Es mucho suponer pero su cara apelmazada y redonda, “como una patata recién sacada de la tierra”, que dijo de aquel rostro cuando lo vio Pablo Neruda, estaría abrasado por las arrugas. Seguirían al fondo, chispeantes, sus ojos, carbón e inteligentes, “atentísimos a todo”, que describió Aleixandre, y el cuerpo encogido y rechoncho.

Y la voz, –¿por qué no imaginarla fresca y sentida y clara todavía?–, apoyada en la buena dicción que atesoraba y exprimía al leer, en bien alto como gustaba, los versos que le iba dictando el corazón en el que siempre mojó la pluma y el lápiz. Aquel desde el que escribió para lanzarnos poemas como piedras, palabras como estrellas, silencios, heridas… poesía directa a, para y desde la pasión.

Porque al margen de los tópicos, (pocos autores han sido tan carne de tópico, –dependiendo del lado, el gusto y la querencia–, como él) Miguel Hernández plasmó sus evidencias en papel para dejarnos, entre el dolor y la esperanza, entre el reflejo del horror y la belleza, poemas conmovidos; poemarios sublimes.

Pero es mucho imaginar porque con sólo 31 años aquel hombre definitivamente enfermo, perseguido y sólo, cercado por el fanatismo (el de los otros) y la tuberculosis (la propia), moría en la enfermería de la cárcel de Alicante el 28 de marzo de 1942.

Hoy hubiera cumplido un siglo. Por eso tomamos sus palabras y siguiendo la senda desolada de la elegía que escribió tras la muerte de Ramón Sijé, su amistad del alma, queremos ser, llorando, los hortelanos de la tierra que ocupas y estercolas desde hace tanto tiempo, compañero del alma, tan temprano.