A su llegada, la zona estaba acordonada por la policía urbana que les orientó para que aparcaran en doble fila. En las inmediaciones, tras la cinta de advertencia de no pasar, se desplegaban los agentes que intentaban contener al gentío arremolinado tras ella. Todos, transeúntes de paso y vecinos del barrio, ávidos de novedosas noticias que los sacaran del tedio acostumbrado y les aportaran conversaciones los siguientes días. Con los cuellos erguidos, asomando sus cabezas para no perder detalle, comentaban con voces enigmáticas, que allí había tomate del bueno. Pura especulación cuando la imaginación volaba libre ante el enigma.

La comisaria Martínez y Nelson se pararon delante del número treinta y ocho, un local situado en los bajos de un desvencijado edificio de ocho plantas construido en los años sesenta. Empujaron la pesada puerta de metal y acristalamiento para desembocar en un lúgubre local. La comisaria ordenó a los policías que no dejaran entrar a nadie hasta que ellos hubieran inspeccionado minuciosamente el lugar. Se enfundaron los guantes de látex para no borrar huellas y se pararon en mitad de la barbería. En completo silencio, pasearon la vista radiografiando cada uno de los mugrientos estantes de madera atestados de herramientas desgastadas por el intenso uso a lo largo de años de trabajo. Herramientas que habían tenido vida, hasta hacía unas horas, en manos del barbero más veterano del Barrio de las Margaritas. El olor a humedad, procedente de los mohos y hongos adheridos a las desconchadas paredes, se mezclaba con las dulzonas colonias y mejunjes encerrados en botes de vidrio tapados por pulverizadores, de los que pendían las antiguas bombillas forradas en hilos descoloridos para forzar la salida del líquido.

El espejo, que cubría la pared del fondo, presentaba una pátina nebulosa; había desaparecido parte de la película plateada que posibilitaba reflejar las imágenes nítidas. Como la que en ese momento reposaba en el vetusto sillón de barbero. Del que asomaban, por detrás, grandes goterones de rojiza sangre que se habían ido solidificando en el ajado cuero.

La comisaria Martínez se acercó por detrás del sillón y lo giró lentamente hacia ellos. Inclinado levemente hacia el lado izquierdo, apareció un obeso varón de unos setenta años, con los ojos desorbitados, la boca abierta y retorcida en un gesto de asombro y terror. Ante la dantesca escena, ni un solo músculo facial de los investigadores se alteró, ni sus cuerpos se inmutaron. Sus corazones siguieron latiendo tranquilos, relajados. Se notaba la profesionalidad y la experiencia de ambos, curtidos en el oficio.

La comisaria Martínez se puso en situación y, rebobinando su cerebro, llegó a vislumbrar detalladamente cada uno de los pasos que, seguramente, hizo el barbero con su último cliente hasta llegar al indeseable final. Y así fue contándole a su compañero Nelson cómo debió producirse el macabro suceso:

El barbero humedeció en agua tibia el jabón de barra pasándole insistentemente la brocha de afeitar, la misma que reposaba humedecida aún sobre el bol del estante. Cubrió con espesa espuma la barba de su cliente y como de costumbre, ante los ojos del varón, afiló la hoja de la navaja en el asentador del oscuro cuero para suavizar el corte de la cuchilla. Apoyando las yemas de sus dedos de la mano izquierda sobre la cara del cliente, estiró la piel sujetándola con destreza. Con la mano derecha sostuvo la navaja de afeitar del tamaño 5/8 pulgadas, la misma, ahora ensangrentada, que aparecía sobre la capa de corte que llevaba puesta el cadáver.

Posicionando la cuchilla en un perfecto ángulo de treinta grados, la arrastraría con pericia por la piel rasurando en dos pasadas la barba ablandada. Tras varias rasuraciones, debió enjuagar la navaja en la palangana secando la afilada hoja restregándola contra el impoluto paño colocado en su brazo. Paño que estaba caído al pie del sillón con restos de agua y algunos pelos.

Afeitada la parte superior de la cara derecha, echó hacia atrás la cabeza del cliente dejando al descubierto su cuello. Por las huellas de los dedos, le debió sujetar el mentón con fuerza mientras con la otra mano alzaba la navaja para tomar perspectiva, momento en que su mano se lanzó con precisión hacia las venas yugulares y la arteria carótida, haciéndole un profundo corte. De ahí que la sangre oxigenada que va del corazón a la cabeza y cerebro le produjo un cuadro de hipoxia severo y pérdida inmediata de la conciencia. Nelson añadió que el individuo se desangró rápido al no poder socorrerle nadie al instante. Los clientes, que en ese momento se encontraban en el local, huyeron despavoridos, dando cuenta de la locura del barbero, según les comunicaron los agentes. Y entre ellos debió huir el barbero según consta en el informe entregado a la comisaria.

Cuando Nelson estaba a punto de sacar los instrumentos para detectar huellas y recoger muestras, se oyó un ruido proveniente del fondo del local que los puso en guardia.

Tras unas rígidas cortinas, descoloridas por los rayos solares y el polvo adherido a la tela, asomó el anciano barbero aplaudiendo a la comisaria por su acertada descripción de los hechos que acontecieron tal y como los explicó. Llevaba las manos ensangrentadas que, sin resistencia alguna, alargó para que le pusieran las esposas alrededor de sus muñecas. Dijo sentirse asqueado de escuchar, día tras día al más necio de sus clientes, contar las horribles vejaciones a las que sometía a la esposa. Que estaba seguro, sería la única que se lo agradecería eternamente por librarla de ese indeseable. Era consciente de la atrocidad que había cometido, en lugar de denunciarlo ante la policía. Pero le habían diagnosticado un cáncer incurable y le quedaba poco tiempo de vida. No quería irse de este mundo sin ver la sentencia cumplida ejecutándola sin más.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convoca la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen una única obra.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024

Fallo: 22 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

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