A veces construyo la realidad a mi antojo; veo pistas, como las ve Ernesto, y en lugar de concluir con lo más evidente, simplemente elijo la conclusión y luego interpreto las circunstancias para que me den el resultado esperado. Si no tenía mensajes de Rosa no era porque no tuviera ningún interés en hablar conmigo, era solo porque se estaba haciendo la dura para que me entraran celos o melancolía y fuera yo el que diera el primer paso. Hago esas cosas con demasiada frecuencia.

Me volví a sentir tan dubitativo como aquel universitario que en 1995 traicionó a su mejor amigo por inseguridad, por inmadurez, por mediocridad. He vivido muchos años con esa losa sobre mi conciencia… Fui al cuarto de baño para lavarme la cara y vi que Mendoza se había dejado el grifo abierto. Y lo cerré, como metáfora de una etapa terminada, cerrada, seca. Se me ha presentado la ocasión de continuar la historia que dejé a medias en 1995, la historia del investigador más fascinante que nunca he conocido y la historia de nuestra «amistad interruptus». Mendoza me necesitaba, y yo quería sentirme mejor ayudándole a minimizar su decadencia. Y le había dicho que sí, que me iba a vivir con él, a empezar una nueva vida.

Cuando salí de mi recién estrenado dormitorio me encontré con Ernesto en la cocina, de pie, en calzoncillos, bebiendo café a pequeños sorbos, con un cigarro encendido en la mano derecha. Le miré fijamente, con la ilusión de quien se cree perdonado y quiere mostrar su agradecimiento en cada gesto. Y vi al Ernesto de 43 años que se me presentaba con el aspecto de más de 50. Tiene ya el pelo completamente cano, los pómulos afilados, los huesos sobresaliendo por todas partes, como si les quedara pequeño el cuerpo. Mantiene el brillo de sus ojos claros, con aquel tono grisáceo, y a pesar de la fragilidad que había exhibido la noche anterior, su cara parecía seguir mostrando la desmesurada seguridad en sí mismo que ya desplegaba hace 20 años, cuando nos conocimos. Todavía le quedan pecas, aunque algunas manchas diferentes de la piel parecen querer dominar los alrededores de la nariz, pequeña, como si hubiera encogido con cada raya que había esnifado. Su pecho son huesos y pellejo; no es precisamente el cuerpo de un atleta de elite. Y las piernas son solo canillas, sin que se aprecie gran diferencia de grosor entre la parte de arriba y la de debajo de las rodillas.

–El alcalde es nuestro cliente –me soltó, como si no quisiera que la conversación inminente se le escapara por otro lado–. Su jefe de gabinete, el primer teniente de alcalde del ayuntamiento, ha sido asesinado. Era su principal colaborador y, además, su mejor amigo, la persona de su absoluta confianza –bebió otro sorbo de café y me fijé en lo ridículo que era todo; la persona más extraordinariamente inteligente que he conocido hablándome en calzoncillos, dejando ver su esquelética figura; un antídoto para la lujuria de cualquier mujer, pensé–. El alcalde ha estado recibiendo algunos anónimos con amenazas como “tú eres el siguiente”. Evidentemente, está asustado y por esa razón ha empezado a exigir al ministro del Interior más diligencia en las investigaciones y, como no han conseguido nada todavía, ha contratado a la mejor empresa de investigación del mundo, Kroll, y ellos me han contratado a mí, como tantas otras veces. La Policía, al parecer, investiga una trama de corrupción urbanística y buscan su relación con el asesinato, pero no tienen sospechosos.

–Vaya –acerté a responder algo impresionado–, nada que ver con lo que hacíamos en los noventa, ¿eh?

–Ya verás qué divertido, Santi. La satisfacción de unir las piezas y dar con un repugnante asesino es como un orgasmo mental –me estampó una mirada de pícaro–; y pagan muy bien. Olvídate de tu mediocre sueldo de médico.

Parque_infantilA continuación me dio más detalles sobre el caso del primer teniente de alcalde, Daniel Blasco, cuyo cadáver había aparecido con varias heridas en el pecho provocadas por un objeto por identificar, pero que debía de ser largo y afilado, de acuerdo con la autopsia; una de las incisiones le había rajado la aorta justo al lado del corazón. De acuerdo con el informe forense, el arma podría haber sido una lanza o algo parecido; y el tipo murió rápidamente completamente desangrado. Dentro de su cuerpo había quedado poca sangre. Mendoza debía conformarse con eso, con el informe forense, porque el asesinato había sido un par de meses atrás y ya no tenía mucho sentido visitar el lugar en el que apareció el cadáver, un parque infantil en una zona muy tranquila del barrio de Aravaca. Además, aquel fue el lugar en el que apareció el cadáver pero, según el forense, el crimen no se cometió allí; casi no había sangre junto al cadáver.

Sonó su móvil; cogió el teléfono y respondió la llamada:

–Sí… Dime, Jorge. Sí… –se acercó hasta la nevera y cogió un bolígrafo que estaba pegado con un imán a la puerta del electrodoméstico–. ¿Dónde? –escribió algo en una hoja–. Muy bien, Jorge, no te preocupes. Sí, mándame tus fotos, pero irá un amigo a ver el escenario –me miró con complicidad–. Sí, ya sabes, se llama Santiago.

Cuando colgó me miró a los ojos y me dijo:

–Necesito que me ayudes con otro caso –me explicó.

–¿Cómo? –pregunté extrañado.

–Vete aquí –me entregó la hoja en la que acababa de anotar una dirección–. Parece algo relativamente sencillo: la hija de un millonario ha desaparecido y creen que es un secuestro; acaban de encontrar el coche de la chica abandonado en un descampado. Llámame cuando estés allí.

Me dio un móvil con cámara de no sé cuántos megapíxeles y me indicó cómo grabar vídeo y transmitir por videoconferencia.

–Tira la mierda de teléfono que tienes y llámame con esto.

Me vestí y me fui al descampado en el que la Policía analizaba el coche abandonado de la chica secuestrada. Una vez allí, debía preguntar por el inspector Calvo, Jorge Calvo. Resultó emocionante entrar en una zona acordonada por la Policía; un agente me acercó hasta el inspector, un hombre alto y joven vestido de paisano, y me presenté:

–Hola, soy Santiago Lucano, vengo de parte de Ernesto Mendoza.

–Ah, sí, me advirtió la semana pasada que ibas a empezar a trabajar con él –me sorprendió; aquello quería decir que mi compañero, días antes del numerito de la consulta con Luis Torres, ya había dado por hecho que me convencería para trabajar con él…  Probablemente, también tenía todo planeado para que dejara mi consulta, abandonara a mi mujer y cambiara radicalmente de vida. El inspector Calvo me llevó hasta el coche–. Pues como tengas la mitad de talento que Mendoza… –me dejó caer–, y la mitad de su arrogancia, claro… –se rió, pero así me recordó que tenía que llamarle.

Saqué el móvil que me había dado y marqué su número.

–Sí, Santi, ¿ya estás allí? –me preguntó desde el salón de casa.

–Sí, te pongo la cámara para que veas el coche –sujeté el móvil como si fuera un carné y se lo estuviera enseñando a alguien desde la distancia. Conecté el altavoz del teléfono para oír a Ernesto.

–Acércate… saca el suelo… –me ordenaba–. Espera… vuelve para atrás… ahí, acércate… no, no, al suelo… vale, sigue… Cuidado, no te acerques tanto… ahora sí, más cerca… más…

guanteraRecorrí todo el exterior del coche, luego me hizo meterme en el interior y enseñarle cada asiento, la guantera, el maletero…

–Vale, ya está –me acerqué el teléfono, desconecté el altavoz e intenté quitar la función de videoconferencia pero no supe–. Bueno, así me estás enseñando el interior de tu oreja, pero da igual. Pregúntale a Calvo cuántos agentes patosos se han acercado al coche.

El inspector me dijo que cuando él llegó ya había una pareja de guardias civiles, que habían registrado el coche. Del Cuerpo Nacional de Policía, sólo él y el subinspector Rosales se habían acercado.

–Pregúntale si la chica pesa unos 60 kilos y mide entre 1,65 y 1,70.

Calvo miró en una libreta y me confirmó las cifras.

–Vale, pues le puedes decir a Calvo que la chica no está secuestrada; se ha escapado por su propia voluntad. Que investigue si tiene deudas, si se lleva mal con su padre o si está chiflada. Dile que dejó el coche allí ayer, así que ha estado un par de días hasta que se ha decidido a hacer el simulacro de secuestro. Probablemente llamará para pedir el rescate. Que le hagan caso en todo y darán con ella. Nuestro trabajo ha terminado. Muchas gracias por tu ayuda, Santi. Hoy no te necesitaré más. Puedes ir a ver a tu ex mujer y sales de dudas; suele llegar sobre esta hora con el picoleto…

–Pero dame alguna pista, por si me preguntan… –le rogué ignorando su ácido comentario sobre Rosa.

–Las pisadas, Santi. Afortunadamente, la lluvia de ayer ha dejado un terreno que es como un libro abierto. En primer lugar, si el coche lo hubieran dejado allí antes de ayer, no habrían quedado huellas, porque la lluvia las habría deshecho. Luego, veamos… de zapatos de mujer sólo había unas marcas, son sin duda de nuestra chica porque la profundidad de la pisada y la amplitud de la zancada nos confirman su peso y su estatura; además, las huellas salen desde la puerta del conductor, así que ella condujo su propio coche. He contado otras cuatro pisadas distintas. Dos de una especie de botas militares, supongo que de los guardias civiles, y dos de zapatos de sport, los de Calvo y Rosales. Eso suma cinco personas: la chica y los cuatro policías. No hay más pisadas, luego ella llegó allí sola, dejó el coche y se fue haciendo pensar que ha sido secuestrada o algo peor. No creo que sea por un ligue, porque le habría acompañado en este paripé y ella estaba sola.

Le transmití a Jorge Calvo la conclusión de Ernesto con la confianza que daba la información que poseía, y el inspector me creyó como si le hubiera enseñado una confesión grabada de la hija del millonario.

–Se lo diré al padre, supongo que la chica dará señales de vida en breve. Dile a Mendoza que hasta la semana que viene no le podré mandar nada –me dijo–. Él lo entenderá –puntualizó al ver mi expresión de desconcierto.

sexoAcabado el trabajo en mi primer caso, me fui a casa, como un corderillo, pensando que Rosa estaría llorando mi ausencia, que me recibiría con un abrazo sincero y besos a trompicones por toda la cabeza y perdones y tequieros… y las ganas de sellar la reconciliación haciendo el amor, como lo hacíamos antes. No sé ni los meses que hace que no lo hacemos… Pero no. La casa estaba vacía, y evidentemente Rosa había tenido compañía la noche anterior, mi primera noche fuera. No hacía falta ser Mendoza para darse cuenta. Pude ver un cenicero repleto de colillas y varias copas vacías en la mesa del salón, junto a una botella casi vacía de whisky y varias latas de Coca-cola. Así que cogí una maleta del armario de mi cuarto, la llené de papeles y de cosas mías, incluyendo algunos libros y algunos trofeos de golf y me dispuse a irme. Antes, me paré frente a la foto de nuestra boda que presidía el salón. La miré con nostalgia, luego tuve ganas de romperla, y al final simplemente cogí el marco de plata y puse la fotografía boca abajo, contra la mesa de caoba que nos habían regalado sus padres. Se me escapó una lágrima. Y me largué de allí con la sensación de que aquella nunca volvería a ser mi casa.

Me sentía como un imbécil. O a lo mejor simplemente es que era feliz, por fin… Recordé la canción de Nirvana:

“Creo que soy imbécil
O quizás simplemente sea feliz
Mi corazón se ha roto
pero tengo pegamento
Creo que soy imbécil
Creo que soy imbécil…”

Pasé la tarde deambulando como un imbécil por Madrid, arrastrando la maleta con las últimas cosas que había rescatado, embutido en mi nueva vida, acariciando cada segundo de una extraña libertad, y temiendo que me estaba metiendo en una realidad muy diferente con un compañero de viaje… como mínimo peculiar. Quizás simplemente era feliz, tal vez sólo me había quitadol a soga que me atenazaba el cuello y me impedía respirar bien.

Llegué a casa de Ernesto pasadas las ocho de la tarde.

–¡Santi! –me recibió con entusiamo–. Por fin estás aquí, ven, rápido, tengo algo que enseñarte ahora mismo, que enseguida me tengo que ir.

Dejé la maleta en la entrada y fui inmediatamente, sobresaltado por su contagiosa excitación, hasta donde estaba él. Se sentó en el sofá, tomó en su mano derecha el ratón del ordenador portátil que estaba apoyado en la mesa que tenía delante y pulsó un botón. Comenzó a oírse una grabación en los altavoces del ordenador:

–Sí, dígame –contestó alguien aparentemente en una llamada telefónica.

BANDERAS–Alcalde, soy Ernesto Mendoza –se oyó a mi compañero de piso–. ¿Tiene un minuto para hablar conmigo?

–Por supuesto, Mendoza, dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

–Verá, alcalde, he estado analizando toda la información y tengo que pedirle que me cuente lo que no me ha querido contar hasta ahora.

–Pero… –se oyó claramente el tono dubitativo y nervioso del alcalde–; no sé qué quiere decir, ya le he dicho todo lo que…

–Déjese de tonterías, alcalde. Usted me ha contratado para descubrir la verdad y estoy en ello.

–No sé –se notaba que intentaba recomponer la sobriedad, pero se imponían los nervios–, ¿qué quiere que le diga?

–En primer lugar, quiero que me explique qué pasó entre usted y Daniel.

–¿Eh? –sonó como un quejido.

–¿Qué pasó exactamente el 13 de septiembre?

El alcalde respondió con un largo silencio. Aproveché el instante para preguntarle a Mendoza algo indignado:

–¿Puedo dejar mi maleta y mear antes de seguir?

–Chssssss –me calló–. Ahora viene lo mejor.

–¿Cómo lo ha sabido? –se oyó de nuevo la voz del alcalde.

–Dígame qué pasó.

–No puedo decirle esto por teléfono. ¿Puedo ir a verle?

–Por supuesto –respondió Ernesto con su tradicional firmeza–, o incluso puedo ir a verle yo.

–De acuerdo, venga a mi casa esta noche; a las diez.

–Allí estaré.

Mendoza se incorporó, tomó de nuevo el ratón y paró la reproducción de la grabación. Le miré con una mezcla de sorpresa e indignación, como de costumbre.

­FACTURAS_TELFONO–Por qué el 13 de septiembre, te preguntarás –me dijo–. Tengo aquí las facturas telefónicas del móvil del alcalde de los últimos 10 meses –sacó varios papeles de una carpeta y me miró por encima de las gafas que utilizaba para leer–. Uno tiene que tener amigos en todas partes, ya lo sabes, y estos documentos aportan muchísima información para nuestro trabajo, Santi –me entregó un par de hojas con listados de números de teléfono y la duración de cada llamada–. Como verás, hay un número que se repite con insistencia una y otra vez durante los meses anteriores al asesinato de Blasco. El alcalde llamaba cada mañana a primera hora a ese número y lo hacía a lo largo del día varias veces más; así durante días, semanas, meses… hasta el 13 de septiembre. La última llamada es el 13 de septiembre a las 14.23 h –yo iba confirmando todo lo que Ernesto me estaba diciendo–. Averiguar el nombre del dueño de ese número de teléfono ha sido todavía más fácil –me entregó otra hoja y pude leer el nombre del titular.

–Daniel Blasco –dije en voz alta–. ¿Y qué pasó el 13 de septiembre?

–Eso es lo que me va a contar el alcalde dentro de una media hora –me contestó mirando su reloj.

–¿Alguna teoría? –pregunté–. ¿Y si simplemente cambió de número Blasco?

–Ya está descartado. Hasta el día de su muerte mantuvo ese número.

A continuación se levantó y se puso el abrigo. Se dirigió a la puerta y sin volverse me preguntó:

–¿Qué tal por tu casa? ¿Has hecho las paces con Rosa?

–Pues no, la hija de puta hizo una fiesta ayer –me enfrenté al sonido de la puerta que se cerraba. ¿Cómo podía Ernesto dejarme con la palabra en la boca de una forma tan exageradamente grosera? ¿Se trataba de una lenta y muy fría venganza?

Superé mi indignación mientras deshacía la maleta y me resignaba a no entender cómo había sabido Mendoza que yo había estado esa tarde en la casa que había compartido con Rosa durante casi 9 años. Luego me di cuenta de que la maleta era un indicio más que obvio y pensé que ese era el tipo de deducciones que hacía Mendoza: veía las cosas y las relacionaba. Pero observaba mucho más que cualquiera y tenía una capacidad descomunal para deducir conclusiones de sus observaciones. Cuando terminé de ordenar mis cosas me fui al salón y puse la tele. Comencé a ver una aburrida película en la que todo me recordaba a Rosa y decidí irme a la cama, a descansar. Dormí mal y me levanté varias veces. Y siempre que iba al lavabo me encontraba el grifo abierto con un chorro de agua abundante regando la loza blanca.

A la mañana siguiente, me volví a encontrar a mi compañero de piso en calzoncillos preparándose un café en la cocina. Se encendió un cigarro y a continuación se tragó una pastilla con un sorbo de agua.

–Todos los días un omeprazol para desayunar –me explicó–. Tengo el estómago destrozado.

–¿Qué tal la conversación con el alcalde anoche? –le pregunté dejando ver que yo también podía no interesarme por sus asuntos personales.

–Fascinante –se relamió–, aunque me tomé tantos ansiolíticos y antidepresivos ayer para poder ir a la entrevista que he dormido fatal. En fin… creo que el alcalde miente más que habla, pero me ha hablado de un contrincante político que para él es el máximo sospechoso. Dice que está convencido de que es un crimen político. Trataré de hablar con él, un tal Sergio Gómez, una rata asquerosa según el alcalde. Pero más interesante que el alcalde me resultó su mujer.

–¿Y eso?

–Es inquietante –me dijo–. Nos acompañó solo un minuto y su lenguaje gestual indicaba claramente que ocultaba algo. Y además no parecía mostrar un respeto o un amor grande a su marido… no sé… Y además su marido tampoco se encontraba a gusto con su presencia; no sé si ambos se ocultan algo o si ambos saben algo que les incomoda y no quieren compartir… me gustaría hablar también a solas con esa mujer.

–Bueno, pues tenemos mucho trabajo entonces –me atreví a asegurar dando por hecho que el equipo estaba consolidado.

–Pues sí, es verdad. Tú habla con Gómez, el del partido de la oposición, y yo hablaré con la mujer del alcalde. ¿Quieres un café?

Me tomé un café con leche en compañía de Ernesto, que me habló de una panadería que tenemos cerca de casa en la que hacen unos croissants espectaculares. La dueña es piloto de aviones comerciales; se ha quedado en paro y ha decidido montar su propio negocio.

–Gracias al cielo que la echaron, porque tiene unos bollos impresionantes –me dijo.

Estoy seguro de que ella no le ha contado nada y con el método deductivo observador de Mendoza habrá sabido su anterior profesión y alguna otra información de la chica.

La jornada pasó sin novedades. Ernesto me dijo que él se iba a encargar de concertar las citas con la mujer del alcalde y con Sergio Gómez, el número dos del partido de la oposición. Después se encerró en su dormitorio y puso en el pomo de la puerta, por la parte de fuera, un cartel de hotel que decía “No molestar”. A media tarde me acordé de que no le había comentado nada del problema con el lavabo; íbamos a pagar una pasta si no arreglábamos esa avería.

No tuve noticias de mi compañero de piso hasta la mañana siguiente, que se volvió a repetir la escena del lavabo (grifo abierto) y a continuación la de la cocina (el tipo en calzoncillos). Estuve a punto de decirle que se podía poner unos pantalones y una camiseta o una bata o algo para taparse, pero un comentario de ese estilo me pareció casi tan ridículo como aquella estampa, y lo dejé pasar.

grifo_de_agua_corriendo–Tenemos que llamar a un fontanero; hay un problema con el lavabo.

–¿Ah, sí? Pues sí que empezamos bien.

–Sí, ¿no te has fijado que se abre permanentemente el grifo?

–Eh… –pareció dudar–, bueno… yo abro el grifo siempre que puedo…

–Sí, sí… El grifo se puede abrir perfectamente pero se ve que se abre solo de repente y se queda cayendo el chorro de agua –dije con mucha ingenuidad.

Me explicó que una de sus múltiples manías consistía en dejar un grifo de agua abierto; no lo podía controlar; le relajaba el sonido del agua corriendo. Me quedé tan perplejo que casi no presté atención cuando me explicó que otra manía era encerrase en su habitación durante horas o días. Como lo había hecho muchas veces en la residencia, ser había comprado una pequeña nevera y una especie de retrete portátil y podía aguantar en su cuarto durante semanas si lo necesitara. Luego me contó su extraordinaria teoría sobre los viajes en el tiempo y en el espacio y se me olvidó lo del grifo y lo del cartelito de “No molestar”.

–Yo creo que la humanidad será capaz en algún momento de viajar en el tiempo… en cierto modo. Lo que tengo clarísimo, porque es evidente, es que viajaremos en el espacio muy pronto.

–¿Teletransporte? –le pregunté con una incredulidad no disimulada –. ¿Como en Star Trek?

–Tú ríete, pero todo es cuestión de química y de física. No sólo teletransporte, sino revivir a los muertos y otras cosas que dan miedo… ¿Tú qué crees que habría pensado sobre los teléfonos móviles un tipo del siglo XIX, ¡del siglo XIX! –recalcó –, no del siglo V antes de Cristo? ¿Brujería? ¿Magia? ¿Ciencia Ficción? ¿Qué habrías dicho tú mismo si hace 20 años te dicen que puedes enviar una biblioteca entera, pongamos de 1.000 libros, de Madrid a Buenos Aires en menos de un segundo? ¿O que puedes ver y hablar con una persona de Tokio por vídeoconferencia en tiempo real y gratis?

–Los avances pasados no garantizan avances futuros…

–Je, je… –se sonrió –. Como los anuncios de Bolsa, ¿no? Pues no te quito la razón, pero mi teoría no tiene nada que ver con eso. Ya podemos enviar todo tipo de documentos y archivos, información de ceros y unos. Si conseguimos desentrañar los ceros y los unos de un objeto y, sobre todo, conseguimos diseñar una especie de impresora tridimensional, seremos capaces de enviar o replicar objetos de un sitio a otro. Esto, por ejemplo –cogió una taza de porcelana– . Imagina que lo metes aquí – la introdujo en el microondas –y le das a un botón– simuló que tocaba algo– y la información sobre la taza te aparece en tu microondas de Singapur. Tú recibes un aviso, ves en una pantalla el objeto y decides si quieres construirla con tu impresora especial o no. ¿Es eso creíble?

–Bueno –dudé–, es un poco fantasioso, pero digamos que es posible, sí.

–Bien, pues de ahí a hacerlo con seres vivos no hay un gran salto; es cuestión de identificar los mecanismos químicos y físicos que permitan replicar exactamente el mismo organismo en otro sitio… ah, y por supuesto hay que tener una impresora o como lo llamemos capaz de reconstruir ese organismo; eso me parece lo más difícil.

No sé cómo lo hace, pero Ernesto es de esas personas que tiene mucha facilidad para utilizar las palabras con precisión, los argumentos con rapidez, y siempre tiene una respuesta en el momento apropiado. A menudo me convence de algo y luego, horas después, cuando lo vuelvo a pensar, se me ocurren varias contraargumentaciones que debería haber utilizado. El caso es que él cree que el teletransporte es posible y que quizás llegaremos a verlo.

–Bueno, es más probable que lo veas tú a que lo vea yo, porque como tengo el cuerpo podrido por dentro no creo que me queden muchos años… –me confesó.

Biblioteca_Cidade_da_Cultura_Santiago_CompostelaPasaron varios días y cada vez que le preguntaba por el caso del alcalde Mendoza me decía que estuviera tranquilo, que fuera preparando mi entrevista con el del partido de la oposición. Un día me mandó viajar a Santiago de Compostela para recoger información sobre otro caso, la aparición del cadáver de una ciudadana tailandesa en la Ciudad de la Cultura compostelana. Fui, hice fotos, transmití por vídeconferencia, hablé con un comandante de la Guardia Civil y volví. Con toda la información y alguna que otra averiguación por su cuenta, mi compañero de piso resolvió que el exmarido de la chica era el asesino. Ella había comenzado los trámites del divorcio. Tan típico…

Mendoza me dijo que al final los enamoramientos o encoñamientos o como lo llamemos y su contrario, el desamor, marcan el 80 por ciento de nuestras equivocaciones y también el 80 por ciento de los asesinatos.

–Se mata por amor, para quitarse rivales del medio; por desamor, para evitar que se vaya con otro o con otra… Las asesinas son las hormonas…

Me dijo que durante su estancia en la cárcel había terminado su tesis sobre “La química del amor y las tendencias criminales del desamor” y que había sido un extraordinario trabajo, Cum laude; y que ahora su objetivo es confirmar sus teorías en cada caso que investiga.

–Intento ver la parte química de las relaciones humanas, que es todo, y en las relaciones entre los criminales y sus víctimas se comprueba todo lo que escribí.

Casi dos semanas después de la reincorporación de Ernesto Mendoza a mi vida y de mi involucración en la investigación del asesinato del primer teniente de alcalde, fue concertada mi reunión con el número dos del partido de la oposición, Sergio Gómez. La conversación, que grabé íntegramente con un micrófono oculto, fue en mi opinión muy reveladora. Cuando llegué a casa para contarle a Mendoza mis averiguaciones no pude evitar exagerar un poco mi optimismo:

–Creo que tenemos el primer sospechoso.

–Pues entonces ya tenemos dos –me contestó–. He estado hablando con la mujer del alcalde y de sus palabras deduzco que el propio alcalde es claramente sospechoso del asesinato de Daniel Blasco.

A continuación ambos compartimos los detalles de nuestras respectivas conversaciones y concluimos que, efectivamente, algo nos decía que esas dos personas no eran de fiar.

 

Santiago Lucano publicará cada viernes un capítulo de El caso de la madeja enmarañada, una nueva aventura de Ernesto Mendoza. El autor propondrá al final de cada capítulo varios temas musicales para que los lectores escojan la banda sonora de este relato. Se podrá votar desde el viernes en que se publique un capítulo hasta el martes siguiente y se contabilizarán los votos realizados a través de Facebook, los comentarios publicados en cada capítulo y los mensajes al mail de Santiago Lucano.

Opciones para la música del capítulo 3. Elija votando en los comentarios una de estas tres canciones:

A) Romeo & Juliet (Dire Straits):

 

 

 

 

 

 

 

 

 

B) All the world is green (Tom Waits): 

 

C) Maybe this time (Liza Minelli):