Además, a diferencia del libro o relato de viajes, en el que existe un narrador-viajero que cuenta sus vivencias con mayor o menor fidelidad, el protagonista de la guía de viajes no es el autor –muchas de ellas suelen ser anónimas– sino el futuro viajero, al cual se le invita a sacar el máximo provecho de los lugares que visita.

Otra diferencia sustancial es que el relato de viajes es subjetivo, pasional; la guía, objetiva, racional. Es decir, lo que mueve al relato es el deseo más o menos aventurero del autor, su encuentro con lo inesperado, mientras que la guía se concibe más como una herramienta de ayuda para recorrer un territorio que como una pieza literaria.

Las guías tenían por objeto “ayudar al viajero a encontrar con rapidez lo que más se adapta a sus gustos y servirle de acompañamiento a fin de ofrecerle explicaciones breves, claras y precisas”, señalando puntualmente las comunicaciones, los medios de transporte, los alojamientos. Mientras el libro de viajes suele estar acompañado de ilustraciones o grabados, a veces imaginarios (como los de Gustave Doré), la guía contiene planos, mapas, itinerarios medidos y precisos, horarios, tarifas, etc. Durante el siglo XIX las guías de viaje se cuentan por cientos, destacando entre ellas los nombres de Karl Baedeker (Alemania), John Murray o Henry G. O’Shea (Gran Bretaña).

De las aparecidas en España merece citarse la Guía del Viajero en España (1842), de Francisco de Paula Mellado, que contiene la descripción de “las principales ciudades por las que atraviesa el viajero en todas las carreras generales y trasversales”, precedida de “una noticia histórica, estadística y geográfica del reino” y seguida de un apéndice que “reúne todas las noticias necesarias sobre comunicación y transporte”.

Su autor dice en el prólogo haberla escrito con el deseo de corregir los graves errores que recogen los libros acerca de nuestro país escritos por los extranjeros y mejorar la opinión de quienes los leen.

Medio siglo más tarde (1892) apareció la Guía de España y Portugal (1892) del diplomático, egiptólogo y prolífico escritor Eduardo Toda.

Con la extensión del uso del automóvil y la consiguiente extensión de la red de carreteras, la guía de viajes se convertirá no solo en una ayuda necesaria, sino en una compañera imprescindible del viajero. Así, no es de extrañar que Michelin, la conocida empresa de neumáticos, comenzara a editar mapas y guías de viajes a partir de 1900.

Azorín.

En el prólogo al Lazarillo español, de Ciro Bayo (1911), Azorín comenta la evolución que hasta ese momento habían experimentado las guías de viaje: «De subjetivas, personales, que eran en sus comienzos, han pasado a ser puramente impersonales y objetivas. El libro de Richard Ford, por ejemplo, el mejor libro, el más completo, el más sugestivo que se ha escrito sobre España, en su primera edición contiene juicios e impresiones personalísimos, muchos de ellos agudos y originales: el autor, Ford, viajaba por España, a la manera que W. Irving viajó anteriormente, caprichosamente y por pequeñas jornadas; luego, con el fruto de sus observaciones, de sus visitas a los monumentos, de sus charlas con los labriegos y con los señores de los pueblos, trazó aquellas páginas en que se ve el reflejo de un espíritu penetrante. Andando los años, todo lo personal, todo lo que constituye el encanto de esta guía singularísima ha sido podado en ediciones posteriores, y hoy el libro de Ford (o el Murray, como se le denomina vulgarmente) es tan frío, tan impasible, tan impersonal como el tudesco Baedeker. ¿Es un bien o es un mal la impersonalidad de las guías? Creemos que deben existir guías enumerativas, impersonales, y que al mismo tiempo debe haber libros en que el viajero refleje sus impresiones de modo más o menos sentimental y lírico».

Hay que recordar que el término “turista” es recogido por primera vez en la edición XIV del diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (“viajero que recorre un país por distracción y recreo”), publicada en 1914, más de un siglo después de que apareciera escrito en inglés en un texto de Adam Walker, si bien su presencia es abundante a lo largo de todo el siglo XIX en textos periodísticos y literarios.

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