El título completo del cuadro es La señorita Gladys M. Holmant Hunt (La escuela de la naturaleza), es un óleo sobre tabla fechado por el artista como “93”, en la parte inferior derecha, cerrando un monograma del autor (su firma). Fue expuesto en su primera versión en 1896 en Liverpool con el título de Ocio de verano. Se conserva en el Museo de Arte de Ponce de Puerto Rico y sus medidas son de 126, 2 x 97 cm. No es un gran formato pero es una pequeña joya.

Doble naturaleza. Doble definición

La obra responde en todo momento a una doble naturaleza, a una doble definición, concentrada en dos lecturas: la superficial o estética y la simbólico-alegórica o temática. En primer lugar, topamos con el atractivo de la cuestión de su ejecución, ya que pese a estar firmada por Hunt, en su mayor parte está ejecutada por otro pintor, Arthur Hughes. De entrada, dos manos para dos lecturas, dos miradas de un objeto pintado (una modelo) para una obra con una doble mano.

Se puede continuar. Ya sabemos que estamos ante una obra ejecutada por dos autores y que, evidentemente, será la conjunción de dos visiones distintas. Pero, ante todo, hay que aclarar quién pinta qué, sin entrar, de momento, en discriminaciones. A Hunt se le debe la colocación y encaje de la figura así como el tono cromático del conjunto; por su parte, Hughes es el autor del rostro definitivo (un rostro joven, pero ya no de niña) y  el encargado de recortar el pelo así como de eliminar unas líneas anchas azules que complementaban el rosa del chal que cae por las piernas de la dama (y que, por cierto, fue comprado en El Cairo por Hunt en 1854). También es el encargado de pintar seguramente la fuente de bronce del fondo y el sombrero de paja a nuestra izquierda. 

Reconstruir los hechos es fundamental. Los pinceles de Hunt se colocan sobre la tabla en 1893 y el trabajo se abandona hasta el otoño del siguiente año. La entonces adolescente y ahora joven Gladys posa junto a su terrier en los jardines de la casa del pintor en Draycott Lodge, pero no es la primera vez que lo hace. Holman Hunt ya la retrató en 1891, tal y como atestiguan una fotografía y un magnífico dibujo. En 1894 la obra está terminada o, más bien, Hunt deja de trabajar en ella. Entre 1904 y 1910 entra en acción la visión de Hughes y se introducen las modificaciones. Cambia la superficie, desaparecen algunas áreas de color y, de pronto, entre tal baile de sutilezas, bajo el tamiz de unas preciosas pinceladas, surge la cuestión que nos preocupa: el cambio de gusto. El discurso vuelve a dar un giro doble: dos pintores, los dos del mismo siglo, pero que pintan un mismo cuadro en dos siglos distintos (recordemos que Hunt “toca” con su pincel en 1893 y Hughes “retoca” hacia 1904). El rizo se riza, porque por un lado son dos pintores que aprenden en una misma época y que, además, según está documentado, mantenían una relación de amistad; pero por otra parte pintan una misma obra en dos instantes diferenciados. Está claro que ambos pueden abrazarse a la etiqueta de artistas finiseculares, esto es, que cierran una centuria y abren otra. Pero no hay que olvidar, precisamente por eso, el hecho en sí de cuándo intervienen sobre la obra.

De la esperanza a la desesperación

Genéricamente, los acontecimientos acaecidos entre 1890 y 1910, son reconocidos como un germen del arte moderno. Pero según uno profundiza en sus contradicciones y, aún hoy, inconclusas definiciones (derivadas, en mayor grado, de interpretaciones enfangadas en desvelar metáforas imposibles) se da cuenta de lo preciso y cauteloso que ha de ser a la hora de enfrentarse a un movimiento artístico que siempre estará cogido con alfileres.

En sólo veinte años, se puede pasar de la esperanza a la desesperación. Esos cambios de gusto siempre han existido. Sirva como ejemplo lo acaecido en la edad de oro de la pintura: Felipe IV manda a su pintor Velázquez en pleno siglo XVII adecuar las llamadas “bóvedas de Tiziano” según una moda que recupera el gusto veneciano de fines del XVI. En pocos años fluctúa el canon, algo que desde el XIX, por añadido, se da con mayor celeridad.

Sobre lo que no vemos sólo podemos especular. Es decir, la adolescente oculta, hija de Holman Hunt, está pintando en la naturaleza, pero la hoja de su cuaderno está en blanco. No podemos sospechar si nos miraba o si, en efecto, su atención se la llevaba un árbol o, por qué no, otra figura fuera del cuadro. Lo que vemos ahora es otra cosa. Ha pasado el tiempo por el cuadro y por la modelo, cuya lechosa y jansenista piel sigue siendo el de una joven y fértil mujer, pero no de dieciséis años. Diríamos incluso que el único que presta atención a algo es el perro… Entramos así en otro punto importante, la mirada de su protagonista. ¿Mira su entorno o, más bien, se está mirando a sí misma? ¿Tiene un espejo o el espejo son sus ensoñaciones?

Estado de espera

Por un instante, todos aquellos relatos de los impresionistas, basados en capturar sensaciones de la realidad, se evaporan  en la mesura perfecta de una pintura contenida que podría no significar nada y simplemente ser. Es cierto que la autonomía y la autorreferencia no son los únicos temas destacables de la obra, pero es verdad también que el ensimismamiento aparece como “punctum” de la obra (término utilizado por Roland Barthes para referirse a lo que capta nuestra atención en una fotografía). Ese punto de atención lo da la mirada de la modelo y lo da también la narcotizante luz que acaricia las hojas e ilumina desde dentro ese rostro sumido en leche de rosas. Quizá ilustre bien aquellas reflexiones de Hegel que valoraban la pintura como el único arte capaz de generar su propios (y ensimismados) efectos de luz interior y luz exterior. Jardín de verano, pero luz de otoño ¿Qué nos importa más, ella o sus deseos?

Narciso se escurre entre un reflejo que no alcanzamos a ver. La retratada roza la inexpresividad, algo que en un entorno luminoso como el jardín automáticamente se transforma en melancolía. Ni siquiera es ya una “femme frêle” a la Burne-Jones, ni siquiera tiene por qué ser una mujer en un lugar concreto. Más bien es un entorno donde la modelo termina por proyectar su estado de espera. El brazalete plateado sobre su muñeca izquierda (un “haydari” palestino), es algo más que un recuerdo exótico, tal vez, un reclamo para la memoria o, por qué no, una impronta del pintor sobre sus modelos (el brazalete se repite en otros cuadros de Hunt). La fuente del fondo, interpretada como una mujer desnuda, alude a Flora y a la fructificación…pero el marco de la obra está lleno de amapolas alusivas al olvido y la fugacidad del tiempo…

¿Cómo concretar estas dos perspectivas? ¿Hacia qué futuro o sobre qué pasado se alza la ensimismada dama? ¿Posibilita su estado indefinido el triunfo de una nueva pintura? Uno contempla la obra y parece querer recordar aquellas palabras de Leonardo: “No hay resultado de la naturaleza sin causa; entended la causa y no necesitaréis de la experiencia”.