Si en el cine siempre han dicho que hay que repetir las escenas decenas de veces hasta que el director queda contento, del cine porno aprendí que cuando se ruedan escenas sin diálogo, sólo hay una toma y más vale que sea buena. Bueno, con una excepción: las escenas sin hombres; en ese caso sí podían repetirse varias tomas porque ahí siempre había más actuación, ellas solían fingir y podían hacerlo una y otra vez; al menos eso nos contó Diva. Aquella visita me hizo perder el atractivo que el sexo por el sexo podía tener para un joven recién salido de la adolescencia, que no era poco. Todo parecía demasiado rutinario y forzado; podía servir para un tipo como Mendoza, que no necesitaba ningún sentimiento; pero cualquier persona normal terminaría saturada de orgasmos obligatorios y de aquella gimnasia sexual, incluidos los actores que rodaban Semental querido Watson.

Trataré de no ser muy explícito pero no me puedo resistir a contar una hilarante escena que recuerdo con claridad de nuestra visita al rodaje de la película porno sobre la investigadora Sheila Holmes y su ayudante el doctor Watson. Como solo podían rodar en exteriores porque los decorados estaban destrozados, la escena que rodaron aquel día fue la de la piscina. Daba igual que la película estuviera ambientada en la última década del siglo XIX, se iba a rodar en una piscina de finales del siglo XX; esos detalles le aportan cierto encanto a este subgénero cinematográfico. En la escena en cuestión el malvado Moriarti, enemigo de Sheila, estaba hablando con su sensual ayudante, una rubia recauchutada en cuyo cuerpo debían quedar pocos elementos originales:

–Coronel Moran –dijo Moriarti mientras sujetaba en las manos una caja de madera–. Esta vez acabaremos con Holmes… con estas armas –añadió acariciando la caja.

–¿Puedo verlas? –preguntó ella con una interpretación que yo ya notaba que no estaría entre las candidatas a los Óscar de 1994.

Moriarti abrió la caja y uno de los cámaras se acercó hasta enfocar los dos vibradores metalizados que había en su interior. El profesor cogió uno de ellos y la coronel tomó el otro. En ese momento apareció Diva en el papel de Sheila Holmes, con el abrigo de cuadros verdes y el sombrero típico del personaje de Conan Doyle. Dio una calada de la pipa de la que estaba fumando y dijo:

–Profesor, qué grata sorpresa.

–Demasiado grata, Holmes –respondió Moriarti–. Vas a morir… de placer.

Lo que vino a continuación se lo puede imaginar cualquiera. Holmes, Moriarti y la ayudante de éste realizaron una intensa sesión de prueba de aquellas tres armas (las dos metalizadas de la caja y la que había dentro del pantalón de Moriarti). Al terminar el rodaje, los actores se pusieron un albornoz y se fueron directamente a la ducha. Esperamos a que saliera Diva para hablar con ella.

–Has estado impresionante –le piropeó Ernesto.

–Gracias, cariño –sonrió ella por cortesía algo forzada. Yo le miraba a la cara y recordaba lo que estaba haciendo quince minutos antes y… en ese momento me importaba un carajo el caso que nos había llevado hasta allí, la verdad, hasta que Mendoza me devolvió al presente:

–¿Ha venido alguien hoy preguntando por el maletín? –le preguntó a Diva.

–No –contestó la chica sin demasiada seguridad–. Hemos estado los de siempre. Sólo ha venido el perito del seguro a ver los daños… ehh… ¿Vamos dentro un segundo? Quiero enseñaros algo.

Entramos los tres en el despacho de producción. Diva cerró la puerta y se sentó detrás de una mesa. Miró a Ernesto y le dijo en un susurro, como si temiera que alguien pudiera oírle al otro lado de la puerta:

–Necesito que me devuelvas el maletín y te olvides del caso.

–¿Ya no hago falta entonces?

–No.

–¿Qué ocurriría si no te lo doy?

–Pues que… –se inclinó sobre la mesa, alargó su brazo y deslizó suavemente su dedo índice por el pecho de Mendoza haciendo movimientos circulares– nunca más te vestirías de cowboy para mí.

–Oh –dijo mi compañero de piso–, creo que esto va en serio. ¿Vienes a casa a por el maletín o te lo envío en un taxi?

Reconozco que no dije nada en ese momento, ni pude mostrar mi desconcierto por ese abandono repentino del caso, porque estaba demasiado estupefacto mirando el escote que se veía en el cuerpo inclinado hacia delante de Diva. Es curioso cómo el hombre se deja embelesar por el misterio. Me hipnotizaba la posibilidad de imaginar la parte del cuerpo de la chica que no se veía, incluso aunque la hubiera visto completamente desnuda unos minutos atrás. Qué simple.

De camino a casa, cuando parábamos en un semáforo, le preguntaba a Ernesto por qué:

–¿Por qué querrá que olvidemos el caso? –en el primer semáforo.

–¿Por qué habrá cambiado de opinión? –en la segunda luz roja.

–¿Por qué no le has pedido explicaciones? –la tercera parada.

Al aparcar la moto, y sin quitarme todavía el casco, le insistí:

–¿Qué pasa? Dime algo.

–Es simple, Santi. Ella nos había hecho un encargo, una petición; ahora cambia de opinión, yo lo respeto y obedezco.

–¿Pero por qué? –me carcomía la curiosidad–. ¿Le habrán amenazado?

–No lo sé, aunque no parecía muy temerosa.

–¿Pero no tienes curiosidad?

–Pues no.

–¡¡Ernesto!! Nos ha encargado que busquemos al dueño de un misterioso maletín, le han destrozado los estudios de la productora y ahora de repente quiere que nos olvidemos de todo…

–Así es; un buen resumen, Santi.

–Joder, Ernesto –yo no entendía nada–, ¿por qué?

–Qué más da, tranquilízate un poco. El caso se acabó. Tomemos un gin tonic.

Tenía mis dudas sobre si debía contar este caso en el espacio que hoyesarte.com me ofrece. Al fin y al cabo, no hay una conclusión satisfactoria, no encontramos al culpable, no tuvimos explicación. Pero me han podido las ganas de hablar de aquella espectacular mujer y de la maravillosa escena de Moriarti y Sheila Homes. No puedo evitar la sonrisa al recordarlo… Sobre el caso, como me puse muy pesado, al final Mendoza improvisó una teoría, solo por darme gusto y que dejara de preguntar. Dijo que quizás, y sólo quizás, el camello de Diva había llevado al rodaje algún material en aquel maletín. Ella no nos habría mencionado esa visita por vergüenza o porque el tráfico de drogas es un delito. Por su peso, el maletín debía llevar más de cuatro kilos; si era coca, era muchísimo dinero. Eso justificaba que su dueño buscara violentamente el maletín entre los decorados, en los cajones, en los armarios. Al día siguiente podría haber contactado con Diva; ambos se explicarían lo que había pasado y se tranquilizarían mutuamente. Era sólo una teoría.

Y entonces sí nos tomamos los tradicionales gin tonic como si el caso se hubiera resuelto. No cobramos, claro, pero me imagino que Ernesto sí tuvo algún premio en sus siguientes visitas a Diva por no haber hecho preguntas incómodas. Mientras saboreaba la tercera copa me hundí un poco más en el sofá y puse los pies encima de la mesa, di un gran trago y le pregunté:

–¿Y si en realidad ella sufre algún peligro?

–Te recuerdo que a mí los problemas de los demás me la sudan –hizo una ligera pausa–. A no ser que eso supusiera perder los encantos de Diva… –arqueó las cejas y sacó los labios como si fuera a decir una larga u–. No sabes cómo es en la cama, Santi. El otro día me enseñó lo que puede llegar a hacer una lengua y… ufff –se estremeció–. En lugar de ir tanto a cenar por ahí y comprarte otra moto, te recomiendo que te gastes el dinero en Diva, de verdad.

–Sinceramente –le contesté muy digno–, espero no tener que ir de putas.

–¿Por qué? Ni que fuera algo malo, hombre.

–Por supuesto que es algo malo –le respondí sin saber que me estaba metiendo en una discusión moral que no me iba a llevar a ninguna parte.

–¿Ah, sí? ¿Malo para quién? ¿Para el que disfruta pagándose un capricho que te hace sentir el hombre más feliz del mundo durante un rato? ¿Para la chica que voluntariamente mantiene un cuerpo del que poder vivir y poder pagarse otro tipo de lujos que le haga sentir la mujer más feliz del mundo?

–Eso suponiendo que alguien trabajara en eso voluntariamente.

–Por supuesto que sí. Diva puede elegir y ha elegido. Y yo, si tuviera su cuerpo y su habilidad para utilizar cada parte de él, también me dedicaría a eso. Con dos años de trabajo podría vivir el resto de mi vida –dudó un instante como si hiciera cuentas de todos los vicios que tenía y de su coste–. Bueno, no, yo necesitaría trabajar más tiempo o ser una puta muy muy cara.

–Pues, ¿qué quieres que te diga? Incluso aunque la chica lo haga voluntariamente, que no me lo creo –insistí como si fuera nuevo–, me parece muy triste que un tío tenga que recurrir a eso.

–Bueno, para gustos los colores –argumentó muy seguro de sí mismo, para variar–. A mí me parece muy triste tener que mentirle a una chica y decirle que la quieres como a nadie en el mundo, aunque sea mentira, para poder echar un polvo. Pero me la suda, en serio. Que cada uno haga lo que quiera y ya está.

No fui capaz de acabar la conversación en ese momento y diez minutos después terminé dando un portazo ante sus insinuaciones sobre la estupidez de la raza humana, que se perdía en tonterías como el amor o la amistad.

Como el paso del tiempo me permite ver las cosas con cierta perspectiva tengo que reconocer que todo lo que hacía y decía Mendoza parecía cargado de coherencia. Como él me ha pedido sólo una cosa en relación con estos relatos y es que sea honesto y lo cuente como yo lo siento sin temor a ofenderle, debo decir que para mí su filosofía de vida era y sigue siendo una distorsión moral y una verdadera pena, porque no imagino la vida sin sentimientos y sin orden, pero Ernesto era coherente; la verdad es que sí. No creía en lo que muchos vemos como verdades absolutas, por ejemplo que la generosidad y la humildad son buenas, y actuaba en consecuencia. Y lo cierto es que nunca me falló. Y yo, tan cargado de valores y profundas convicciones morales, le fallé y de qué manera.

Después de lo que ocurrió en 1995, que nos separó irremediablemente, no sé cómo es capaz de seguir dirigiéndome la palabra. Mi intención ahora que veo una oportunidad de resarcirme es convertirle en un personaje en el que se reconozca, se encuentre a gusto. De momento, parece que sí. Sin embargo, Ernesto me ha sugerido que no viva del pasado y que cuente cómo es él y los casos que resuelve en la actualidad. Ahora sí hay asesinatos y grandes crímenes, colabora con la policía española y con la Europol, es contratado por prestigiosos y carísimos bufetes de abogados… y es capaz de perdonar una traición de la persona en quien más confiaba.

En las próximas semanas acompañaré a Mendoza en la resolución de los casos que surjan y los contaré en este diario. Espero que los miles de lectores que habéis seguido hasta ahora las aventuras de mi antiguo compañero de piso nos volváis a leer dentro de unos meses. Gracias a todos por estar al otro lado; es la mejor forma que tengo de perdonarme por fallarle a mi amigo como le fallé en el verano de 1995.

Santiago Lucano volverá a publicar nuevas aventuras de Ernesto Mendoza a partir del mes de mayo.