A mi familia le di órdenes precisas para que taparan muy bien los frascos y los potes de cocina, y advertirles para que graduaran la temperatura de la nevera, donde tuve que guardar mi cara durante largas temporadas, y claro, conservado de esa manera, mi rostro no envejecía.

Mi mamá, que siempre quiso que la muerte no me atrapara, lo planchaba y lo doblaba y lo colocaba, cuidadosamente, junto a las sábanas y las fundas; y en el closet, guindado, escondido, mi rostro presidía la lencería, mezclado con los rigurosos vestidos de organza y popelina de mi tía, los pantalones de kaki y las camisas de algodón de mi padre.

Algunas veces permaneció escondido entre los pañuelos blancos y la colección de franelas de mis hermanos. Mis maestras también participaron de mi angustia: escondían mi rostro perfectamente doblado dentro de las Enciclopedias de la Naturaleza, y como marcalibros en el Mantilla y el Atlas Universal, y en el Álgebra de Baldor permanecía mi rostro insomne, tratando de descifrar los números finitos e infinitos, pero lejos del acoso de la muerte.

A veces mi rostro, plegado y foliado, se traspapelaba en las carpetas de notas y calificaciones y composiciones sobre el Día del Árbol y la Semana de la Alimentación, forradas con el eterno papel lustrillo azul, pero las maestras, prodigiosamente, lo localizaban y lo colocaban nuevamente en las gavetas precisas.

Alguna vez mi rostro permaneció durante todo el fin de semana en el colegio, encubierto como soporte de la cartelera del Día Patrio, y todo un mes en el baúl de mi abuela, al lado de sus santos y sus estampitas y rosarios, que ella organizaba los domingos con tanto esmero.

Algunas noches eran terribles, otras veces eran fecundas, no lograba cerrar los ojos, porque mi rostro se había quedado encerrado en alguna biblioteca y amanecía devorándome los clásicos, nutriéndome de versos y de historia universal y biografías de héroes.

Así crecí y anduve en la ciudad, nervioso, angustiado, atento, desconfiado. Nunca dejaba la malicia en casa, siempre andaba predispuesto al encuentro con la muerte, y así también siempre andaba un paso delante de ella. Nunca cometí errores que me delataran. Mi rutina era no tener rutina, para que nunca pudiera hacerme trampas y atraparme.

Cada persona que se acercaba a mí era un sospechoso habitual para mis nervios, pero también entendí que cuando llegara la muerte yo nunca sabría cómo era ella. Había tantas historias, tantos testimonios de su imagen, de cómo era, de cómo hablaba, de cómo miraba, que nunca me hice eco de ninguna. Solo sabía que yo debía ocultarme de la muerte para que nunca me atrapara.

Mis amigos aprendieron a prestarme sus caras y sus nombres, y sus sonrisas y sus sueños, y su suerte de hombres comunes, anónimos. Sólo así lograba burlar a la muerte, que afanosamente me buscaba. Pero ella no se daba por vencida, y seguía por allí, rastreando mi rostro, averiguando, dando mis señas, mis facciones, mi aspecto, mi apariencia, y decía mi nombre perfectamente claro, mientras preguntaba en las esquinas: «¿Lo han visto?, tiene marcada en su rostro la angustia, la melancolía, los miedos, las derrotas, ¿lo han visto?, ha retrasado su encuentro conmigo y yo lo busco».

Todos corrían a prevenirme, a indicarme planes de supervivencia, tratando de que nunca tuviera un encuentro fortuito con la muerte. Me advertían que ella husmeaba en las aceras, por las entradas de las estaciones del Metro, por los mercados de chinos, y en las zonas rojas de las ciudades más violentas. Por eso ella visitaba cada antro, cada pensión estudiantil, cada cine de las calles del centro. Era un itinerario de búsqueda afanosa que ella se esmeraba en cumplir, cotidianamente, con ganas de atraparme, pero nunca ocurría. Yo andaba en otros lugares.

Y en los bulevares que bordean la ciudad, la escucharon murmurar mi nombre, llamándome, gritándolo en todos los idiomas de este mundo. Otras veces susurraba cosas ininteligibles, tal vez haciendo planes o deduciendo su fracaso. Cuentan que la vieron seguir, pasar de largo, de ciudad en ciudad, de puerta en puerta, desorientada, frustrada, angustiada, impotente. Un día por poco me sorprende en mi propia casa. Pero mis hermanos, que ya habían previsto la incursión de la muerte, me prestaron sus caras para que la muerte no me reconociera. Se fue masticando su rabia calle abajo, burlada. Claro, yo tenía otros rostros, otros ojos, otras sonrisas, otras miradas, otros sueños, otras caras, otros amaneceres.

Ella, la muerte, desconsolada, me buscó en los bares, en las paradas de autobuses, en las ferias, en los restaurantes self service, en los taxis piratas, en los centros comerciales, en las listas de espera, en los bancos, en los aeropuertos, en los consulados y en las iglesias; y por supuesto, yo no estaba. Yo andaba viviendo otras emociones en otros cuerpos, otros temores y otros miedos con otros rostros.

Pasó el tiempo. Y como la muerte no conseguía atraparme, decidió ser mi amiga. Llegó tan cerca de mí, que yo la hice mi guardiana, mi confidente. Me aconsejaba, me guiaba en trances momentáneos. Andábamos como si fuéramos el uno para el otro. De esa manera me encontró desorientado una mañana; y yo, sin darme cuenta, para burlar a la muerte, le pedí prestada su cara, y me quedé con ella para siempre.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convoca la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen una única obra.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024

Fallo: 22 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

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