La segunda objeción proviene del propósito, mantenido firmemente a lo largo de mi vida, de no hablar en público sobre Marañón. Los personajes públicos trascienden a sus familias y nos pertenecen a todos por igual. Los familiares, por muy cercanos que sean, no tienen ninguna autoridad especial para disertar sobre ellos… y si por su propia personalidad la tuvieran, surgiría entonces la sospecha invalidante de la falta de objetividad. Excepcionalmente estoy quebrantando este principio con motivo de la conmemoración del cincuentenario de la muerte de Marañón, por amistosa flaqueza ante los requerimientos recibidos.

Así que aquí me tienen ustedes, nadando en la incoherencia, pero, en todo caso, muy agradecido por su valiosa compañía.

* * * *

Marañón nació en Madrid, en 1887, en el seno de una familia cántabra, y ahí vivió siempre, salvo el paréntesis de sus seis años de exilio en París. Pero sobre nuestra pertenencia al lugar donde nacemos o vivimos, o a la tierra de la que proceden nuestros mayores, se impone a veces otra patria: la que vocacionalmente escogemos como nuestro lugar de arraigo, en la que decidimos echar el ancla sentimental de nuestra vida. Esto ha sido Toledo para Marañón, y para quien les habla.

“Porque yo también –escribió mi abuelo–, como El Greco, emigré a Toledo sin saber por qué, por ese instinto que atrae a los hombres, como a los pájaros, a los lugares donde el destino ordena que nuestra obra se va a cumplir”.

¿Cómo se formó su vocación toledana? Veámoslo brevemente.

Su madre murió de parto cuando Marañón tenía sólo tres años, y fue, por tanto, su padre quien se ocupó de educarle, incorporándole desde muy niño a su universo adulto. En las largas temporadas estivales que pasaban en Santander, mi abuelo asistía a la tertulia que su padre mantenía con sus mejores amigos, entre quienes figuraban Menéndez Pelayo y Galdós, que “adoptaron” a aquel niño tímido, inteligente y sensible, con gestos tan significativos como el de don Marcelino cuando le acompañó al instituto donde se examinó de ingreso en el bachillerato, o el de don Benito que fue su padrino de confirmación. Ésta excepcional conjunción de ortodoxos y heterodoxos, contribuyó decisivamente a la formación del espíritu liberal de Marañón, como él mismo reconoció. Y fue Galdós, en su casa santanderina de San Quintín, quien, con la poderosa y evocadora fuerza de su imaginación, inició al niño Marañón en el descubrimiento de Toledo, con la valiosa colaboración de su sobrino predilecto, José Hurtado de Mendoza. Allí Marañón contempló por primera vez algunas imágenes de la ciudad imperial en las numerosas fotografías de Casiano Alguacil que Galdós coleccionaba. Así, Marañón escribiría luego:

“De Galdós y de Hurtado de Mendoza aprendí yo mis primeras lecciones de amor a Toledo, esto es, de amor a España. En Santander, en su casa de San Quintín, siendo yo niño, me mostraron más de una vez los montones que allí guardaban de fotografías de la ciudad de Carlos V, cada una tenía su historia, su leyenda y su fervoroso comentario”.

Algo más tarde, siempre de la mano de Galdós, Marañón realiza su primera visita a Toledo, y empieza a recorrer su misterioso laberinto. El autor de Ángel Guerra, venía con frecuencia a esta ciudad alojándose inicialmente en alguna de sus fondas y luego en la finca de La Alberquilla… que, y perdónenme por este inciso, pronto sacrificará su paisaje histórico y ribereño en aras de la expansión urbana de Toledo. Conservo, como un tesoro, unas cartas de Hurtado de Mendoza a Marañón dándole cuenta de estas estancias galdosianas en nuestra ciudad, y descifrando las claves de los textos toledanos que escribió nuestro inmortal novelista. Me alegra anunciar que Antonio Pareja y Enrique Sánchez Lubián están preparando su publicación con un sugerente título del propio Marañón: “La piedra en la bicha”. Como cuenta mi abuelo:

“Un día Galdós recogió en la Fuente de los Doce Caños una piedrecilla pulida como un diamante, y quiso dejarla en la Catedral, en un lugar donde nadie pudiera descubrirla o quitarla. Con la complicidad del campanero, la introdujo en la boca de una de las bichas de bronce que sostienen el cuerpo del púlpito del Evangelio en el crucero de la Catedral. Bastaba explorar con el dedo meñique las fauces del pequeño monstruo para tocar allí dentro el canto de Galdós. Su mano guió la mía, –sigue mi abuelo–, con satisfacción que no olvidaré nunca, la primera vez que me confió el secreto; y recuerdo que yo era tan pequeño que tuve que subirme en una silla para cumplir el rito”.

Más tarde, Marañón, con el contagioso entusiasmo que le caracterizaba, hizo que muchos de sus acompañantes continuaran este  rito, pero la difusión del secreto explica que años después, cuando yo quise buscar la piedra en la boca de la bicha, ya no pude encontrar nada.

El comienzo de los años veinte es muy importante en la vida de mi abuelo. Mueren su padre, su suegro Miguel Moya y también  Galdós, su mentor toledano a quien tanto debe la formación de su espíritu. Ingresa en la Academia de Medicina. Publica numerosos trabajos de investigación médica y su famoso estudio sobre la emoción. Trabaja intensamente en el Hospital Provincial y en su consulta privada. Realiza con el Rey el viaje a Las Hurdes. Su figura empieza a tener una gran proyección pública. Y poco después, en 1921, adquiere el Cigarral, cuya historia, a partir de entonces, se entrecruzará con la historia de mi abuelo, con la historia de mi familia, con mi propia historia.

Galdós y Hurtado de Mendoza, que era un gran conocedor de la botánica, también habían sido los que adentraron a mi abuelo por los caminos tapiados que llevan a los cigarrales, para enseñarle su flora y sus leyendas, y para recrearse, desde estas atalayas, en la gozosa contemplación de la ciudad amada.

“Con ellos –nos cuenta mi abuelo– recorrí los cigarrales que cubren la ladera que baja desde el poniente hasta la vega, en terreno soleado y dulce, y descubrí el de los Clérigos Menores, que tenía la vista predilecta de Galdós sobre el panorama de la ciudad. Es un paisaje semejante al italiano, con fuentes y oasis, con retoños incipientes de sensualidad”.

La trascendencia que el Cigarral va a tener en la vida de Marañón es inmensa. Va a ser, según su confesión, la casa donde su alma se serena y se restaura, donde escribirá casi todos sus libros, donde sentirá esa maravillosa plenitud que colma de sentido la vida. Y por él pasarán muchas de las personalidades españolas y extranjeras que han configurado la Historia del siglo XX.

Empecemos desde el principio.

El 4 de marzo de 1921, con treinta y tres años de edad, firma la escritura de compra del Cigarral, y paga como precio 50.000 Ptas. Será el único inmueble que poseerá en toda su vida. Lo primero que Marañón hace es cambiarle el nombre, que era el de “Villa San José”. Aunque cuando escriba sobre él lo denominará “Cigarral de Menores”, como se corresponde con su tradición histórica, el rótulo que mandó poner en el dintel de la puerta de la entrada fue el de “Cigarral Los Dolores”, en homenaje a Lolita, su mujer, a la que amaría apasionadamente toda su vida. Eugenio D’Ors escribió, con humor, lo inevitable: “Brava cosa, señor, para un físico poder llamarse…. el Señor de los Dolores”.

El escritor navarro, afincado en Toledo, Félix Urabayen, lo bautizó como el Cigarral de las Altas Cumbres, en referencia a los saberes de mi abuelo, pero en aquel tiempo el Cigarral fue, sobre todo, conocido como el de Marañón. Cuando pasó a mis manos recuperé el nombre de Cigarral de Menores, fiel a la historia y a su literatura.

Lo probable es que la reconstrucción de 1921, encargada a su primo- hermano el arquitecto Antonio Ferreras Posadillo, se limitase a consolidar la forma exterior del Convento, y a acondicionar su arruinado interior para el moderno vivir. La corta duración –apenas  unos meses– de los trabajos emprendidos, convalida también la hipótesis de una actuación relativamente poco importante, suposición reforzada por las limitaciones presupuestarias que entonces tenían mis abuelos.

En las ilusionadas horas del principio, se adivinan las presencias de sus amigos más cercanos. Por ejemplo, la del pintor Ignacio Zuloaga, a quien escribe, diez días después de adquirirlo, diciéndole:

Cigarral_de_Menores_gregorio_maraon“He comprado un “cigarral” en Toledo. El más bonito de los que hay por allí, con muchas flores y olivos, y un pequeño conventito que voy a arreglar muy bien para vivir allí unas temporadas. La vista de Toledo es formidable”.

En aquellos mismos días, José Hurtado de Mendoza le regala a mi abuelo el ejemplar del Toledo en la mano de Sixto Ramón Parro que utilizó Galdós para escribir su Ángel Guerra y planta con sus manos el más imponente y frondoso ciprés que hay en el Cigarral. También entonces mi abuelo coloca en la casa la máscara mortuoria que Daniel Zuloaga hizo a Galdós, como fervoroso testimonio de la inmensa admiración y el entrañable cariño que sintió por él. Esta máscara, como casi todo lo que el cigarral contenía, desapareció en el saqueo de la guerra civil.

La huella de la cercanía del Marqués de la Vega Inclán es de carácter decorativo. En el zaguán del Cigarral se construye una cocina castellana siguiendo el modelo de la que había en su Casa del Greco. Es un detalle propio del eclecticismo de los años veinte, que permitía la convivencia de estilos diferentes, sin el rigor, a veces tiránico, de los actuales criterios más puristas. En torno a esta “cocina” se han celebrado tertulias inolvidables.

El 19 de marzo de 1921, tan sólo quince días después de que mi abuelo comprase el Cigarral, Ramón Pérez de Ayala, su amigo del alma, le acompaña para conocerlo. Pérez de Ayala describe así su primera visión:

”Al caer la tarde, bajo unos olmos robustos y venerables, Toledo, que en plena luz es color de hueso antiguo, de marfil insigne, comienza a animarse, a sonrosarse como una mejilla a la cual afluye la sangre y él solo, para sí, absorbe la postrera luz crepuscular, entre la vasta noche de amatista.”

Y también nos relata la emoción que sintió al oír el canto de un ruiseñor en uno de sus senderos:

”Nos  detenemos embelesados, suspensos: un cristal diamantino y vibrante ante el cristal azul y quieto del cielo”.

Hoy, otros ruiseñores siguen emocionándonos la primavera.

Aquél día, Pérez de Ayala regala a mi abuelo un ejemplar de Los cigarrales de Toledo de Martín Gamero. En el margen de una de sus páginas he encontrado la apretada letra de mi abuelo relatando la visita que le hace a Unamuno en Salamanca una semana después, para contarle ilusionado su adquisición, y en la que don Miguel le formula la teoría de que el término de cigarral proviene de la raíz árabe zigorro, que significaría “lugar prominente o elevado”.

No voy a abrir ahora el capítulo del origen terminológico de la palabra cigarral, pues nos desviaría del objeto de esta conferencia. Baste decir que en opinión del eminente arabista Emilio García Gómez, ninguna procedencia árabe tiene en este caso fundamento serio, derivándose el vocablo, con toda seguridad, de la atronadora presencia de las cigarras en estos alcores durante los cálidos veranos de Toledo.

Estamos en 1922. Mis abuelos se hacen sus primeras fotografías en el Cigarral restaurado. Son unas preciosas fotos que el tiempo ha teñido de sepia e ingenuidad. Las lilas de un florero nos cuentan de la primavera de aquel año. Los arcos y los muros de la casa aparecen desnudos; a sus pies empiezan a crecer las hiedras que los cubrirán de permanente verdor. En el interior, amueblado con rigurosa austeridad, sin comodidad alguna, hay un piano vertical. Mi abuelo ha colocado distante su sombrerero, y, ensimismado, acaricia un perro grande y negro. Mi abuela, reacia a dejarse retratar, tiene aquí la mejor de todas sus fotografías. Sonríe abiertamente su juventud y la listeza de su mirada penetra la cámara. Mi padre y sus hermanas juegan atraídos por el agua de la fuente, como ahora mis nietos pequeños y, antes, nosotros mismos. La silueta de Toledo, desnuda de cipreses, sin marco de vegetación, ocupa el horizonte entero, y extrañamente parece mucho más distante que ahora.

Entre 1922 y 1936 el Cigarral se convierte en la más transitada puerta de entrada a Toledo para los principales personajes de la época. El Cigarral es el destino último de muchos de aquellos ilustres viajeros que, según César González Ruano, acuden para visitar a Marañón como si fuera una “catedral humana”. Es un humanista del Renacimiento que vive plenamente comprometido con su propio tiempo. Posee un poderoso y dulce magnetismo que, como dice el poeta, trasluce en su mirada la hondura de lo humano.

“Llegaba uno a él como a esos paisajes gratos donde es bueno reposar, desde él se ve el mar, y el día azul está sobre nosotros, fijo, seguro de que no nos va a dejar”, escribe sobre él Juan Ramón Jiménez.

Lo más significativo de aquella afluencia de personas no es la lista de los innumerables visitantes de paso, sino la relación de los verdaderos amigos que se reunían con asiduidad en la paz del Cigarral, poseídos de un mismo espíritu liberal, para disfrutar conversaciones, compartir conocimientos y pensar apasionadamente en España. Los principales nombres que forman parte del cenáculo del Cigarral componen un mosaico asombroso.

De la generación del 98, el Cigarral está lleno de recuerdos de Unamuno, Azorín, Baroja, Valle Inclán, Manuel Bartolomé Cossío y Zuloaga. Machado y Falla también lo conocieron pero sus visitas fueron más esporádicas. De la generación del 14, que es la de mi abuelo, en el Cigarral late aún la presencia viva de Ortega, Pérez de Ayala, D’Ors, Madariaga, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Gómez de la Serna y Hernando. Pero ¿cuántas veces no les acompañarían Azaña, Sánchez Albornoz, el pintor Solana, Jiménez de Asúa, Morente, o Pí Suñer Y de la generación del 27, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, José María Cossío, Benjamín Palencia, y Fernández Almagro se incorporaron con luz propia a las jornadas de sus mayores. También forman parte del núcleo más íntimo del Cigarral, Sebastian Miranda, Juan Belmonte, el Conde de Romanones, el Marqués de la Vega Inclán, José Hurtado de Mendoza, y naturalmente los médicos, los queridísimos compañeros y discípulos de mi abuelo, que siempre tenían reservado en el Cigarral un puesto privilegiado. Finalmente, una pléyade de ilustres extranjeros llegaban al Cigarral para participar en sus tertulias y saciar, como hispanistas, su sed de lo nuestro.

Me detengo ahora en algunas de las jornadas más significativas que se vivieron entonces en el Cigarral. Por ejemplo, en la del encuentro organizado por mi abuelo entre Leopoldo Matos, Ministro del Interior del Gobierno Berenguer, y Ángel Ossorio Gallardo, en representación de los republicanos, para intentar alcanzar un acuerdo ya imposible o en la del almuerzo celebrado en honor del Presidente francés Herriot, con asistencia de Azaña, Fernando de los Ríos y Madariaga, de la que nos ha quedado el único registro de imagen y voz que se conserva del Presidente de la República española.

El recuerdo de otro día memorable se lo debemos a Carmen Yebes que lo recogió por escrito. Coincidió en el Cigarral con Unamuno, en una luminosa tarde de verano. Sentados en el pórtico que mira hacia Toledo, Don Miguel no dejaba de hablar sin interesarse apenas por los que le acompañaban. Entre ellos estaba Lily Álvarez, en ese momento tenista mundialmente conocida tras su éxito en Wimbledon, y mujer de notables inquietudes intelectuales. Don Miguel se limitó a preguntar, distraído, “esta muchacha juega a la pelota, ¿verdad?” sin añadir más comentario. Luego, cuando la luz del día se perdía en la inmensidad de la noche, y Unamuno recitó, con voz trascendente, su “Cristo de Velázquez”, el ánimo de todos se embargó de emoción.

Otra tarde Unamuno no tuvo tanto éxito con su lectura. La obra que fuera se prolongaba inacabable y Federico García Lorca le pidió a mi abuela con voz queda que le acompañara al teléfono para hacer una llamada urgente. Al escaparse de la vista de los demás, Federico se tiró al suelo y pataleando con grandes aspavientos empezó a gritar “muera Unamuno, muera Unamuno”, incapaz de soportar una sola palabra más. Calmado por mi abuela, regresaron a la plazoleta, bajo los olmos, junto a la fuente callada, donde don Miguel proseguía, insensible a los gestos de agotamiento de sus oyentes. Cuando por fin terminó, García Lorca se lanzó vestido al agua, liberándoles de su pesadumbre con aquella improvisada payasada.

maraon_lorcaA García Lorca le agradaba leer sus versos y sus obras de teatro en el Cigarral, donde se sentía acogido por el calor de la amistad. Solía decir que quería comerse su tierra rojiza untada en pan. ¡Cómo contrasta este impulso, tan vitalista, con el comentario que hizo Valle Inclán comparando el color arcilloso de Toledo con la pétrea solidez de su Galicia!: “Cuando aquí llueva fuerte –profetizó– la ciudad entera se disolverá”.

Marcelle Auclair, gran amiga de Lorca y de mis abuelos, le escuchó leer en el Cigarral su Bodas de Sangre, y escribió:

“No lo hizo como un actor, ni se complacía en la dicción de las palabras como suelen hacer los poetas, pero interiorizó con tanta intensidad la realidad de sus personajes, que nos hizo verdaderamente temblar, como cuando el cante jondo hiela la sangre. Cuando Federico terminó, a Marañón se le saltaron las lágrimas”.

El Cigarral había alcanzado el momento de mayor esplendor de su pequeña historia, convertido en el lugar de reunión de los artífices de uno de los períodos más brillantes y fecundos de nuestra cultura. También es conocido como la edad de plata de la cultura española. Y subrayo lo de española, porque sus protagonistas no sólo establecieron hitos literarios, científicos y artísticos prodigiosos, sino que sintieron la vocación de su país con el mejor de los impulsos patrióticos.

En 1936, el Cigarral y sus dueños, como todos los españoles, desconocen el terrible destino que les acechaba, ese abismo negro y sangre en el que se van a enterrar tantas vidas y tantas esperanzas. A finales de 1936 mis abuelos salen de España hacia el exilio, y el Cigarral será saqueado por las tropas nacionales, que harán con sus muebles y libros hogueras para calentarse o botín para repartirse. Las bombas alcanzarán la airosa espadaña del Convento, que se derrumbará, hecha añicos, como un símbolo más de aquella barbarie.

Finalmente, el Cigarral será objeto de las represalias políticas que se emprenden contra mi abuelo. El Juzgado Especial de Incautaciones lo embarga en 1938 para, cito literalmente, “asegurar las responsabilidades civiles que determinarán las autoridades militares competentes”, embargo que no se levantará hasta 10 años después. La presencia de mi padre en el lado nacional evita que el Cigarral corra la misma suerte que el de Salvador de Madariaga, que fue vendido en pública subasta por las autoridades franquistas, y años más tarde derruido por sus nuevos propietarios.

Hace un mes vino a verme el hijo de un Capitán del ejército nacional para devolverme el libro que su padre se había llevado en el saqueo del cigarral, setenta y tres años atrás. Se trata de un tomo de una excelente edición de las obras completas de Lope de Vega, que ya descansa, de nuevo, en los anaqueles de nuestra biblioteca. Me alegra dar testimonio de este insólito y conmovedor gesto de reparación.

Cuando mi familia recuperó la posesión del Cigarral, mis tíos Carmen y Alejandro Araoz, con infinita devoción, asumieron la tarea de restaurarlo y amueblarlo de nuevo, para que cuando mis abuelos llegaran del destierro encontraran cada piedra en su lugar, el interior de la casa acondicionado, y los jardines florecidos sin rastro alguno de escombros o de metralla.

Mis abuelos regresaron del exilio el 2 de noviembre de 1942, dirigiéndose directamente al cigarral. Llegaron cuando era de noche y llovía fuertemente. Allí les esperábamos toda la familia, y algunos de sus discípulos médicos. Yo tenía tan solo siete días de edad, y aquella fue la primera vez que  vine a Toledo.

pio_baroja_gregorio_maraonEn su prólogo a la 2ª edición del Elogio y Nostalgia de Toledo, mi abuelo escribió:

“Y sin embargo, todo volvió a empezar. Lo que creíamos que no volvería más, vuelve, y es fuente, como antes, de las mismas emociones”.

Así, la vida del Cigarral reemprendió su normalidad, su ritmo y su ajetreo. Mis abuelos salían para Toledo el sábado por la tarde y regresaban a Madrid el domingo, bien entrada la noche. Con ellos llegábamos y nos íbamos el resto de la familia.

La jornada del domingo se acomodaba a un repetido ritual.

Después de unas horas de trabajo, mi abuelo bajaba andando a Toledo para oír misa en Santo Tomé. Fue mi abuelo un sincero creyente, sin renunciar nunca a la libertad de su pensamiento o de su investigación científica, que amó a su prójimo desbordadamente. En invierno iba enfundado en su capa gris y apoyándose siempre en el bastón de plata –un makila vasco que le había regalado Pío Baroja y que, en euskera, lleva inscrito el lema nacionalista: “Las siete provincias vascas unidas”, por Navarra y el País vasco-francés. En aquellos paseos le acompañaba frecuentemente Cardeñas, un maestro carpintero, republicano y amigo de mi abuelo, que tenía su taller también cerca de Santo Tomé. Contando con su plena confianza coordinaba las pequeñas obras que entonces se hacían en el cigarral. En ellas empezó a trabajar hace casi siete décadas Alfonso Peña, que luego se convirtió en uno de los mejores constructores de Toledo y con cuya amistad me honro. Alfonso, ya jubilado, sigue hoy ayudándonos decisivamente en las tareas de conservación del cigarral.

Cuando Marañón bajaba andando a Toledo, se detenía en las casas de los vecinos del barrio del Puente de San Martín, si había alguna persona enferma. Después, ya en el laberinto de las calles de Toledo, entraba en los distintos conventos de clausura para llevar la curación o algún otro alivio más material a sus religiosas.

Una tarde en el cigarral, alguno de sus visitantes le comentó, en términos muy críticos, la existencia de un curandero que se había instalado en el Cerro de los Palos, creyendo así complacerle. Marañón le sorprendió solicitando respeto para aquella persona y para quienes acudían buscando unos remedios que la ciencia no había sido capaz de ofrecerles.

El aperitivo se tomaba en “el tranvía”: un porche abierto a la vista de Toledo que nunca supe porqué se llamó así. Las tres generaciones se entremezclaban en ese momento, junto a los invitados. Unas campanadas anunciaban el almuerzo de menú fijo: tortilla de patatas, perdices y natillas, con mazapanes y marquesitas (que la inflación convirtió sucesivamente en duquesitas y princesitas) de Santo Tomé, tradición gastronómica que hemos conservado íntegramente, dada su excelencia. Después llegaba el café, que servíamos, según las estaciones, en el interior de la casa, junto a la chimenea encendida, o en “el tranvía”. En la conversación, mi abuelo incitaba a los demás para que tomaran la palabra.

“Con los años –confesaba cuando cumplía los cincuenta– se acentúa en mí la preocupación de oír y no hablar, de ser discípulo y no maestro”.

Sin despedirse, para no interrumpir la reunión, solía desaparecer durante un rato para encerrarse en su despacho y adelantar alguna de las múltiples tareas que le aguardaban: sus escritos, las fichas de enfermos, sus propias lecturas y estudios. Según avanzaba la tarde llegaban nuevos amigos, algunos invitados, otros que se presentaban de improviso. Mi abuelo se incorporaba para guiarles en un paseo por los senderos del Cigarral, y luego se sentaban a contemplar Toledo en el atardecer. La merienda se preparaba con una cierta solemnidad en el comedor, con chocolate caliente, migas, dulces de Santo Tomé –los mejores de la ciudad– y azucarillos. Al anochecer, la familia recuperaba su intimidad y regresaba a Madrid.

En las vacaciones se interrumpía este trasiego de invitados, y los pequeños ocupábamos con nuestros juegos todo el territorio. Algo que me sorprende al recordarlo es que jamás tuviéramos esa penosa sensación de molestar que con tanta frecuencia inculcan los mayores a los niños. Mi abuelo podía escribir sin desconcentrarse sobre una mesa en el jardín, inmerso en el alboroto de nuestras risas, y todo lo más, levantaba por un instante la vista de las cuartillas para mirarnos divertido, y sonriente, antes de proseguir la escritura.

alexander_fleming_gregorio_maraonTraspasábamos continuamente la frontera del mundo de los mayores libremente, fascinados por lo que no comprendíamos pero percibíamos como extraordinario. Así, por ejemplo, recuerdo vivamente la visita de Fleming. Nos proyectó un documental sobre los avances curativos de la penicilina. Las imágenes, imborrables, reflejaban el dolor de la enfermedad siendo tratada, pero para la imaginación del pequeño niño que yo era, representaban ante todo la dolorosa amenaza de las inyecciones que se sucedían en la pantalla. Aunque Fleming me había parecido un señor encantador, que me recibió levantándome cariñosamente en sus brazos, después de la película no quise separarme de mi madre para evitar el riesgo de que el premio Nobel ensayara conmigo su aterrador invento.

En otra ocasión los niños preparábamos una obrita de teatro que yo había escrito, tan elemental como ilusionadamente puede hacerse a los diez años. En ese momento se abrió la puerta de la galería donde nos encontrábamos, apareció el gran actor Carlos Lemos, vestido de Don Juan Tenorio, y quitándose el sombrero nos saludó con una gran reverencia. Era noviembre, y se había presentado disfrazado en el Cigarral para darle a mi abuelo una sorpresa ajustada a la tradición del calendario. Reunidos luego con los mayores, le oí recitar por primera vez los inmortales versos de Zorrilla, que permanecen para siempre en mi memoria unidos a aquella maravillosa escena.

Al Cigarral acudían los supervivientes del naufragio del 36, los amigos de siempre, y otros nuevos y más jóvenes como Gerardo Diego, Cela, Luis Rosales, Pedro Laín, Marino Gómez Santos, Fernando Chueca, Andrés Segovia, Teresa Berganza, y, como siempre, los médicos.

González Ruano, bohemio auténtico y grandísimo escritor de obras menores, describió en un precioso artículo las tardes de los domingos del Cigarral. Le impresionaba el reloj de sol que:

“Marcaba el tiempo, escribe, como de manera intemporal, en la gran mesa redonda de piedra, que era la afirmación tranquila y sólida de muchas cosas. En ella gustaba de apoyar sus manos Don Gregorio, tocando la pétrea materia con evidente voluptuosidad, como si fuera el cuerpo mismo de la historia”.

Fue en esta mesa, regalo de Romanones y procedente del Palacio de Don Álvaro de Luna, donde el extraordinario fotógrafo Gyenes, nos hizo a mi abuelo, a mi padre y a mi una maravillosa foto que tituló “Tempus fugit”. Casi 30 años después, como para confirmar el lema, repitió la foto de los tres Gregorios, esta vez incorporando a mi hijo Gregorio, desaparecido mi abuelo, y no siendo ya ni mi padre ni yo los mismos que éramos cuando hizo la primera.  

En 1956 mi abuelo sufre los primeros síntomas de los problemas circulatorios que cuatro años más tarde terminarán con su vida.

Indalecio Prieto le escribe desde la obligada lejanía del exilio, pero con la cordial proximidad de una larga y profunda amistad:

“Perdóneme usted que invirtiendo los papeles me ponga yo a dictarle normas acerca de su salud. El plan a seguir es muy sencillo: más Cigarral y menos Madrid. O sea, una mayor liberación de las obligaciones de todo orden y un mayor espacio para los trabajos gustosos. Más quietud, más sosiego, más bienestar. Claro que somos juguetes del destino pero estamos obligados a no jugar peligrosamente con nosotros mismos; ya es hora de que después de haber cuidado a tantos cuide usted de sí mismo. Sólo le pido que lea a Lola estos renglones”.

Ignoro si le escondió a mi abuela esta carta. Posiblemente sí, pues su respuesta vital iba a ser muy diferente. “Vivir no es sólo existir, sino existir y crear. Descansar es empezar a morir”, se escribió a sí mismo. Y continuó su paso y su tarea, con el ilusionado empuje de siempre, y si cabe, con mayor avidez en el empleo de su tiempo.

Algún tiempo después, en vísperas de un fin de semana de abril de 1957, le escribe a Indalecio Prieto:

“Tengo cada día más arraigada mi fe liberal y no sé si veré su reinado en este mundo… Por lo visto tenemos que padecer unos años, que ojalá no sean muchos, de encono. Aquí hay una juventud generosa, entusiasta, con grandes virtudes… compatibles con todos los modos de pensar. Esta es nuestra gran esperanza para el día en que, por ley natural, sean los que manden en los destinos del país”

Y añadía:

“Me voy a mi cigarral… a terminar un libro de medicina y algunos artículos. Y a escribir el discurso de contestación a Cela en la Academia…”

Esta era, como vemos, su manera de entender esa mayor “quietud” que le recomendaba su amigo desde Méjico.

Su última intervención en las sesiones plenarias de los lunes en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando fue para proponer que se protegiera el paisaje histórico de los cigarrales de Toledo, moción que, ya sin su presencia, fue aprobada en la siguiente sesión.

Un día del mes de marzo de 1960 vuelve al Cigarral, para contemplar por última vez “la ciudad resplandeciente en la postrera lumbre del ocaso”, y escuchar, con el alma suspendida, “el silencio que viene, paso a paso, preñado de misterios del Oriente”. Son versos suyos, del último poema que escribió para mi abuela al dorso de una fotografía en la que aparece de espaldas, en el atardecer de su vida, callado, con el pensamiento transido, mirando hacia Toledo al fondo de las colinas pobladas de símbolos del Cigarral.

En otra ocasión, estando los dos solos, me manifestó que una de las lecciones más importantes que había aprendido en su vida era la prevalencia de la bondad sobre la inteligencia. Yo era entonces un entusiasta estudiante de primero de Derecho, un tanto deslumbrado por la apertura intelectual que había supuesto mi entrada en la Universidad, y tardé algún tiempo en comprender el verdadero alcance de sus palabras.

gregorio_maraonLa última vez que le vi levantado y consciente fue la noche del 22 de ese mismo mes de marzo. Yo había ido al primer estreno de una obra de García Lorca después de la guerra. Se trataba de La Zapatera prodigiosa, representada en el Teatro Eslava por una compañía universitaria. Mi abuelo me había pedido, con muchísimo interés, que al terminar la función fuera a su casa para contarle lo que me había parecido la obra y cuál había sido el ambiente y la reacción del público. Se alegró profundamente con el significativo éxito de la representación, las encendidas ovaciones del público y mi propio entusiasmo, avivándose su mirada con un expresivo entusiasmo que complementaba una dicción algo lenta.

Murió el domingo siguiente, 27 de marzo de 1960, acogiéndose a la esperanza invocada en la breve oración de Unamuno que tenía enmarcada en su mesilla del Cigarral, y que su corazón tantas noches había repetido confiadamente. “Méteme Padre Eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí pues vengo desecho del duro bregar”.

Aquí terminaría propiamente mi conferencia, pero déjenme que les relate, muy resumidamente, qué ha sido del cigarral desde entonces, pues, de alguna manera, es continuar hablándoles de Marañón y Toledo.

A su muerte el Cigarral conocerá un período de relativo abandono. No es el abandono de la incuria, ni el de la ruina que deja a los propietarios sin medios para mantener su casa. Se trata de un abandono distinto, del abandono que se deriva del alejamiento, sin retorno, del dueño que con su presencia llenaba de vida el lugar. Durante los próximos 18 años, la historia del Cigarral transcurrirá lánguidamente, suspendida en un extraño paréntesis, sin pasado ni futuro. Es como si esta crónica se hubiera detenido de repente en una prolongada escena, vacía, carente de argumento. Pero no era así. La situación ocultaba el largo invierno de una vida rota por la muerte del ser amado, una pasión que no dejó hasta el final de sus días ningún resquicio al olvido ni al consuelo. En efecto, mi abuela había decidido no volver a habitar una casa que le evocaba continuamente la infinita felicidad que nunca más podría revivir. Las pocas veces que regresó al Cigarral lo hizo sin quedarse a dormir, con prisa, como para cumplir con el deber de comprobar que, perdida el alma, la casa mantenía su orden.

El hecho más notable acaecido en el Cigarral en vida de mi abuela fue la venida en 1970 del General De Gaulle, que pasó aquí algunos días de descanso, por no querer aceptar la invitación de Franco de alojarse en Madrid. Era ya muy mayor -de hecho moriría pocos meses después- pero sus fuerzas parecían incólumes. Llegó, por la tarde, tras una jornada agotadora, que incluyó un almuerzo con Franco y la visita al Museo del Prado. En vez de retirarse para reposar, nos pidió que le mostráramos los jardines y las estancias de la casa, subiendo y bajando las escaleras que unen sus distintos niveles sin aparente esfuerzo. Luego quiso conversar con nosotros, haciendo patente una inteligencia, una cultura, y una agudeza de espíritu excepcionales. Mi padre, expectante, le preguntó por sus impresiones sobre Franco. Era el primer encuentro entre los dos estadistas, que compartían además su condición militar. De Gaulle, varios años mayor que Franco, se limitó a responder: “¡Mais, c’est un vieillard!”, esto es, “pero si es un anciano”. Una elipsis biológica para esconder un indisimulado menosprecio personal e ideológico. Y a mi tío Tom Burns, editor del periódico católico inglés The Tablet, le sorprendió recordándole, con una cierta sorna, lo mal que le trató su publicación durante la II Guerra Mundial.

De Gaulle transmitía grandeza, y también su conciencia de saberlo. Pasadas unas semanas le envió una carta manuscrita a mi abuela, buena prueba de su exquisita sensibilidad.  Tras unos párrafos de sincera cortesía, escribió:

“Señora, ¿cómo no habría de sentirme emocionado al verme, a la vez como amigo y admirador francés, recibido en la casa donde su ilustre marido Gregorio Marañón vivió a su lado?”.

En 1978 muere mi abuela, cumpliéndose una vez más un certero pronóstico de mi abuelo, que le había augurado una vida muy larga aunque achacosa. Inexorablemente se plantea entonces el futuro del Cigarral. Una casa tan singular precisaba de alguien que la sintiera suya, y no de un proindiviso regulado por la frialdad del Código Civil. Mis tías le brindaron el Cigarral a mi padre, quien, desde la distancia de su puesto de Embajador en Argentina, para sorpresa de propios y extraños, lo rechazó. En la tramitación de la testamentaría, se le adjudicó entonces a la hija mayor de mis abuelos, mi tía Carmen Araoz, que era la que más había hecho por el cigarral y la  más vinculada a Toledo. También era quien más medios tenía para mantenerlo. Cuando estábamos en ese trance, me llamó por teléfono indicándome, con generoso desprendimiento, que si yo deseaba continuar con la tradición del cigarral, me ofrecía la posibilidad de comprarlo en el mismo precio en que se había valorado a efectos hereditarios. Mi sorpresa por el imprevisible curso de los acontecimientos no podía ser mayor. A los 35 años, esto es, casi a la misma edad con la que mi abuelo lo adquirió, se me presentaba la oportunidad de hacer mío el territorio en el que había estado el paraíso perdido de mi infancia y de echar así el ancla sentimental de mi vida en Toledo. Y la respuesta, un tanto insensata para lo que entonces eran mis posibilidades, sólo pudo ser afirmativa. ¡Que las raíces vuelen! Siempre.

Termino ya mi intervención, para, si lo desean ustedes, abrir un breve diálogo sobre Marañón y Toledo. Como sucedió con mis abuelos, también nuestras mejores horas transcurren ahora en el cigarral. Desde hace más de una década, que me parece la vida entera, las comparto con  Pili Solís, mi mujer. Juntos lo cuidamos con verdadera pasión, habiéndolo incorporado con todo lo que significa, también con Toledo, a nuestro propio proyecto de vida. A instancias nuestras se ha declarado Monumento, como Bien de Interés Cultural, para asegurar su preservación, en coherencia con nuestro compromiso en la defensa del patrimonio. Y, finalmente, como símbolo del impulso y de los sentimientos que nos animan, hemos encargado a Cristina Iglesias, nuestra escultora más universal, una fuente para el jardín del cigarral en la que brote el agua cristalina del manantial de su memoria y fluya, con fuerza, sobre un  poético cauce de hojas de verde y plata hacia el horizonte ilusionante del mañana.

 

Conferencia pronunciada hoy por Gregorio Marañón y Bertrán de Lis, presidente de la Fundación El Greco 2014, en el Centro Cultural de CCM de Toledo.

 Palabras de Su Majestad el Rey en el cincuentenario del fallecimiento de Gregorio Marañón.