Bastaron las demandas gastronómicas del animal y veinte miligramos de Zolpidem en el café para que el enano acabara metido en la jaula del felino. Esa noche nos fuimos a beber al pueblo para evitar un arrepentimiento de último momento. Desprotegido del amparo divino y desprovisto de la capacidad de vislumbrar el futuro que salvó a Daniel, al regresar borrachos en la madrugada, notamos que los restos del enano no eran diferentes a los de cualquier otro animal callejero de los que le dábamos a Calígula para la cena. No es que intente aliviar mi propia culpa, pero esa locura no nació de uno solo de nosotros. Es como si un pequeño grupo de visionarios hubiéramos coincidido al mismo tiempo en esa despiadada forma de posponer el hundimiento del circo.

En las semanas siguientes las cosas no mejoraron y Calígula, que parecía notarlo, disfrutaba haciendo más evidentes sus exigencias. Se le veía más severo que nunca girando y rugiendo sin descanso al interior de su pequeño cuarto de sacrificios, como si pretendiera adiestrarnos mediante las mismas técnicas de reflejo condicionado que le habían aplicado durante años. Tal vez, el felino nunca olvidó los golpes recibidos en las rutinas de entrenamiento, el mango eléctrico y el látigo que usaba el infame domador partidario de los métodos de Pávlov, y ahora se desquitaba aprovechándose de nuestro propio egoísmo.

Fue apenas lógico para todos pensar que la siguiente carta era el payaso alcohólico que daba más miedo que risa, un hombre desagradable que asustaba a los niños, mientras intentaba hacerlos reír para poder comprarse un trago. Pero eso tampoco bastó. Días después, cuando no tuvimos ni para la pólvora del cañón, hicimos lo mismo con el hombre bala que no pudo escuchar lo que planeábamos porque las detonaciones lo habían dejado sordo. Decidir quién terminaría en la jaula fue fácil al principio, pero acabamos dándonos cuenta de que apretábamos un lazo alrededor de nuestro propio cuello que ya no podríamos aflojar después.

A veces, coincidimos en nuestra ruta con poblados en los que encontramos animales callejeros que nadie extrañará, perros, gatos y hasta cerdos desnutridos que vagan por las calles polvorientas de los pueblos que nos acogen en la ruta. Celebramos los días alegres en los que el animal tiene lo suyo, a pesar de saber que esa felicidad es solo cuestión de suerte. Esas noches afortunadas, aceptamos como algo irremediable que el felino exponga su título de rey, aunque este encerrado en una jaula. Entendemos que un rey es justamente aquel que todos aceptamos sin necesidad de que use la fuerza que lo eleva sobre todos los demás. No hay en el circo uno solo de nosotros que pase cerca de esa prisión sin verlo como un dios hambriento y brutal que paga nuestros salarios, pero al que debemos ofrecer sacrificios para conseguir sus favores.

Aunque la situación económica del circo va de mal en peor, hace algún tiempo que dejamos de deliberar públicamente sobre las necesidades gastronómicas de Calígula. Se rumorea que el administrador, el hombre forzudo y el domador de leones, por obvias razones, son los encargados de definir ahora el destino de todos nosotros. Siempre pasa que cualquier intento de democracia, cuando está por medio el propio pellejo, acaba siempre en una dictadura.

Los empleados del circo desaparecen, mientras el administrador responde a las acusaciones, con voz implacable y autoritaria, que no tiene la menor idea de dónde están. Los trabajadores amenazan con irse, pero nunca se deciden a dejar el olor agrio del aserrín. Para aprender los secretos del arte de los nómadas, un hombre de circo deja todo atrás y pronto se da cuenta que ya no tiene otro lugar a donde ir. Los que quedamos, nos tranquilizamos pensando que quizás la bailarina pasada de kilos de las medias de red o el mago de un solo acto, al que nadie vio más, se fueron sin avisar para retomar antiguos proyectos de juventud que habían postergado por una vida de aventuras, o tal vez, de una manera más sabia, supieron retirarse a tiempo previendo su propio destino.

Ahora, cuando cruzo la mirada con el administrador en medio de alguna borrachera en su casa rodante, veo en sus ojos la escena final, ese último acto en el que está completamente solo, sin otro espectáculo para dar que permitir que Calígula se abalance sobre los escasos espectadores de la primera fila, los mismos que aplauden mientras el león salta sobre los pedestales y ruge ante la inminente descarga del mango eléctrico, sin sospechar que son el alimento que asegurará que la función pueda continuar una vez más en otro lugar.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluyó el pasado 31 de mayo.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose en la semana siguiente en hoyesarte.com. Como este Las fauces del circo, octogésimo segundo cuento seleccionado.

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