Convertida en lienzo

Nagiko, la protagonista de la película The Pillow Book, dirigida por Peter Greenaway (1995), ha vivido desde niña la experiencia de verse convertida en lienzo, al escribir su padre sobre su cuerpo y su rostro las felicitaciones de cada uno de sus cumpleaños.

Pasado el tiempo, y convertida ya en una mujer, su piel se muestra impoluta, sin resto alguno de aquellos tatuajes, pero estas marcas subyacen, invisibles, grabadas en su memoria. Su vida quedará para siempre condicionada por estas experiencias estéticas, que harán que siendo ya una mujer, incite a sus amantes a retomar este ritual, permitiéndoles dibujar y escribir a lo largo de todo su cuerpo.

Todas estas relaciones están atravesadas por el dolor, que se convierte muchas veces en violencia. Se crea así un juego de contrarios en el que la belleza de la escritura y de la poesía, que se perfila en negro sobre su cuerpo, choca con la pasión y la violencia de su propia sangre, que algún amante hace correr, roja, sobre su blanca piel. Llegado el momento Nagiko abandonará su condición de lienzo, cambiando los roles para volverse pincel, usando el cuerpo de esos mismos amantes como soporte para sus poemas, que mandará después de cada noche de pasión  a su editor, desnudos y casi ilegibles.

Al leer este relato no puedo evitar pensar en las imágenes que realizase Shirin Neshat en 1993 para su primera serie fotográfica: Mujeres de Allah (1993-1997). La piel que se asoma bajo los chadores está completamente tatuada, marcada por la caligrafía que en negro va dibujando poemas a lo largo de las manos y el rostro de estas mujeres. El blanco y el negro de nuevo juntos y con un mismo fin, la poesía.

Pero hay algo de lo hablado al principio que dichas imágenes no tienen, el rojo, ya que sus fotografías son siempre en blanco y negro. Pero aunque el color esté ausente, la pasión atraviesa todas sus imágenes, pasión entrelazada con violencia y sangre. Sus mujeres no se esconden tras el velo negro, sino que se muestran fuertes, seguras y casi siempre armadas, logrando una mezcla de feminidad y violencia que dota a sus fotografías de una increíble potencia.

Un mundo en blanco y negro

“Hay una extraña coexistencia aquí de feminidad y violencia. Mis fotografías muestran mujeres militares y armadas y al mismo tiempo extrañamente inocentes y espirituales; cometen un crimen porque aman a Dios, y esta devoción trae violencia con ella”.

Y es justo esto lo que podemos encontrar tanto en sus fotografías como en sus vídeos, una extraña coexistencia de elementos que no hace sino reflejar la compleja paradoja del mundo islámico contemporáneo y de la vida en Irán. Una sociedad que apoyada en valores tradicionales y en la religión, representa a su vez una de las más importantes culturas del mundo, que no pudiendo dar la espalda a la modernidad, debe observar la disolución de los contornos de las leyes y normas que rigen su cultura.

Esta doble mirada, que tanto en sus fotografías como en sus películas, lanza Shirin Neshat, proviene de su pertenencia a dos culturas divergentes y opuestas, el mundo islámico y el occidental.

Nacida en Irán, abandonó su país con 17 años para estudiar arte en Estados Unidos. A su regreso, en 1990, se dio de bruces con una realidad que apenas reconocía, un país totalmente cambiado tanto en cuestiones sociales como políticas y culturales. El choque que supuso encontrarse con una cultura que sabía suya y que apenas reconocía, un mundo en blanco y negro, ya que a las mujeres se les había prohibido usar colores al vestir, dio un giro radical a su vida, llevándola de nuevo a la creación artística.

El fin de este regreso al origen, en todos los sentidos, fue el de expresar las preocupaciones y los temas que surgen a partir de ese retorno al hogar. Así, desde esa primera serie que realizara en 1993, y más tarde por medio de sus vídeos, Shirin Neshat ha estado contando historias llenas de fuerza, intentado explorar la paradójica situación en la que viven hoy las mujeres en su país e iniciando a su vez una búsqueda de la identidad iraní. Sus imágenes suponen una constante exploración, ya que la artista no acepta la imagen que Oriente tiene de sí misma, pero tampoco aquella que Occidente le otorga, siendo su obra una lucha constante para destruir la imagen estereotipada y negativa que hoy en día se tiene del mundo islámico, potenciada por los medios tras los atentados del 11-S.

Lucha de contrarios

“Lo que me gustaría que sintiera al final el público de mis películas es la humanidad que hay detrás de estas personas-rostros. Intento hacer una obra que provoque al espectador intelectual, política, visual y emocionalmente”. Y que iba a haber detrás sino, muchas veces lo olvidamos, personas.

Por mucho que la obra de Neshat se centre en la sociedad y en la mujer iraní, los temas que trata son universales, porque aunque empeñados en diferenciarnos de los demás, a través de nuestra religión, nacionalidad o forma de vestir, en el fondo no somos más que hombres, y los miedos, problemas y contradicciones que sienten las personas en el oeste, son esencialmente los mismos que sienten las personas del este.

El lenguaje que emplea puede ser entendido por todas las razas y culturas, ya que trata cuestiones profundamente humanas, que transportan a su vez valores universales. Los temas de discusión de la artista son tan propios de la condición humana, que no pueden dividirse según la pertenencia a Oriente u Occidente, ya que la lucha de contrarios a la que se refiere, está diariamente presente en nuestras vidas; bondad y maldad, belleza y fealdad, permisión y control, seducción y solemnidad, femenino y masculino.

Es justo por esto por lo que las fotografías y los vídeos de Shirin Neshat poseen una fuerza que hoy en día es difícil de encontrar, por su capacidad de meternos en la piel de otros, para acabar descubriendo, al final, que por muchos kilómetros, lenguas o religiones que nos separen, en cuestión de piel, todos somos lo mismo: hombres.