Su obra evoca para algunos especialistas la pluma exacta de Balzac, pero perfila también un universo cercano al mundo sensorial subjetivo de Marcel Proust. Calificado de Romántico, Simbolista, Neo Objetivista, su historia es el gran drama del sujeto moderno. Amigo de pintores como Emil Filla y confeso admirador de Hans Arp, Salvador Dalí, Max Ernst, Yves Tanguy o Man Ray, su figura se presta a encajar dentro de la tragedia del héroe contemporáneo. Así lo revela su retrato de 1959 (Titulado “El señor fotógrafo Josef Sudek”, por Milon Novotný), maravillosa obra que sirve para introducirnos en una peculiar visión del mundo, como suele ser la visión de todos los grandes fotógrafos, desde Alfred Stieglitz y Edward Steichen, o el mismo Albert Ranger-Patzch y, como no, la omnipresente Diane Arbus. “Cuando un estudiante joven me pregunta: ‘¿Qué es la fotografía?’, respondo: ‘Ved a Sudek y a Diane Arbus, ¡ahí lo tenéis todo!’” decía Bernard Plossu.

Alianza con el azar

Símbolo mismo del sujeto moderno a través de sus fotografías, ubicado en el doble mito de Narciso y Prometeo, Sudek brilla y se apaga en una melancolía de ausencia, esto es,  poetizando un casi velado segundo de belleza mediante el único recurso posible: la alianza con el azar. Pacto con las brumas del tiempo que termina por salirle bien, para su desgracia. Tocado Sudek por la barita mágica del lugar y la hora concretos, por eso que tanto gustó al foto-periodismo de “estar en el lugar preciso, en el momento preciso”. Fue uno de los últimos desgraciados atrapados por la vida y la obligada austeridad de una Europa macilenta como los agujeros de una manzana podrida, anclándose siempre en la memoria, en el pasado y las ruinas de la gloria. Pero jamás arrastrado por los tópicos de lamento gitano tan del gusto finisecular, que necesariamente parecían estar obligados a purgarse de los excesos de la noche en unos aún más impíos alardes de artificio y retórica. Sudek no era así o, por lo menos, no quiso que así se le viera, justamente porque no quiso nada.

Probablemente por ello, la soledad esencial que tan bien pareció testimoniar Sudek en sus obras, no fue otra cosa que la perfecta deconstrucción de aquellos tópicos de lo moderno que tanto alimentaron las mentes de los buques insignia del arte contemporáneo, es decir, que Sudek no decía que era “Romántico”, sino que lo era sin más, incluso, como todo “Romántico”, sin saber que lo era. Pocas de sus obras hablaban así de lugares comunes en la reflexión contemporánea como el género, la sexualidad o la insatisfacción. Y aunque ciertamente, eran sus obras emanadas desde lo más profundo del yo, no se encerraban jamás en un laberinto de espejos, por ser, como las cruces que pintaba Caspar David Friedrich, astillas del hombre en el absoluto del cosmos. Elementos cotidianos de una Paraga que jamás es cotidiana, tocados por la estrella de una realidad poetizada, mágica, subjetiva.

Sus primeros trabajos

Desde 1927, Josef Sudek vivía en su porpio estudio-taller de la Calle Újezd de Praga, número 28. Anclado a su cámara preparaba sus primeros trabajos importantes. En 1932 expuso individualmente, para sólo cuatro años más tarde, en 1936, participar en la Exposición Internacional de Fotografías, en la que expusieron artistas de envergadura como John Heardfield, Kurt Schwitters, Alexander Rodchenko o Brett Weston, entre otros. Una década después, en 1940, empezó a utilizar cámaras de gran formato, quizá para que en ellas cupiera su dilatada y concentrada melancolía, esa que terminaría incluso condicionando su nueva herramienta de trabajo: una cámara Kodak de finales del siglo XIX, alta como él, y muy pesada. Instrumento capaz de tomar maravillosas panorámicas urbanas, fabricado para comer belleza. Paso del tiempo y del hombre por las codificaciones del mismo llamadas lugares, que pese a ser aperturas al mundo, venían a subrayar el fin de la función, el ocaso que tan bien representaban los bodegones que la mirada de Sudek también se encargo de registrar. Y decimos registrar y no congelar, porque, ni esos bodegones a la Morandi, ni esas instantáneas de calles, tranvías o edificios, criogenizaban nada, más bien al contrario, terminaban por recibirse en la memoria de quien las contemplaba como una especie de mancha que se borra.

Tampoco son las fotografías de Sudek el reflejo de una histeria o una avanzada neurosis vital a lo Artaud o Van Gogh, aunque como el segundo (padre espiritual del primero), también se interesó por representar testimonios de la naturaleza, concretamente árboles en invierno y otoño, capturando la expresividad rota de sus ramas peladas y sus acechantes formas.

La ventana de mi estudio

Nos detenemos de nuevo en 1959. Una fotografía en blanco y negro reproduce una ventana cerrada llena de gotas de lluvia y vaho. Tras ella, un edificio se desdibuja en la noche, donde las luces de los muertos se disuelven en recuerdos. “La ventana de mi estudio” es el título de la imagen, obra de Sudek que parece ilustrar  los textos del poeta y también fotógrafo Vítezslav Nezval, quien a su vez se había inspirado en el relato de “Le passant de Prague” (1902) de Apollinaire… Las fotografías de Sudek terminaban por encontrarse con otros poetas, con otros literatos pero, ¿en qué lugar?

Praga terminó por ser arte gracias a la mirada de Josef Sudek. Sin sus trabajos no hubiera sido posible pensar en una ciudad encantada que, en realidad, nunca había terminado de existir, pues, como bien vaticinó el mismo André Breton en su viaje con Paul Élouard en 1935, la ciudad checa era “la capital mágica de la vieja Europa”. Impensable espejismo del Moldava sin la mano de todos aquellos poetas fascinados por una ciudad en la que la gente no caminaba por la calle, sino que aparecía de las esquinas como una bruma de amanecer. Afirmación de una ciudad sin configuración que, como Venecia, terminaba por ser prácticamente irrepresentable, inasible, anicónica.

“Con las fotografías de Sudek tengo impreso en la mente el recuerdo de un lugar en la mente al que nunca he ido” decía Plossu. Y no andaba mal encaminado, pues las miradas del ahijado de Praga partían de una vida entre cuatro metafóricas paredes de cristal mojado. Lloraba y nadaba así Sudek en su soledad. De paseante a la Baudelaire le tildaron, porque más que andar por grandes avenidas, lo que hacía era recorrer los ásperos recovecos de sus suspiros. Sólo así pudo ser amigo de poetas como Jaroslav Seifert, quien un 15 de septiembre de 1976 hubo de redactar su necrológica.