La historia de Jesús, que alcanza su momento cumbre en el Gólgota (según Óscar Wilde “nada hay que iguale el último acto de la Pasión de Cristo”), realmente comienza el día en el que el arcángel Gabriel se dirige a María para anunciarle la “buena nueva” (Lc 1, 26-38): “Alégrate (…). No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo (…), reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”.

María (el nombre hebreo es Miryam) era una joven virgen (bethulah, en hebreo), entre 13 y 15 años, que estaba desposada, es decir, había celebrado los esponsales o desponsorios (una celebración equivalente a nuestra petición de mano, que constituía el primer momento del matrimonio judío y tenía valor jurídico, pero no el matrimonio en sí, que tenía lugar con la ceremonia de la boda aproximadamente un año después) con José (Yosef), de la estirpe de David. A pesar de la imagen de persona mayor transmitida por la iconografía religiosa posterior, José era un joven que seguramente no rebasaba los 20 años de edad.

El nombre de Jesús, Yeshua en hebreo, significa “salvación” y, en este sentido, conviene recordar con José Ortega y Gasset que: “Son, pues, los nombres como esos pájaros que en alta mar vuelan de pronto hacia el navegante y le anuncian islas. La palabra, en efecto, es anuncio y promesa de cosa, es ya un poco la cosa (…). Y no se olvide aquello de Mt 18, 20: Donde dos o tres se junten en mi nombre, yo estaré en medio de ellos”.

El filósofo alemán Ernst Bloch parece tener razón cuando afirma que hubo establo al principio y patíbulo al final, y, en medio, un permanente roce con la “gente humilde”, con las víctimas de la desigualdad y del injusto reparto de los bienes de esta tierra. Por lo que dicen los autores neotestamentarios y la revisión crítica de sus escritos, se puede deducir que Jesús fue un artesano galileo, un judío cumplidor de la Ley de Moisés (Mt 5, 17-20), aunque inconformista y crítico (Mt 5, 21-48), con ciertas capacidades taumatúrgicas y exorcistas, que vivió en Nazaret (una aldea poco relevante de Galilea y de no demasiada buena reputación), se rodeó de un grupo de discípulos, predicó la inminencia del Reino de Dios, valiéndose de ejemplos y parábolas, fundamentalmente en los alrededores del lago de Galilea y en Jerusalén, y finalmente se declaró el mesías/rey de Israel. Hablaba en arameo, pero conocía el hebreo y seguramente no le resultaba extraño el griego. Sabía leer y escribir y tenía un vasto conocimiento de las Sagradas Escrituras, que le permitían discutir con los maestros de la Ley. Las autoridades romanas lo prendieron porque su predicación y sus acciones iban contra el orden público establecido y las estructuras del Imperio en la provincia de Judea, siendo condenado a muerte en la cruz, al ser considerado reo de un delito de lesa majestad. Como señala el periodista y escritor Juan Arias, autor de Jesús: ese gran desconocido, a pesar de las escasas noticias acerca de Jesús, “… en él se ha ido concentrando la gran utopía de la historia, la que anida en el fondo de toda persona humana”.

Desde el punto de vista de la literatura ficcional, las distintas etapas de la vida de Jesús han servido para alimentar un sinfín de obras literarias. Así, los acontecimientos en torno a su nacimiento han dado lugar a una numerosa literatura navideña; los años de la vida oculta han alimentado la especulación y espoleado la imaginación de no pocos autores; las secuencias de su vida pública, especialmente sus milagros, curaciones, bienaventuranzas y parábolas han dado lugar, especialmente durante la Edad Media y el Mundo Moderno, a una fructífera narrativa, en muchos casos impulsora de las lenguas romances; en fin, los episodios de la pasión, muerte y resurrección han posibilitado verdaderas obras maestras, tanto en el campo de la novela y el cuento como en el de la poesía, generando diversas figuras de Jesús y personajes protagonistas creados a su imagen y semejanza o, por el contrario, opuestos a él.

Lo dicho y lo hecho

Únicamente parece haber un amplio y profundo consenso entre los expertos en la historicidad del bautismo y de la crucifixión de Jesús. Entre ambos acontecimientos se desarrolló su vida pública y tuvieron lugar sus predicaciones. En cuanto a lo dicho, lo primero que hay que significar es que el evangelio de Juan se abre con las palabras: “Y en el principio ya era la palabra y la palabra era Dios” (Jn 1: 1). Y más adelante señala: “Y aquella palabra fue hecha carne, y habitó entre nosotros…” (Jn 1: 14), es decir, las palabras del evangelista quieren significar que “Jesús es la palabra de Dios”. Para el escritor nicaragüense Pablo Antonio Cuadra, “Cristo es el Verbo y aún en su silencio es Palabra”, mientras que Ortega y Gasset señala que “cuando el cristianismo sostiene en el Evangelio de San Juan que el verbo, el lógos, se hace carne, resume toda la Grecia clásica”. Pero, ¿qué es lo que realmente dijo Jesús?

La gran mayoría de expertos en estudios bíblicos consideran que de todo lo atribuido por los evangelistas como dicho por Jesús solo unas cuantas frases serían literales. La reconstrucción del resto no permite dilucidar en el momento actual si fueron pronunciadas por él, modificadas en mayor o menor medida por los propios evangelistas o creadas por ellos mismos. Entre las más consensuadas o tenidas por más fieles a lo dicho por Jesús se encontrarían las bienaventuranzas, aunque el conjunto pudo ser reelaborado por Mateo (Mt 5, 1-12), la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37) y algunas expresiones, como las conocidas: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 15-22); “Más difícil es que un rico se salve que el que un camello pase por el ojo de una aguja” (Mt 19, 23-24), y “En verdad os digo que no beberé del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (Mc 14, 25). En el resto del Nuevo Testamento tan solo se refiere una probable sentencia de Jesús que no está en los Evangelios: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hch 20, 35). En cuanto a los hechos sucedidos, las certidumbres son escasas, las conjeturas muchas y las dudas, razonables en la mayoría de los casos.

Las parábolas

Para William Blake, cada parábola es un poema. Por eso, no es de extrañar que Oscar Wilde quisiera situar a Cristo entre los poetas, entre aquellos que han visto al mundo desde su ser original y en su plenitud anhelada: “El verdadero lugar de Cristo se halla entre los poetas. Todo su concepto de la Humanidad provino de la imaginación y sólo mediante ella puede ser comprendido (…). Como ningún otro personaje en la historia, Él despierta en nosotros esa capacidad de asombro a la que siempre apela la imaginación romántica. Para mí hay algo increíble en la idea de que un joven campesino galileo se imagine capaz de llevar sobre sus hombros el peso del mundo entero (…), su vida entera es el más maravilloso de los poemas (…) De la Carpintería de Nazaret surgió una personalidad infinitamente más grande que las forjadas por el mito y la leyenda” (De profundis).

George Steiner advierte de la inaudita originalidad del proyecto evangélico, nacido de “la extrema tensión entre una oralidad sustancial y una escritura performativa”, y afirma que, quien fue la “encarnación del Verbo”, enseñó mediante parábolas “cuya extrema concisión y carácter lapidario apelan eminentemente a la memoria”. En El silencio de los libros, el polifacético escritor y crítico literario da cuenta de la influencia del Nazareno en la cultura occidental: “Todavía hoy, nuestra sensibilidad occidental, nuestras referencias interiores habituales tienen una doble fuente: Jerusalén y Atenas. Dicho con más exactitud, nuestra herencia intelectual y ética, nuestra lectura de la identidad y de la muerte nos vienen directamente de Sócrates y de Jesús de Nazaret. Ninguno de los de los dos se jactó de ser escritor, no digamos de publicar”.

Por su parte, Jorge Luis Borges, en el poema Otro fragmento apócrifo, pone en boca de Jesús lo que parece ser un secreto literario: “Suelo hablar en parábolas para que la verdad se pueda guardar en las almas”, mientras que, en el prólogo a los Evangelios apócrifos, Borges comenta: “Más allá de nuestra falta de fe, Cristo es la figura más vívida de la memoria humana. Le tocó en suerte predicar su doctrina, que hoy abarca el planeta, en una provincia perdida. Sus doce discípulos eran iletrados y pobres. Salvo aquellas palabras que su mano trazó en la tierra y que borró en seguida, no escribió nada (también Pitágoras y el Budha fueron maestros orales). No usó nunca argumentos; la forma natural de su pensamiento era la metáfora. Para condenar la pomposa vanidad de los funerales afirmó que los muertos enterrarán a sus muertos. Para condenar la hipocresía de los fariseos dijo que eran sepulcros blanqueados. Joven, murió oscuramente en la cruz, que en aquel tiempo era un patíbulo y que ahora es un símbolo. Sin sospechar su vasto porvenir Tácito lo menciona al pasar y lo llama Chrestus. Nadie como él ha gobernado, y sigue gobernando, el curso de la historia” (Biblioteca personal. Prólogos).

Jesús, escritor

La única referencia evangélica a algo escrito por Jesús se encuentra en el episodio de la mujer adúltera (Jn 8, 1-11).  Para el periodista y escritor gallego Manuel Rivas, “Jesucristo tuvo que ser un extraordinario narrador oral”, pero el hijo del carpintero también sabía escribir. La escena del evangelio de Juan que lo confirma es para el autor de El lápiz del carpintero “una escena difícilmente superable” tanto en la historia de la escritura como en la “historia del corazón”. Así lo cuenta Rivas en una de sus columnas en el diario El País: “Una multitud lleva ante él a una mujer acusada de adulterio. Lo interpelan: ‘En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?’. Él no responde. Lo tendría muy fácil si quisiera ganarse el favor de tal público. ¿Qué hace?: ‘Inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo’. Así que ahí tenemos a una masa deseando ensañarse con ‘una culpable’, y un profeta raro, que no incita a la turba. Al contrario, levanta la cabeza y se dirige no a la masa, sino a la conciencia de cada uno: ‘El que de vosotros esté libre de pecado, que tire la primera piedra’. Eso es todo cuanto sabemos sobre sexualidad y pecado en el pensamiento de Jesús. Y es mucho. Tal vez no hay ningún aforismo que diga más con tan pocas palabras. Sin embargo, durante siglos y siglos, los aparatos eclesiásticos han bombardeado las mentes y el deseo con una sulfamida de miedo y culpa. La propia imaginación, el ‘pensamiento impuro’, era sometida a castigo”.

Al mismo episodio hace referencia la obra teatral en un solo acto Las palabras en la arena (1949), de Antonio Buero Vallejo (la historia del evangelio le sirve al dramaturgo para realizar una crítica, a prueba de censuras, del régimen franquista y la España de mediados del siglo XX). Por su parte, George Steiner dice que la vida y pasión del Nazareno no necesitan estar escritas en un texto, sino que están “realizadas en la acción” y dirigidas no a lectores, sino a imitadores y testigos.

La última cena‘. Leonardo da Vinci. Refectorio. Santa Maria della Grazie. Milán. 1495-1497.

No obstante, la literatura apócrifa cristiana ha conservado un interesante documento: La Leyenda del rey Abgar y Jesús, dentro de la Enseñanza del Apóstol Addai, escrito originariamente en siriaco (siglo IV, aunque seguramente partió de un documento del siglo III) y que, a pesar de su carácter legendario, da detalles precisos acerca de la evangelización y el desarrollo de las primitivas iglesias en Mesopotamia y Siria a partir del siglo II. Labubna, su autor, recoge la leyenda difundida entre las comunidades cristianas de un supuesto intercambio epistolar entre Jesús y Abgar, el rey de Edesa, que le demanda, a través de una carta enviada a través de un emisario que se encuentra con Jesús en Jerusalén, remedio para su enfermedad: “He oído acerca de ti y acerca de tu modo de curar que no curas con drogas ni con raíces, sino con tu palabra (…). Por eso te he escrito para pedirte con veneración que vengas a mí y cures una enfermedad que tengo, porque creo en ti”.

De esta leyenda también se hace eco Eusebio de Cesarea en su Historia de la Iglesia (s. IV), pero, a diferencia de la tradición siríaca, que mantenía que la respuesta de Jesús al rey edesano fue de carácter oral y luego transcrita por Hannán, el emisario de Abgar, Eusebio y la tradición de la iglesia etiópica sostenían que se trataba de una carta escrita por Jesús. Los términos de la respuesta contendrían estas palabras de Jesús: “Respecto a lo que me has escrito que vaya a tu casa, aquello para lo que he sido enviado aquí toca a su fin y subo junto a mi Padre, que me ha enviado. Pero cuando haya subido junto a Él te enviaré a uno de mis discípulos para que te cure y sane la enfermedad que tienes, y a todos los que están contigo los convierta para la vida eterna”.

La peregrina berciana Egeria, pionera de la literatura de viajes, cuenta que en su visita a Edesa en el año 384 el obispo de la ciudad le llegó a mostrar la carta de Jesús. La correspondencia entre Abgar y Jesús gozó de gran popularidad, tanto en Oriente como en Occidente, durante la Edad Media. En 1995, el profesor Jacinto González realizó la primera traducción al español del texto original siríaco (La leyenda del rey Abgar y Jesús. Orígenes del cristianismo en Edesa).

Hechos: pasión, muerte y resurrección

Parece probado que Jesús suscitó grandes expectativas entre los pescadores de Galilea y la gente del campo, pero también el odio entre los jefes religiosos judíos que lo denunciaron a Poncio Pilato, gobernador romano de Judea, quien lo condenó a morir crucificado.

A la luz de las investigaciones actuales, este es el dato histórico que parece más incuestionable de la vida de Jesús. Los evangelios informan de que Jesús murió en la cruz en las afueras de Jerusalén, dando un grito fuerte, invocando a Dios y preguntándole por qué le había abandonado en las versiones de Marcos y Mateo: “Y cerca de la hora de las nueve Jesús exclamó con gran voz diciendo: Elí, Elí, lamá sabachtaní? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt, 27, 46), o encomendando su espíritu, en las versiones de Lucas y Juan: “Y como Jesús tomó el vinagre, dijo: Consumado es. Y, abajada la cabeza, dio el espíritu” (Jn 19, 30).

El poeta Friedrich Hölderlin sostenía que Jesús podría haber experimentado que “Dios ha hecho el mundo como el mar hace la playa: retirándose”. Miguel de Unamuno en el poema El Cristo de Velázquez reflexiona sobre este último momento; así dicen los versos iniciales: “¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?/ ¿Por qué ese velo de cerrada noche/ de tu abundosa cabellera negra/ de nazareno cae sobre tu frente?/ Miras dentro de Ti, donde está el reino/  de Dios; dentro de Ti, donde alborea/ el sol eterno de las almas vivas”; mientras, el poeta León Felipe propone que los dos astiles de la cruz (vertical y horizontal) simbolizan los dos mandamientos principales: el amor a Dios y el amor al prójimo: “Hazme una cruz sencilla carpintero,/ sin añadidos ni ornamentos,/ que se vean desnudos los maderos,/ desnudos y decididamente rectos./ Los brazos en abrazo hacia la tierra,/ el astil disparándose a los cielos./ Que no haya un solo adorno que distraiga/ este gesto, este elemento humano/ de los dos mandamientos./ Sencilla, sencilla, más sencilla,/ hazme una cruz sencilla carpintero”.

El proceso de Jesús ante Pilato aparece en los cuatro evangelios con ciertas variaciones entre ellos. Seguramente, el Evangelio de Juan (Jn 18, 28-40; 19, 1-16) es el texto que recoge el episodio con mayor belleza literaria, y también el que más interés ha despertado entre filósofos y escritores a lo largo del tiempo. Hemos recogido aquí el que consideramos el fragmento principal: “Entró Pilato de nuevo en el pretorio, y, llamando a Jesús, le dijo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Respondió Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de mí? Pilato contestó: ¿Soy yo judío por ventura? Tu nación y los pontífices te han entregado a mí; ¿qué has hecho? Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos, pero mi reino no es de aquí. Le dijo entonces Pilato: Luego, ¿tú eres rey? Respondió Jesús: Tú dices que soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz. Pilato le dijo: ¿Y qué es la verdad? Y dicho esto, de nuevo salió a los judíos y les dijo: Yo no hallo en éste ningún delito” (Jn 18, 33-38). A pesar de ello, Pilato acabó entregando a Jesús para su crucifixión, después de que los príncipes de los sacerdotes judíos le espetaran: “Si sueltas a ese no eres amigo del César; todo el que se hace rey va contra el César” (Jn 19, 12).

El descendimiento‘ de Roger Van der Weyden.

No obstante, se disponen de pocos datos históricos confirmados sobre el hombre que, según Mateo (su evangelio es el único que recoge el episodio) y algunos textos apócrifos (Hechos de Pilatos o Evangelio de Nicodemo), se lavó las manos antes de enviar a Cristo a la cruz, siendo hasta ahora la única prueba arqueológica de su existencia una inscripción descubierta en las ruinas de Cesárea Marítima.

El pasaje evangélico probablemente responda a un claro interés de las primitivas comunidades cristianas en acrecentar la culpa de los judíos en la crucifixión y muerte de Jesús en detrimento de la responsabilidad romana, pero resulta poco verosímil desde el punto de vista historiográfico, y también parece cuestionable la evasiva de Pilatos a decidir la suerte del reo. El gesto, que ha sido representado en numerosas ocasiones en la iconografía religiosa, se apoya en el siguiente texto: “Y viendo Pilatos que nada adelantaba, antes bien que cada vez crecía el tumulto, tomando agua, se lavó las manos a vista del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de esta sangre; vosotros veréis. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: recaiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt 27: 24-25).

Los expertos están de acuerdo en que el juicio tuvo lugar ante la autoridad de Roma representada por Pilato y que éste, de ninguna manera, se limitó a confirmar una sentencia previa judía. La muerte en la cruz era un castigo de la justicia romana, no de los judíos, y probablemente la leyenda que, según la tradición, apareció escrita sobre el madero indicaba un delito de sedición. El historiador Simon Sebag Montefiore concluye: “Los cargos contra Jesús y el castigo en sí cuentan su propia historia: fue una operación romana”.

En cuanto a la creencia en la resurrección de Jesús, probada según los discípulos por diversas apariciones (recogidas por Pablo de Tarso y los cuatro evangelistas), constituye el eje central de la visión paulina y de la interpretación del mensaje de Jesús, de su figura y su misión por parte de la teología cristiana. Por tanto, se trata de un objeto de fe y, en cuanto tal, no puede ser sometido a los métodos de la ciencia histórica: históricamente es solo demostrable la fe de los discípulos y seguidores en la resurrección.

Según George Steiner, fue Pablo de Tarso el responsable de operar la transmutación del Jesús histórico en el Cristo de la resurrección (Jesucristo), para sacar al cristianismo del ámbito judío y convertirlo en un movimiento universal, mediante la maestría de su propaganda pedagógica, tesis compartida por el profesor Antonio Piñero.

Por su parte, Friedrich Nietzsche arremete contra Pablo y dice que presenta la fe como el punto de encuentro entre el mundo físico y esa otra realidad de vida plena, de lo totalmente distinto, desconocido e invisible a donde lleva la esperanza cristiana: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1 Cor 15,14).

Para Leon Tolstoi, la divinidad de Cristo es una falsa construcción teológica que enturbia el mensaje ético de un predicador que fue simplemente un hombre, un filósofo y, en el prólogo al Evangelio abreviado, escribe: “La pureza de la enseñanza de Jesús está sepultada en los sistemas judíos y eclesiásticos”. Sin embargo, Steiner sostiene que muy pocas figuras en la historia pueden igualar la intuición de Pablo de que “los textos escritos pueden transformar la condición humana”. Y añade: “Pablo tiene la certeza de que sus palabras, en su transcripción, publicadas y vueltas a publicar, van a durar mucho más que el bronce y seguirán resonando mucho tiempo en los oídos y en la conciencia de los hombres cuando todos los mármoles se hayan convertido en polvo”.

En cualquier caso, la resurrección, la ascensión a los cielos, las apariciones y la esperanza en la segunda venida de Jesús al final de los tiempos han dado lugar a no pocas manifestaciones artísticas y literarias a lo largo del tiempo. Incluso algunos de los propios pasajes evangélicos de estos relatos tienen una considerable belleza literaria, como es el caso del legendario texto En el camino de Emaús, contenido en la parte final del Evangelio de Lucas (Lc: 24, 13-35).

La incredulidad de santo Tomás‘ de Caravaggio (1602).