protagonizaron como algo sólido y complejo, que continuamente se está redescubriendo y estudiando con cada vez mayor profundidad.